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Las vacaciones de Terés

Capítulo XVII

Ana María Martín Herrera
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Eran las nueve cuando se abrió la puerta y contemplé espantada que por ella entraba aquel tipo con pinta de armario que tanto me había asustado la vez anterior. Me miró de tal forma que tuve la sensación de que había venido a saldar una cuenta pendiente conmigo. No sé cuánto le habría pagado a Mánol pero esta vez no se detuvo en preámbulos. Sin mediar palabra, empezó a darme empujones hasta que perdí el equilibrio y caí al suelo. Logré sobreponerme. Tirada en el suelo, sin intención de levantarme, le dije:

—Haga el favor de marcharse inmediatamente. Aquí hay un error. Yo no me presto a esta clase de servicios.

—Pero bueno —contestó—, ¿en qué quedamos? ¿te gusta o no te gusta que te peguen?

Puede que yo le contestara algo o tal vez no, no lo recuerdo. Mi serenidad se iba resquebrajando. Debió de decirme que me pusiera en pie y que me desnudara pero yo seguía en el suelo sin moverme. Supuse que si permanecía inmóvil sin hablar ni hacer ningún movimiento, él terminaría por marcharse protestando. Me daba igual que Mánol tuviera que devolverle su dinero. Sabía que las consecuencias que eso pudiera acarrearme ya no serían tan graves. Sin embargo, aquel armario no estaba dispuesto a renunciar a su fiesta. De nuevo sentí el brutal tirón de pelo y me vi de pie contra mi voluntad.

—Hoy lo que quiero es verte bailar —dijo—. A ver si eres capaz de ponerme cachondo.

—No sé bailar.

—Mejor —contestó—, más divertido.

Tampoco puedo recordar si hablamos algo más pero sin duda fue mi pasividad lo que le sacó de quicio.

—A ver si es que a esta puta no le gusto yo —dijo fuera de sí.

Empezó a darme unos manotazos furiosos y descontrolados. Tenía una fuerza terrible y yo no podía luchar contra él. Yo tan sólo podía protegerme con los brazos de aquellos golpes absurdos. Volví a caer al suelo. Grité cuanto quise y eso le agradaba, le hacía gracia. Ya no pude más, no calculé las consecuencias.

—¡Anormal, asqueroso! Si no te largas inmediatamente, te denunciaré a la policía y se va a enterar hasta tu puñetera madre de que eres un tarado.

Por un momento conseguí el efecto que buscaba. Se quedó paralizado y entonces me levanté.

—Márchate de aquí ahora mismo —repetí.

Aquel hombre volvió a clavarme su mirada vacía de muñeco de cristal.

—Tú no vas a llamar a nadie, cerda. ¿Qué te crees, imbécil? De las podridas como tú se ríe la policía —gritó de pronto abalanzándose sobre mí.

Sentí que mi cuerpo se deshacía bajo una tromba de puñetazos y de patadas. Cuando ya estaba segura de que iba a matarme, se abrió la puerta. Escuché la voz de Mánol.

—Bueno ya está bien. ¿Tú qué quieres, buscarme un lío?

Debieron de forcejear un rato pero Mánol era muy fuerte.

—Lárgate de una vez —le oí decir a Mánol.

Aquel tipo dijo algo del dinero que había pagado, y Mánol le contestó que ya lo había disfrutado con creces. Le recriminó que me hubiera dado en la cara.

—Eso no era lo convenido —dijo Mánol—. Se ve que no sabes el precio que tienen las cosas, ¿crees que por ese dinero puedes destrozar a una tía así o qué?

—Ella me ha insultado —contestó el otro con su voz aflautada.

—Para darte marcha, so capullo, es lo normal. Venga, márchate y no vuelvas más por aquí. Yo quiero parroquianos de categoría, no me gustan los que se vuelven locos con las tías buenas.

Mánol hablaba en un tono profundamente amenazador. Yo no sabía si lo que le decía a aquel hombre lo pensaba en serio. Luego me di cuenta de que no, simplemente sabía manejar las situaciones para salir airoso. Cuando se dirigió a mí, comprendí que su intervención había sido debida al temor a que aquel monstruo me hiciera un daño irreparable y que mi familia lo descubriera. Como yo había supuesto, las cosas no eran igual sabiendo que la dirección de su local se conocía en mi casa.

—Si no fueras una niñata idiotizada nos habríamos forrado con ese capullo. De buena gana te arrancaba la cabeza, pedazo de estúpida, tú nunca aprenderás —me dijo fuera de sí después de que se marchara el otro.

Descubrí que la rubia platino estaba en la habitación cuando entre Mánol y ella me levantaron del suelo.

—Mira lo que te digo —dijo Mánol—: si cuentas lo que ha sucedido aquí te echo ácido en la cara. No lo olvides, yo nunca amenazo en vano. Y ahora atiende: a tu familia, si no tienes más remedio, le dices que has trabajado aquí de camarera o de lo que quieras; tú sabrás lo que se pueden tragar y lo que tienes que explicarles para que no se busquen problemas conmigo, te aseguro que no les conviene. Pero mañana a primera hora te vas a la comisaría y dices que esta noche, cuando te dirigías a tu casa te atracaron unos colombianos. Que al no llevar dinero te dieron una paliza. Que llegaste a tu casa como pudiste. Que no había nadie para ayudarte porque la calle estaba desierta (ahora, en agosto, no resulta extraño). Que anoche estabas indecisa pero esta mañana lo has pensado mejor y por eso has puesto la denuncia. Y asunto concluido. Cuando menos lo esperes te llamarán para que reconozcas a los agresores. Si quieres puedes decir que no estás segura pero que te suena la cara de alguno. Eso ya es cosa tuya. Pero esto es lo que le vas a contar a todo el mundo. ¿Me has entendido?

Le contesté que sí, que lo entendía y que contaría las cosas como él decía.

Me hizo caminar y moverme para comprobar que no tenía roto ningún hueso y después con un gesto de penoso desprecio y la voz dolida como si yo le hubiera infligido la mayor de las ofensas, me dijo que esperaba no volver a saber de mí en su vida. A continuación, se marchó. Salió por la puerta resoplando y sacudiendo la cabeza. Todavía le oí murmurar para sí mismo:

—Me está bien empleado, si el que con niños se acuesta...

No volví a verle. La rubia trajo hielo en una bolsa y me lo dio para que me lo colocara sobre la cara. Envuelto en un sobre acolchado, viejo y medio roto, me entregó un fajo de billetes. Me entretuve en contarlos cuando me quedé a solas. Eran trescientas mil pesetas. Por curiosidad eché cálculos y me percaté de que, incluso teniendo en cuenta que me iba cinco días antes de lo previsto, era menos de lo prometido. Se ve que Mánol no pudo resistir la tentación de robarme dinero, y eso que de antemano se quedaría con una cantidad bastante más sustanciosa de la que me había asignado. Por supuesto, del móvil no volví a saber nada, ni tampoco de los libros. Para qué querría él aquellos textos, me pregunto, si nunca iba a leerlos.

Y a pesar del dolor que no me dejaba relajarme y del temblor, la imagen del arpa que me iba a comprar con ese dinero me hizo sonreír.

Estoy segura de que en situación normal hubiera tenido que guardar cama durante días a causa de la paliza, pero la idea de salir de allí y empezar a vivir de esa forma nueva, que yo sola había concebido, me daba una fuerza portentosa. Debí de anestesiarme con mis propias ilusiones.

Una vez más me pregunté cómo averiguaba Mánol lo que sucedía dentro de la habitación. Mi vista se dirigió al ventano que estaba en lo alto. Los cristales eran oscuros, resultaba imposible ver a través de ellos. Sin embargo mi intuición me decía que ahí estaba el secreto. Lo comprendí de pronto. De fuera hacia dentro sí se veía. No me costó trabajo imaginar a Mánol en el patio, subido en la escalera —en el «perigallo» como llamaba al artilugio—, observando. Por eso él sabía siempre lo que sucedía. Tuve la certeza de que aquel hombre que no era hombre pasaba las horas admirando babeante cuanto me hacían los clientes. Efectivamente, no era el dinero lo que más le movía, era mayor su necesidad de observar ciertas escenas a escondidas, por eso regentaba aquel negocio. El filón que encontró conmigo para disfrutar de su vicio aquel verano, desde luego, no fue nada desechable. Por un momento, temí que incluso hubiera hecho grabaciones con un vídeo. Nunca he sabido si mis sospechas tenían fundamento pero pensé que, en cualquier caso, con el cristal por medio, lo más probable era que no se distinguieran los rostros con exactitud. Además, estaba segura de que muchos clientes hubieran sido capaces de matarlo si se enteraban de que Mánol se había atrevido a tanto y eso resultaba ser una garantía de discreción. Nunca volví a pensar en ese aspecto hasta ahora que me he detenido a recordar todo aquello.

Miré mi reloj, que estaba sobre la mesilla. Era la una de la madrugada. Me levanté haciendo un esfuerzo inenarrable. Se me hizo duro pero necesitaba sentirme la dueña de mi cuerpo. En el cuarto de baño, frente al espejo, comprobé que mi cara se había convertido en el mapa de una selva tropical. Además se me movía una de las paletillas. En cuanto llegue a Palencia visitaré al dentista de mi padre, pensé, ése no suele salir de vacaciones en verano. Me duché, me lavé el pelo con parsimonia, tenía la sensación de que lo estaba rescatando de todas aquellas garras sudadas que lo habían maltratado sin compasión durante las últimas semanas. Luego hice la maleta, esta vez con tranquilidad. Cuando terminé, me puse los vaqueros y la camiseta con la que había llegado veinticinco días antes. Coloqué mi bolso junto a la maleta, al lado de la puerta, y me eché sobre la cama a la espera de que llegara el día siguiente. Mánol no me había consentido escapar aquella noche porque según dijo quería comprobar en qué estado me encontraba después de unas horas. Además, hubiera sido una locura; lo cierto era que yo estaba baldada.

Tardé en dormirme pero cuando lo hice mi sueño fue profundo.

A las nueve de la mañana entró la rubia platino con la bandeja del desayuno y me incorporé sin problemas a pesar de que cada movimiento se traducía en un dolor considerable.

Supongo que la rubia le informaría a Mánol de que yo me encontraba bien, que podía irme. Salí por la puerta del local, la rubia levantó la reja hasta la mitad.

Y fue un milagro. Justo cuando me marchaba, a eso de las diez de la mañana, llegó el cartero. Con gesto distraído un muchacho pelirrojo y regordete sacó un par de cartas de su carrito con ruedas. Iba a echarlas bajo la puerta pero al vernos preguntó:

—¿Comunidad de propietarios?

—No —dijo la rubia platino—, es el portal de al lado.

—¿Patricia Herrera Nieto?

—Soy yo —contesté arrebatándole lo que tenía en la mano.

Era una postal, una foto de la catedral de Palencia. Cuando me cansé de mirarla le di la vuelta y leí la dirección despacio:

Alivio 37, local Doñana.

Y luego el texto.

No sé si llegará mi saludo a tiempo. Me hubiera gustado que me enseñaras Palencia pero no puedo quedarme, hay muchos kilómetros hasta Sevilla y, ya sabes, me esperan los viejos.

Tu primo, el sevillano.

P.D. Deseo con el corazón que salga bien lo de Pepe.

Ya llegaba el taxi que habíamos llamado unos minutos antes. La rubia platino se puso frente a mí y me dijo con su sonrisa monjil:

—Siento mucho que haya sucedido esto.

Supongo que el comentario fue debido a que, al no estar Mánol presente, ella se dejó llevar por un sentimiento propio.

—¡Quita de en medio, atontada! —fueron las palabras que le escupí en la cara a modo de despedida.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónJunio 2005
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