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Las vacaciones de Terés

Capítulo X

Ana María Martín Herrera
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Por pri­me­ra vez desde mi lle­ga­da, aque­lla noche no pude dor­mir. El ver­da­de­ro mo­ti­vo no era que es­tu­vie­ra do­lo­ri­da ni que el re­cuer­do de lo que había su­fri­do ape­nas poco antes me lle­na­ra de rabia. No puedo decir que no me im­por­ta­ra, pero el tipo se había mar­cha­do y, en el fondo, con no verlo más me daba por sa­tis­fe­cha. Lo que en reali­dad me es­ta­ba ocu­rrien­do era que entre aque­lla ma­ra­ña de sór­di­dos su­ce­sos yo había atra­pa­do un resto de es­pe­ran­za que me per­mi­tía re­co­no­cer­me. No podía dar por malo nada de lo que había ocu­rri­do en los úl­ti­mos días, jus­ta­men­te eso era lo que me había lle­va­do a res­ca­tar la con­fian­za en el fu­tu­ro per­di­da sabe Dios cuán­do. Y lo que se­guía des­te­llan­do en mis ilu­sio­nes con la fuer­za de un re­lám­pa­go era la ab­sur­da de­ci­sión, si se tiene en cuen­ta las cir­cuns­tan­cias en las que me en­con­tra­ba, de com­prar­me un arpa. De­ci­dí ter­mi­nar de in­me­dia­to con el si­nies­tro mon­ta­je en el que me en­con­tra­ba. Com­pra­ría mi arpa con el di­ne­ro que me diera Mánol, el que yo había ga­na­do hasta esa noche. En cuan­to ter­mi­na­ra el mal­di­to mes de agos­to y la ciu­dad re­cu­pe­ra­ra su ritmo, em­pe­za­ría a bus­car una es­cue­la para ma­tri­cu­lar­me en sol­feo. Ade­más, me decía, ya es tiem­po de que mande a hacer pu­ñe­tas a unos cuan­tos ami­gos.

Me juré lar­gar­me de allí en cuan­to des­pun­ta­ra el día pero, al lle­gar la ma­ña­na, mi in­tui­ción me dio un aviso: debía ser cau­te­lo­sa. Lo pensé mejor, era pre­fe­ri­ble man­te­ner con Mánol una ac­ti­tud ra­zo­na­ble. Lo más con­ve­nien­te sería ex­po­ner­le mi deseo ase­gu­rán­do­le que no que­ría cau­sar­le pro­ble­mas y que me que­da­ría unos días más hasta que él en­con­tra­ra a otra mujer que me sus­ti­tu­ye­ra. Le había oído decir tan­tas veces que tenía más mu­je­res de las que podía ocu­par­se (in­clu­so, me había in­si­nua­do que la de­bi­li­dad que sin­tió por mí el pri­mer día le había es­tro­pea­do otros ne­go­cios me­jo­res) que me lo había lle­ga­do a creer. Su­po­nía que al día si­guien­te, todo lo más en dos días, él ha­bría en­con­tra­do a otra, se­gu­ro que a una mejor que yo. Y re­fu­gia­da en esta idea, me dis­pu­se a es­pe­rar la hora de la co­mi­da para ha­blar­le.

—Mánol —le dije con se­re­ni­dad es­tu­dia­da en cuan­to nos sen­ta­mos a la mesa—, no quie­ro se­guir tra­ba­jan­do aquí.

Él apre­tó los la­bios e hizo un gesto por el que com­pren­dí que es­ta­ba es­pe­ran­do mis pa­la­bras. No había duda de que le fas­ti­dia­ba lo que es­ta­ba oyen­do. La rubia pla­tino se le­van­tó y se es­con­dió si­gi­lo­sa­men­te tras la puer­ta que lle­va­ba al pub.

—Oye —me dijo Mánol—, tam­po­co es para tanto. Por dos ti­ro­nes de pelo y una pa­ta­da en el culo no hay que tirar la toa­lla. Otras veces te lo pasas mejor.

Me sor­pren­dió que es­tu­vie­ra tan se­gu­ro de lo que había ocu­rri­do. No podía en­ten­der cómo lo había ave­ri­gua­do. Su­po­nía que el clien­te no se ha­bría de­te­ni­do a con­tar­le lo que había hecho con­mi­go.

—Mánol, es cier­to que no me gustó el tío de ano­che pero, apar­te de eso, quie­ro mar­char­me cuan­to antes.

—Pues tú a él sí, Mari. Me ha dicho que vol­ve­rá.

—Ni se te ocu­rra, es un bes­tia. Es­cu­cha, Mánol: yo me que­da­ré uno o dos días si te hace falta, así ten­drás tiem­po de bus­car a otra.

—Pues pa­re­ce una per­so­na fina. ¿Que en lugar de una pa­ta­da han sido dos? No me ven­gas ahora con re­mil­gos que el «pavo» bien que suel­ta los di­ne­ros.

Mánol ha­bla­ba sólo del clien­te como si no es­cu­cha­ra lo ver­da­de­ra­men­te im­por­tan­te; mi in­ten­ción de mar­char­me. Y, sin yo que­rer­lo, su obs­ti­na­ción me arras­tra­ba al con­ven­ci­mien­to de que no era po­si­ble es­ca­par de allí.

—Mánol, que no vuel­va más ese tío, tengo un dolor que ape­nas puedo estar sen­ta­da.

—Bueno —dijo con­des­cen­dien­te—, no quie­ro que ten­ga­mos malos ro­llos. Si no te ha gus­ta­do ese «menda», no se ha­bla­rá más del asun­to.

En­ton­ces me di cuen­ta de que me es­ta­ba lle­van­do a su te­rreno y el ho­rror a per­ma­ne­cer más tiem­po allí me hizo reac­cio­nar brus­ca­men­te.

—No me gusta ni ése ni nin­guno. ¡Mánol, quie­ro mar­char­me de aquí! ¿Es que no me oyes? —dije casi gri­tan­do para que no tu­vie­ra otro re­me­dio que es­cu­char­me.

—Sí, sí. Te he oído.

Su gesto se vol­vió aba­ti­do. Tosió para acla­rar­se la voz y des­pués me acusó de es­tar­le dando una pu­ña­la­da a trai­ción. Desa­zo­na­do y ca­biz­ba­jo, dijo que se había com­pro­me­ti­do para los pró­xi­mos días, que él siem­pre cum­plía y que a estas al­tu­ras de agos­to no re­sul­ta­ba fácil en­con­trar a otra mujer.

—Por otra parte —si­guió—, al­gu­nos clien­tes se han en­ca­pri­cha­do con­ti­go. Si ahora les pre­sen­to a otra, aun­que las hay por cien­tos que valen más que tú, per­do­na mi fran­que­za Mari, se ca­brea­rán. A mí no me gus­tan estas cosas, yo soy una per­so­na de pa­la­bra. Ade­más —aña­dió aún más de­sola­do—, yo no soy per­fec­to pero me he por­ta­do bien con­ti­go. Ha­bía­mos que­da­do que es­ta­rías aquí du­ran­te todo el mes de agos­to...

Pa­re­cía sin­ce­ro. Mánol me hizo creer que real­men­te tenía en cuen­ta mi opi­nión y de nuevo sentí hacia él un ve­la­do agra­de­ci­mien­to. Me dije que quizá no era tan in­tere­sa­do como yo había su­pues­to y volví a mi­rar­lo con la con­fian­za de los pri­me­ros días. Pero, a la vez, la cris­pa­ción se adue­ña­ba de mí al com­pren­der que aún no podía es­ca­par, que debía es­pe­rar un poco más para en­ca­rar la vida de una ma­ne­ra dis­tin­ta. Me fas­ti­dia­ba mucho que se re­tra­sa­ra el mo­men­to de lle­var a cabo los pla­nes que había con­ce­bi­do la noche an­te­rior.

—Bueno, Mánol, yo te lo digo para que lo sepas. No quie­ro cau­sar­te nin­gún pro­ble­ma, si no hay otro re­me­dio me que­da­ré, pero si exis­te una po­si­bi­li­dad me lo dices y me largo. ¿Vale?

Por mucho que yo qui­sie­ra con­ven­cer­me de que era cues­tión, todo lo más, de aguan­tar las dos se­ma­nas si­guien­tes, desde aquel mo­men­to me sentí en­ce­rra­da con­tra mi vo­lun­tad. En mi al­co­ba re­pa­sé la con­ver­sa­ción y por una parte com­pren­día las ra­zo­nes de Mánol pero por otra la­men­ta­ba ha­ber­me de­ja­do lle­var por su ac­ti­tud y sus pa­la­bras y no haber sido capaz de im­po­ner­me. Las imá­ge­nes de mi co­ci­na, mi co­me­dor, mi cuar­to de baño se re­pre­sen­ta­ban pla­cen­te­ras en mi mente y los de­seos de dor­mir en mi casa eran más con­tun­den­tes a cada rato.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónEnero 2005
Colección RSSNarrativas globales
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