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Las vacaciones de Terés

Capítulo XIII

Ana María Martín Herrera
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La experiencia de esa noche se mantiene en mi memoria tan nítida que no parece que haya transcurrido el tiempo. Mánol me dijo que me vistiera con sencillez.

Sobre las diez entró en mi alcoba un hombre joven, tendría treinta años. Era de mi estatura. Llevaba vaqueros y una camisa de cuadros de color marrón. Me saludó con un «buenas noches» que me sorprendió. Creo que fue el único que utilizó una fórmula convencional para iniciar la sesión. Se sentó frente a mí y sonrió. Tal vez mi gesto fue distante al principio. Me dijo con acento de Sevilla:

—Ya sé que no está permitido besarla en la boca.

Esas normas de comportamiento con las que Mánol pretendía insuflar «clase» en su negocio me resultan ahora incluso absurdas.

—No —contesté—. Es una medida de higiene que también le conviene a usted.

Sus modales educados me hicieron hablarle igual que si estuviera tratando con uno de los clientes de mi empresa.

—Llámeme de tú si quiere. Yo a usted le llamaré como prefiera —dije en el mismo tono.

—Te llamas Terés, ¿verdad?

—Sí, claro.

—Suena raro. Bueno, llámame de tú, Terés. Ven aquí, siéntate —dijo dándose una palmada en los muslos.

Me senté sobre él con una actitud que quiso ser provocadora. Con las piernas abiertas me acomodé sobre sus muslos. Él me acarició el pecho suavemente, apenas un roce. De pronto me pasó con delicadeza la yema de sus dedos por la cara. Me avergonzó aquel gesto cariñoso, él se dio cuenta y sonrió. Me desabrochó la camisa con la ternura de un adolescente enamorado. Esos modales me apabullaban porque yo no sabía de qué forma debía responder. Para colmo el muchacho me estaba gustando y eso me volvía tímida, me dejaba torpe. Me besó los pezones y los retuvo entre sus labios. Mientras los lamía sus manos me ceñían la espalda, me oprimían suavemente hacia él. Yo le dejaba hacer pasivamente porque no se me ocurría qué inventar para gustarle y temía que una iniciativa equivocada por mi parte lo interrumpiera. No lo pensé, sólo me dejé llevar de lo que sentía y rodeé su cuello con mis brazos. Le besé en la cara, después en la cabeza y en el cuello. Él frotó su mejilla contra mi pecho. Se comportaba de una manera muy afectuosa y, a la vez, verdaderamente erótica. Todos sus movimientos estaban revestidos de sinceridad, de franqueza. Yo me encontraba demasiado confundida para ponerme cachonda. Por primera vez en todos aquellos días la imagen de Charli me vino a la mente. Pensé con amargura que en los dos años que habíamos estado juntos, y a pesar de lo mucho que habíamos follado, no existía en nuestra relación un momento tan lento, tan delicado como el que estaba viviendo ahora con aquel extraño.

—En la cama estaremos más cómodos —me susurró al oído.

Me miraba a la cara mientras yo lo desnudaba. Estábamos tumbados cuando él me soltó el pasador del pelo. Mi cuero cabelludo estaba muy dolorido a consecuencia de tantos tirones un día tras otro y me quejé cuando intentó ahuecarme el pelo.

—¿Te he hecho daño? —preguntó extrañado.

—No, claro que no.

Le sorprendió ver mi pubis afeitado, lo noté a pesar de que no hizo ningún comentario. Me puse encima de él. El sevillano cerró los ojos. Está pensando en otra tía, supuse.

Yo me movía despacio. Podía sentir su placer. Él, sin abrir los ojos, apoyó las manos en mis muslos. Creo que en mi vida me he movido de una forma tan seductora, tan incitante. Su bienestar me enorgullecía. Gimió al correrse y me cogió por la cintura enardecido a la vez que apretaba su cuerpo contra el mío. Quedó exhausto, vencido sobre la cama. Yo misma le retiré el condón y le besé en la polla, que ya tenía casi flácida. Deseaba tumbarme junto a él y abrazarlo pero no me parecía lo propio. Fue él quien abrió los ojos y me tendió los brazos. Me aprisionó contra su costado como si fuera su novia.

—¿Quieres que te dé un masaje? —le dije.

—¿Sabes hacerlo?

—Puedo intentarlo —contesté. Le extendí sobre la espalda la crema que yo usaba para la cara. El bienestar le hacía respirar profundamente.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije.

—Pregunta —contestó amodorrado.

—A ti no te gusta hacer cosas raras, ¿por qué has venido aquí?

—Es que a mí me pasa como a las tías, si no me atrae la persona que tengo enfrente, no me pongo —dijo sonriendo levemente.

—Pero tú no sabías si yo te iba a gustar.

—No es cierto. Te conocí una noche que entré con un amigo a tomar una copa y estabas con ese chulo. Me apeteció follar contigo.

—¿Así sin más? —pregunté profundamente halagada.

—Mira —dijo—, yo cuando era muy joven iba con mi padre a un burdel que había cerca de Triana. Era nuestro secreto de hombres. Ya me pasaba lo de ahora, mi padre se ponía negro y me llamaba tiquismiquis porque sólo me gustaban algunas. Ahora está tan cascado que no puede ni moverse pero a mí me dejó en herencia la costumbre de ir de putas. Nunca he pensado que fuera malo, tal vez es debido a que me enseñó a hacerlo mi propio padre.

—¿Puedo preguntarte otra cosa? —dije masajeando con fuerza sus hombros.

—Puedes preguntar lo que quieras, mientras me hagas esto soy tu esclavo.

—¿Estás casado?

—Tengo novia.

—¿Y ella sabe que vienes a estos sitios?

—No, no lo sabe. Sería un desastre si se enterara. De todas formas, no lo hacía desde que la conocí. Ahora está en Holanda, lleva allí seis meses y, ya sabes, se hace cuesta arriba vivir solo.

—¿Y qué hace en Holanda tanto tiempo?

—Tiene un contrato de trabajo por dos años. Es una tía inteligente, consiguió el puesto, y eso que lo habían solicitado muchos.

—¿Y no te jode estar sin ella?

—Pues sí, me jode, pero qué le voy a hacer. También ella se aguanta cuando yo estoy de guardia los domingos.

—¿Tendrás ganas de que pasen estos dos años, verdad?

—Muchas. Cuando mi niña vuelva nos iremos a vivir a Sevilla y allí compraremos una casa guapa. Incluso hemos pensado en casarnos. Los viejos se llevarían una alegría.

Me entristecía hasta el ahogo que él no quisiera saber de mí, que no le intrigara mi vida privada, que no me preguntara por lo que yo pintaba allí. Tenía los labios entreabiertos y los ojos cerrados. Le besé en la mejilla como si fuera un crío.

—Necesito que alguien me haga un favor —susurré de pronto en su oído.

Él me miró sorprendido.

—No hables alto —le pedí—, me buscarías la ruina.

No me libraba del miedo a que de alguna forma Mánol estuviera oyendo lo que decíamos.

—¿Qué te sucede? —preguntó en voz muy baja, siguiendo mi juego.

—Necesito que alguien me envíe una carta desde Palencia.

—¿Y tiene que ser desde Palencia? —exclamó asombrado.

Entre besos, caricias y susurros le dije que necesitaba recibir una carta de mi madre anunciando algo que me obligara a viajar de inmediato, a reunirme con mi familia.

—Lo que sea —le dije—, que ha fallecido un pariente o que alguien está enfermo. Ahora no se me ocurre nada, cualquier cosa de esas que suceden repentinamente.

Le dije mi nombre y mis apellidos. Él se quedó pensativo durante un rato. Seguramente lo que le impedía comprometerse era que el sobre debía llevar un matasellos de Palencia.

—Pero, chiquilla —dijo al fin—, yo me marcho el sábado a Sevilla, los viejos me están esperando. Tú dirás cómo lo hago.

—Claro, tienes razón —contesté.

Todavía estuvimos un rato abrazados, tendidos en la cama como si fuéramos dos personas normales que se quisieran. Cuando nos despedimos me dijo que había estado muy a gusto. En el último momento le dije que si lo deseaba podía darme un beso en la boca.

—No es necesario, Terés. Si te lo he preguntado ha sido porque al entrar no se me ha ocurrido otra cosa mejor. No quería ponerte en un compromiso. Te agradezco lo amable que has sido conmigo.

Ya se marchaba cuando de pronto dio la vuelta.

—Oye, niña, tú sales de viaje y vas por ahí, ¿verdad?

—A veces —contesté confundida.

—Seguro que cuando llegas a una ciudad visitas su catedral.

—Sí... algunas veces.

—Y cuando entras a una catedral ¿por dónde lo haces? ¿por el campanario?

—No... por la puerta, claro —respondí aún más perpleja.

—Pues eso, niña. A ti que te entren por la puerta, igual que se entra a las catedrales. ¿Me comprendes?

—No.

—Da igual. De todas formas la frase no es mía, se la he copiado a un compañero.

Después sonrió y se marchó. Y yo me quedé con los labios entreabiertos y el corazón anhelante, hecho papilla.

Aquella noche tampoco pude dormir. Seguí haciendo planes, pensando en mi futuro. Decidí, entre otras cosas que, por mucho que me lo rogara, jamás volvería con Charli, y que nunca más me enamoraría de un papanatas. Sólo si en mi vida se cruzaba alguna vez un hombre como ese sevillano, yo me decidiría a vivir una historia de amor. Ni siquiera sabía su nombre. No era especialmente guapo ni era alto pero se estaba muy bien a su lado.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónFebrero 2005
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