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Las vacaciones de Terés

Capítulo III

Ana María Martín Herrera
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Atravesamos una puerta que yo no había visto al principio porque con la tapicería quedaba disimulada. Tras ella había un pasillo que desembocaba en un patio. Estaba oscuro y esa noche no pude observarlo con detalle. No era demasiado amplio, distinguí unas cuantas macetas. En el extremo del patio había otra puerta por la que entramos. Mánol cerró con llave y dio la luz. Llegamos a una habitación que tenía en el centro una enorme cama con un cabecero de barrotes. El espacio era amplio pero resultaba abigarrado con la mesa, los sillones, la cómoda y la gran alfombra que cubría el suelo. Había un pequeño frigorífico junto al armario y un cuarto de baño que estaba separado por una cortina.

—Escucha —me dijo—, no me importaría que te quedaras aquí. Si, como dices, tu familia cree que vas a marcharte de vacaciones por Europa y no quieres que nadie te descubra, podrías estar «secuestrada» en este lugar durante el mes de agosto. Si aceptas trabajar de una forma «especial», yo no tengo inconveniente en que uses esta habitación. Al final, te descontaría cien mil por la cama y la comida. Por mi parte no te faltará de nada, ya te digo que sé cuidar de mis chicas.

Mánol insistía en la misma idea.

Debo reconocer que todo eso me acobardaba pero, a la vez, me sentía más complacida a cada rato.

Me fijé en la plancha de hierro que estaba en el suelo, justo debajo de una ventana pequeña y rectangular que constituía la única ventilación de aquella alcoba. La plancha a primera vista parecía la puerta de una trampilla, pero observé que estaba atornillada y que de dos de los vértices sobresalían unas argollas. Mánol se dio cuenta de que yo me estaba fijando en aquello.

—No sé qué es —dijo—, está aquí desde que llegué. Seguramente, antes de que rehabilitaran el edificio lo usaban para llegar a los sótanos y comprobar la humedad de los cimientos.

Era cierto, la casa debía de ser muy antigua. Sin embargo, la explicación de Mánol ni la entendí ni me convenció; lo que parecía una trampilla estaba superpuesto en el suelo y no se veían goznes. Pero en aquel tiempo yo, si no entendía algo, silenciaba mis dudas para no dar la impresión de ser torpe.

—Bueno, Mari —dijo Mánol—, desnúdate.

Súbitamente, me invadió la vergüenza. Él lo notó y puso los ojos en blanco. Rápidamente obedecí para demostrarle que no era una ñoña y, sobre todo, porque comprendí que aceptar ese principio era fundamental para cumplir lo que me había propuesto.

Cuando estuve desnuda me examinó el cuerpo como lo hubiera hecho un médico forense. Luego me desbarató el peinado; lo hizo mecánicamente y esta vez me recordó a la muchacha que estaba de aprendiza en la peluquería a la que yo solía acudir. Al ver mi melena suelta emitió un tenue gruñido que, sin duda, fue de aprobación. Su actitud se volvió brusca de repente y, atrapando mi pelo en su mano, tiró y me medio arrastró hasta tumbarme sobre la cama. Yo le dejé hacer sin resistirme, sin decir nada. Me obsesionaba no mostrar nerviosismo ni miedo y dar la supuesta talla que debía alcanzar para que me diera el trabajo. Pero no hay duda de que estaba confiando en él, mi voluntad ya estaba apresada en la suya; de no ser así, no hubiera podido aceptar como normal ese trato. Siguió examinándome y manoseándome. No sabría describir aquella sensación; tal vez fuera la misma que experimentaría un perro de lanas ante un veterinario que le busca un sarpullido en la piel. Me pellizcó los pezones con saña, no pude evitar un gemido. Luego me separó las piernas y me abrió el sexo con sus manos pequeñas de dedos extrañamente delgados. Lo miró y enseguida empezó a palparlo, como si quisiera aprenderlo de memoria.

—No lo tienes feo, Mari —me dijo, y su sonrisa era tierna—. Ahora agárrate a los barrotes —me ordenó— y no los sueltes.

Entonces, me aprisionó el clítoris entre sus dedos y lo frotó. Apretaba lo justo para que sin hacerme daño me embargara un fuerte temor a que me lo arrancara. Tiraba de él y lo aplastaba.

—Imagina que no puedes moverte —dijo.

Con una mano lo sujetaba firme y con los nudillos de la otra lo friccionaba suavemente. El placer me dominó. Apretaba cada vez más fuerte y yo deseaba que aún apretara más. El calor se volvió intenso y rompí a sudar. Escuché mi propio jadeo.

Cuando quise reaccionar sólo existía para mí el contacto de sus manos. Sentí mi clítoris zarandeado y desvalido como si fuera un cordero a merced de una jauría. No me importaba nada en aquel instante, ni limpiarme la baba que calentaba mi mejilla ni sujetar las ventosidades que se escaparon de mi cuerpo.

—¿No crees que si estuvieras atada te gustaría más? —me susurró Mánol de pronto.

Era tan cierto lo que Mánol sospechaba que simplemente al imaginarlo mi cuerpo se vio sacudido por el orgasmo más fuerte que había conocido en mi vida. De mi garganta escapó un gemido largo que acabó en un grito.

Aquello fue definitivo para que yo, sin hacerme preguntas, me sometiera a la voluntad de aquel hombre.

No fue tan extraño. Se trataba de alguien con apariencia segura y poderosa. Me había tratado con dominio, cosa a la que yo estaba acostumbrada, pero, además, él lo hacía con una ternura protectora que me convertía en una niña. Mánol había destapado un mundo privado de sensaciones delirantes que sin duda ya existía, pero que yo sola jamás me hubiera atrevido a buscarlo dentro mí. Es muy fácil para una persona desamparada, como yo me sentía entonces, dejarse llevar hacia cualquier parte por alguien que parece saber de todo; así se sortea el laberinto de meditar las propias decisiones. Supongo que igual le debe ocurrir a una mosca atolondrada cuando se zambulle en un tazón de leche del que ya no sabrá salir.

—Tú no necesitas dinero —me dijo Mánol según salíamos—. Lo que te pasa es que eres masoca, Mari. No te cortes, así hay mucha gente. De todas formas, a mí eso me da igual. Ya sabes, si decides seguir adelante, me tienes a tu disposición. ¡Ah!, procura usar sujetador, para quitártelo siempre hay tiempo. Por cierto, se me ha olvidado tu nombre, ¿cómo era?

—Patricia.

—Patricia —repitió con ironía—. Pues tienes toda la pinta de llamarte Terés.

En su tono había un incomprensible tinte de burla.

Una vez en casa quise repasar despacio lo ocurrido aquella noche y no me sentía capaz. Yo creo que fue la aparente ternura de Mánol la que, al recordarla, me hizo derrumbarme. Sollocé amargamente durante mucho tiempo. Llamé a Charli. Saltó el contestador.

—Charli, coge el teléfono por favor —dije llorando.

Estaba segura de que me escuchaba. Pero Charli no contestó. Tal vez la pija Eugenia se encontraba a su lado.

A la mañana siguiente se había apoderado de mí una intensa desgana hacia todo. Era la hora de cenar cuando me levanté aquel domingo.

Faltaban diez días para que comenzaran mis vacaciones. La idea de sufrir día tras día esa laxitud que me dejaba inútil se me hacía más que tediosa. Me juré a mí misma que iba a cumplir lo que me había propuesto. En aquellos instantes ése era el único aliciente que me ofrecía la vida. Si pensaba en cualquier otra cosa, me sentía atrapada en un túnel sin camino de regreso. No hay nada que perder, me dije una y otra vez.

El día 28 de julio volví al tugurio Doñana para decirle a Mánol que contara conmigo.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónJulio 2004
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