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Las vacaciones de Terés

Capítulo IV

Ana María Martín Herrera
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Tres días después, por la tarde, llené una maleta grande con todos aquellos trapos que nunca me había atrevido a lucir y otros cuantos más que había comprado rebajados el día anterior. Antes de salir de casa eché una última ojeada a todo y mi vista se detuvo en la estantería. Tal vez disponga de tiempo libre por la mañana, pensé. Al azar tomé dos libros de canto estrecho y los guardé en el bolso.

En la esquina esperé que pasara un taxi libre. Acudí a la dirección que me había dado Mánol, que no era sino la calle paralela a la de la entrada del local. Ambos lugares, la vivienda baja en la que estuvimos el primer día y Doñana, se comunicaban a través del patio. Llegué antes de la hora convenida y Mánol ya me estaba esperando. Cogió mi maleta y mi bolso y me dijo que diera la vuelta y entrara en el pub.

Yo no iba bien arreglada. Me había vestido como quien se marcha de vacaciones, con los vaqueros y una camiseta. Me acerqué a la barra y saludé cohibida a la rubia platino. Ella no contestó. Me quedé esperando sin saber qué hacer.

—Oye, nena —me dijo la rubia con aire despreciativo después de un rato—, intenta cambiar esa expresión. Pareces «Campanilla».

—Tú déjala —contestó Mánol que llegaba en ese momento—, que Terés se venderá bien con su pinta de boba.

Luego me guiñó un ojo y me invitó a sentarme con él junto a una de las mesas. La rubia platino sonrió dócilmente.

No trabajé aquella noche, permanecí sentada al lado de Mánol. Él me hacía levantarme a cada rato para recoger las bebidas que la rubia dejaba sobre la barra. Durante horas desfilaron por el local hombres que paraban un rato, tomaban una copa y después se iban. Yo adivinaba que Mánol estaba satisfecho con su nueva mercancía, quiero decir, conmigo.

De lo que no hay duda es de que, si no puedo culpar a Charli de aquello, tampoco puedo culpar a Mánol. Hay algo que hasta el día de hoy me he resistido a recordar. Y es que una indiscutible sensación de orgullo me embargaba al saberme deseada. La idea de que alguno de aquellos hombres soltara unos cuantos billetes, tal vez muchos, por pasar un rato conmigo colmaba mi soberbia. Al pensarlo me sentía valorada y crecida. Qué mayor prueba podía existir de que yo era una mujer de las que hacen soñar. Y a qué será debido, pensé, que en la vida cotidiana, la de verdad, siempre creo que soy yo quien debería pagar a la gente que se interesa por mí.

Mánol me presentaba a los hombres diciendo que mi nombre era Terés y que yo no conocía las mañas del oficio. «Con ésta habrá que tener cuidado», decía.

Su tono se volvía tan socarrón que hacía que me sintiera incómoda, pero yo ya no estaba dispuesta a dar marcha atrás ni a renunciar a que los hombres pagaran por estar conmigo. Al parecer, algunos de los que conocí aquella noche solicitaron después mis servicios; sin embargo, al verlos en la alcoba no conseguí recordarlos. Aun cuando fingía indiferencia, estaba tan atenta a la forma en que me miraban que el aspecto que presentaba cada cual puede decirse que me pasó desapercibido. Cada uno me estudiaba con un gesto distinto. Se adivinaba un deseo impetuoso en muchos de ellos y mi soberbia iba en aumento.

Eran las cinco de la mañana cuando Mánol decidió cerrar y me permitió ir a dormir.

—De momento, tienes trabajo para las diez próximas noches, Mari. No ha ido mal —dijo— y eso que yo tenía miedo. No lo puedo evitar, actúo movido por los sentimientos y eso no siempre da buenos resultados.

Lo decía dando a entender el favor que me había hecho, arriesgándose a incluirme en su negocio, sin saber el «tirón» que yo pudiera tener con los hombres.

Con las primeras luces del día, el patio me pareció un inmenso pozo atrapado sin remedio entre sus cuatro muros limpios de ventanas. Mirar hacia arriba producía agobio. Los muros tenían la altura de los cinco pisos que alcanzaban los inmuebles. Solo existía, en la pared de la derecha, un ventanuco rectangular protegido con barrotes que quedaba por encima de nuestras cabezas. Me fijé en él porque distraída tropecé con una escalera de mano que estaba al lado.

—Este perigallo siempre está donde menos falta hace —comentó Mánol refiriéndose a la escalera.

En seguida comprendí que el ventano del patio era el que daba a mi alcoba. Mánol cerró con llave al marcharse.

A pesar de la incertidumbre que me producía imaginar que a la noche siguiente yo sería una auténtica puta, me quedé profundamente dormida nada más meterme en la cama. Tal vez fue debido a las cervezas que había tomado.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónAgosto 2004
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