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Las vacaciones de Terés

Capítulo XV

Ana María Martín Herrera
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Mánol tenía razón, yo estaba diciendo tonterías; era imposible tenerme en pie. La sordidez de la aventura en la que me había metido se había volcado definitivamente sobre mí como un cubo de agua sucia puesto a traición en lo alto de una puerta que hay que atravesar. Había comprendido ya sin sombra de duda que una cosa es la fantasía y otra la realidad. A la hora de la verdad, los golpes duelen terriblemente, humillan, y no tienen ninguna gracia. Mis muñecas estaban despellejadas, asquerosas, y cuando quise levantarme de la cama, apenas podía ponerme derecha, mi espalda estaba curvada como la de una vieja.

Mánol me obligó a tomar una pastilla. Rompí a llorar. Me desperté al día siguiente cuando entró la rubia platino con el desayuno.

Cuando la rubia abandonaba mi habitación le dije que pensaba marcharme de inmediato. Ella no contestó. Salió y cerró con llave.

Abrí la maleta sobre la cama y arrojé dentro mis cosas sin ningún tipo de orden. Sacaba la ropa del armario y las perchas quedaba desnudas golpeándose unas con otras. Los zapatos revueltos con las camisetas, con los sujetadores y con los vestidos, iban cambiando de sitio y yo empezaba a sentirme mejor. Al terminar cerré la maleta, me puse los vaqueros y me calcé. Me senté en la cama esperando a que alguien viniera. Así llegó la hora de comer. Cuando la rubia platino volvió a abrir la puerta, agarré mi maleta, cogí el bolso y me dispuse a salir. Entonces me topé con Mánol. Con su mano en mi esternón me empujó otra vez dentro de la habitación. Me arrebató la maleta y la tiró al suelo.

—Mari, déjate de chorradas y vamos a comer.

—Quiero marcharme de aquí ahora mismo.

—Oye, a ver si me entiendes; no puedes marcharte. Yo he cobrado ya a algunos clientes y tienes trabajo hasta el día veintiocho. Así que sé razonable y aguanta, que ya queda poco. Y sobre todo, procura no cabrearme.

—Me da igual que hayas cobrado por adelantado. Dame el dinero que me he ganado hasta ahora porque yo me marcho.

—Vaya con la señorita, no parecías tan chula el primer día —dijo Mánol.

Fui a coger mi maleta de nuevo y él la apartó de una patada.

—Oye, no voy a repetirlo. Deja tu maleta tranquila y ven a comer.

Creí volverme loca. Ya no podía con aquello ni un minuto más. Rompí a dar voces mientras le golpeaba con el bolso.

—¡Déjame salir! —grité una y otra vez.

Mánol cerró el puño y con los nudillos me asestó unos golpes brutales en la cabeza.

—¡Por Dios, no le des tan fuerte! —le oí exclamar a la rubia platino con la voz temblorosa.

Me dejó tirada en el suelo, aturdida, horrorizada.

—Y ahora ¿sabes lo que te digo? —gritaba Mánol fuera de sí—, que hoy te quedas sin comer. Ya puedes empezar a colocar otra vez tus cosas. Si cuando vuelva no estás arreglada para recibir «al de esta noche», prepárate porque empiezo otra vez.

Las marcas de los azotes, al igual que mi sexo rapado, no desanimaron a los clientes que llegaron después. El de esa noche fue un viejo que me hizo andar a cuatro patas, masturbarme y lamerle el cuerpo entero durante no sé cuánto rato. Luego me pidió que se la chupara. Lo hice lo mejor que pude. Lo malo fue que me cogió la cabeza para apretarme la cara contra su polla y sentí tal dolor que estuve a punto de desfallecer.

—¡No me toque la cabeza, por favor! —le supliqué.

—Pues sí que estamos buenos —protestó.

Aquel hombre tenía una polla que no terminaba de enderezarse nunca. Me dijo que quería verme con un sujetador negro y zapatos de tacón alto. Así me tendí en la cama y él, como si fuera Tarzán, se las daba de macho encima de mí hundiendo aquella baba en mis entrañas cuanto podía. La mitad de las veces se le salía la polla al intentar impulsarse y en una de ésas el condón se me quedó dentro.

Me cago en tu puta madre, pensé.

—Lo siento, señor, pero tengo que lavarme —le dije—. Usted puede tomar algo o leer una revista mientras lo hago.

Y después vuelta a empezar con aquellos empellones hasta que el carcamal tuvo a bien correrse.

Creo que fue esa noche cuando tuve la pesadilla. Desperté en un estado muy ansioso del que tardé un buen rato en recuperarme.

Iba andando por el campo, yo creo que estaba en el coto de Doñana, y me había empeñado en observar el vuelo de unos pájaros extraños. Al bajar la vista descubrí un rodal cuajado de margaritas y de amapolas. Daban ganas de tumbarse sobre aquella alfombra de flores después de haber dejado lejos las dunas. Pero era una trampa, debajo estaba el vacío. Me di cuenta al pisarlo. Caí dentro de un hoyo y fui a estamparme sobre un nido de alacranes. Se atacaban entre ellos, se clavaban las pinzas y se inmovilizaban unos a otros, a veces se equivocaban y se atacaban a sí mismos. El final del sueño no lo recuerdo pero sé que escapé, eso sí, asqueada por lo que había visto.

Al día siguiente comí con avidez. Tenía un hambre atroz. Mánol no me dirigió la palabra ni yo a él tampoco. Estuve a punto de recordarle que el día veintiocho sería el último pero me dio miedo exacerbarlo y que empezara otra vez con los golpes. En cualquier caso, me dije buscando un consuelo, me queda un día menos.

Afortunadamente durante los días siguientes vinieron hombres que no me hicieron daño; uno fue Eloy el funcionario y otro fue de los que les gustaba recibir castigos. Hice con ellos lo que pude, contenta de que al menos no me torturaran más el cuerpo.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónAbril 2005
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