Hace unos días salí de casa y doblé por Olazábal. Caminé unas pocas cuadras y, antes de llegar a Cuba, vi a una viejecita de cara simpática y alegre. De pronto, cayó de su bolso un sobre. La viejecita no se dio cuenta. Yo corrí, tomé el sobre con disimulo y comprobé que contenía un buen toco de plata.
Fui a casa y escondí el dinero dentro del libro de matemática. Pensé que con esa plata podría comprarme unos cuantos discos de mi música favorita, la más bárbara del mundo, y, mientras pensaba en eso, puse mi equipo de audio a todo volumen, para aclarar mis ideas.
Al día siguiente, me di cuenta de que no había procedido bien: en lugar de los discos, decidí hacer un sacrificio y comprarle a mi mamá una picadora de carne o un cuchillo eléctrico.
Me dirigí entonces a la avenida Cabildo, para hacer las averiguaciones del precio de la picadora y del cuchillo. Fui por Mendoza, pero volví por Olazábal, y allí estaba todavía la viejecita. Caminaba desde Arcos hasta Cuba y desde Cuba hasta Arcos, con la vista fija en las baldosas, como si buscara vaya uno a saber qué.
Oí que el portero de una casa de departamentos le decía a una señora:
—Es que perdió el sobre con la jubilación. Pasó toda la noche buscándolo.
Yo entonces salí volando para casa y busqué la plata que había escondido en el libro de matemática. Tiré el sobre a la basura y me guardé los billetes en el bolsillo del pantalón. Y corrí, corrí, corrí como una bala hasta la avenida Cabildo, donde me compré los discos de la música más bárbara del mundo.
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