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Las vacaciones de Terés

Capítulo XIV

Ana María Martín Herrera
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A partir de esa noche cuando me detenía a recapacitar en lo que estaba haciendo me invadía un espantoso calor que me ahogaba. Tranquila, me decía a mí misma, tranquila, yo no le tengo que dar cuentas a nadie, y volvía a recuperar la calma. La obsesión de salir a la calle, de pasear, de ir a la piscina crecía a cada momento.

Muchas veces me preguntaba qué era lo que había ido buscando cuando me metí allí y entonces no daba con la respuesta exacta. Ahora estoy segura de que yo padecía una peligrosa necesidad de castigarme. ¿Por qué debía castigarme? Eso es lo que se me escapa. Tal vez por no ser capaz de encontrar el camino de la felicidad. Tal vez porque yo buscaba el equilibrio en una rutina de exigencias y culpas que, en la infancia, había constituido la esencia de mi educación. En fin, todo esto hoy día es agua pasada.

Aquella tarde entró Mánol con una bolsa de plástico.

—Vamos, Terés, desnúdate, tenemos poco tiempo.

—¿Qué ocurre? —pregunté mientras me quitaba la ropa.

Mánol sacó de la bolsa unas cadenas de hierro.

—Acércate al ventano. Dame las manos.

Mientras él enrollaba la cadena en mis muñecas y la sujetaba con un candado, la rubia platino llegaba cargada con la escalera que había en el patio. Mánol subió a ella y la rubia platino le dio el extremo de la cadena. Mánol la pasó por los barrotes del ventano. Tiró de ella y me levantó los brazos hasta dejarme completamente estirada. La rubia platino me separó las piernas y me encadenó los tobillos a las argollas de la extraña trampilla. Entonces comprendí para lo que servía realmente aquella plancha de hierro atornillada al suelo.

Mánol volvió a tirar de la cadena que aprisionaba mis muñecas hasta que sólo pude apoyarme en la punta de los pies.

—Mánol, estoy muy incómoda, además me duele.

—¡Cállate! Verás, al tipo que va a entrar ahora le he dicho que estás castigada. Que te he dado un buen escarmiento porque me has robado. No veas cómo se ha puesto, se le ha hecho el culo cocacola. Me he puesto duro pero al final «he accedido» a que tuviera la sesión contigo.

—Pero, Mánol...

—Que te calles, que yo sé lo que hay que darles a éstos. Y a ti también —añadió.

Mientras la rubia platino sacaba la escalera de la habitación, Mánol empezó a sobarme el coño. La incómoda postura me tenía inmovilizada, si doblaba las piernas me quedaba colgada de las muñecas. Mánol, seguía sobándome.

—¿A que te gusta estar así? —decía—. Disfrútalo. Terés, tú eres de las que pagarían por que les hicieran esto, no me vengas ahora con hipocresías.

—¡Ah! ¡El pelo! —dijo de pronto. Me soltó la pinza y me revolvió el pelo. Luego cogió el tarro de vaselina y me lo pringó cuanto quiso.

—Así —dijo—. Con el aspecto un poco sucio parece que llevas más tiempo.

La rubia platino volvió a entrar con una botella de agua. Mánol me la acercó a los labios.

—Bebe.

—No tengo sed.

Entonces Mánol me dio un fortísimo manotazo en la cabeza.

—¡Bebe, coño, que no puedo estar aquí toda la noche!

Bebí el litro y medio de agua en menos de cinco minutos.

Antes de salir, Mánol se acercó a mí y me cogió por la cintura. Me apretó con fuerza contra él y volvió a explorarme el coño con sus movimientos expertos. Yo no quería, me asqueaba el contacto de su mano y toda aquella situación se me hacía disparatada. Sin embargo, en aquellas condiciones no podía luchar contra él. Mi sexo me traicionó y empezó a palpitar.

—¿Ves cómo te gusta esto? Te gusta más que a los que pagan —me susurró al oído.

Seguía sobándome, tomando mi clítoris entre sus dedos, frotando, pellizcando.

—Estás encadenada —me susurraba—, estás castigada. Te van a azotar.

Un orgasmo implacable me sacudió por completo. Tuve la sensación de que una culebrilla de electricidad había reventado dentro de mi cuerpo. Mánol me retuvo en sus brazos hasta que conseguí enderezarme.

—Ahora quieta y buena chica —dijo alejándose.

Antes de irse cogió el cabo de cadena que colgaba del ventano y me lo enroscó en el cuello. Después me cubrió con la colcha de la cama.

—Así estás incluso más atractiva —dijo cerrando la puerta.

Es posible que transcurriera una hora hasta que la puerta volvió a abrirse. Durante ese rato no dejé de pensar en la maldita facilidad que tenía aquel proxeneta para arrancarme un orgasmo. Lo lograba tan sólo pronunciando sus palabras mágicas. Palabras que parecían tener vida propia y que se estrellaban en mi imaginación como los cristales de aquel caleidoscopio roto que recordaba haber visto de niña. Sin embargo, qué distinto resultaba todo en la realidad. Creo que fue entonces cuando descubrí el secreto. Un novio convencional jamás hubiera pronunciado aquello y de haberlo hecho, yo se lo hubiera reprobado sin dejarme arrastrar por sus palabras. Si el sevillano me hubiera dicho cosas así, no hubiera conseguido conmoverme porque el miedo a que comprobara el efecto que me causaban esas ideas me lo hubiera impedido. Sin embargo, a los ojos de Mánol yo no tenía nada que perder, al contrario. Ése era el truco; la vergüenza a ser descubierta, el miedo a ser despreciada por desear cosas humillantes resultaba ser el arma que se volvía en mi contra sin que yo misma me diera cuenta. Si yo me enamorara tendría que ser de un hombre que respetara mis estúpidas fantasías, me dije, yo haría igual con las suyas. A fin de cuentas sólo se trata de un juego de la imaginación, seguía pensando. Seguro que hay hombres normales que lo entienden; no es preciso que se trate de un asqueroso como Mánol, otros pueden aceptarlo con naturalidad sin que tengan la naturaleza de hiena que tiene este ordinario. Esto me lo repetí profundamente convencida en aquellos instantes. Hoy en día, que sé más de todo, no ha cambiado mi opinión. Tan sólo pediría perdón a las hienas por haberlas comparado con Mánol.

Mis ganas de orinar iban en aumento, el agua había hecho su efecto. Además, resultaba terrible soportar esa posición. Yo suponía que eso era lo peor, no imaginaba lo que en realidad me esperaba.

El cliente de aquella noche era un hombre de voz ronca. No le vi de frente en ningún momento. Sé que era más alto que yo, que llevaba barba, que era moreno y que olía mal. Me retiró la colcha como quien desenvuelve una corbata de regalo. Estuvo mucho rato atusándome el pelo que Mánol había ensuciado con tanto esmero. Al fin habló:

—Has tenido suerte, seré yo quien te dé tu merecido. Otro cualquiera sabe Dios lo que te hubiera hecho. No quiero hacerte mucho daño, mi intención es más que nada humillarte para que aprendas lo que se puede hacer y lo que no. Tienes que aguantar el castigo con valentía. Piensa que esto te purifica, Terés.

Yo suponía que el muy gilipollas se tiraría diciendo bobadas un rato, que después se empalmaría, me follaría, tal vez por el culo pues el asunto no estaba fácil, y que al fin se largaría sin más. Otra cosa no podía hacerme ni pedirme, así, inmovilizada como yo estaba. Mis ganas de orinar se hacían insoportables, la postura cada vez me resultaba más incómoda, no estaba segura de aguantar de puntillas pero, todavía, mi auténtica preocupación era que Mánol se acordara de venir a soltarme cuando el tipo se marchara.

La cosa cambió de color cuando vi que me rellenaba la boca con un trapo enorme que me quedó colgando por la barbilla y después lo apretó entre mis labios con una cuerda que me ató a la cabeza.

—No soporto los lamentos de una mujer —dijo con emoción en la voz.

Ahí fue cuando empecé a atar cabos y a sospechar lo que en realidad me esperaba.

Todavía estuvo un rato acariciándome la cabeza, pidiéndome que tuviera serenidad, que pensara que a través del castigo las mujeres comprenden su verdadera misión. Que yo podía limpiar mi alma de impurezas a través del dolor. Luego extendió sobre mis nalgas un producto que me enfrió y me escoció la piel. No sé qué sería, tal vez un desinfectante concentrado. Ya no me quedaban dudas sobre lo que pretendía hacer conmigo. Mi angustia se hizo intensa.

El tipo empezó a acariciarme el cuerpo con una vara muy fina. Me la puso delante de los ojos.

—Mírala bien. Es ella quien va a enseñarte.

Está loco perdido, pensé cada vez más horrorizada.

De pronto se agachó y me palpó la entrepierna con insistencia. Después me introdujo, tan hondo como pudo, un consolador enorme por el ano. Sentí un dolor fuerte. Lo que sucedió a continuación fue que me azotó las nalgas causándome un sufrimiento aniquilador.

Ya no fui capaz de contenerme y me oriné.

Al verlo me sacó el consolador y me dijo:

—Ten fortaleza, mujer.

Se frotó las manos con mis orines, y tal vez algo más, preso de una gran excitación. Luego volvió a meterme el consolador por el ano y siguió azotándome.

No me quedaban fuerzas. Mi cuerpo colgaba de las muñecas como una bayeta vieja. Debí de desmayarme. Ignoro si aquel fantoche hizo algo más conmigo, no he conseguido recordarlo.

Cuando me recuperé, la rubia platino me estaba humedeciendo la cara con un trapo mojado. Me habían acostado en la cama. Mánol recogía las cadenas y las volvía a meter en la bolsa. Al verme con los ojos abiertos dijo con su sorna característica:

—Tranquila, Terés, ya se ha marchado.

—La que va a marcharse ahora mismo soy yo —dije haciendo un esfuerzo por incorporarme.

A Mánol se le heló la sonrisa.

—No digas tonterías y procura tranquilizarte.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónMarzo 2005
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