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Bar de estación

Esteban Lijalad
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaUna estación del Gran Buenos Aires

Lla­mar­se León Ka­plansky, ser blan­co, casi le­cho­so y lleno de pe­que­ñas pecas, cal­zar len­tes, ca­mi­nar lento y con los pies abier­tos y ser bas­tan­te gordo, eran ra­zo­nes más que su­fi­cien­tes para su­po­ner que en el Bar de la es­ta­ción lla­ma­ría in­me­dia­ta­men­te la aten­ción. Pero mi buen amigo León, cu­rio­so e in­ge­nuo fo­tó­gra­fo do­min­gue­ro, solía des­co­no­cer las se­ña­les de pe­li­gro.

Había to­ma­do un tren cual­quie­ra y se había ba­ja­do en un rin­cón al azar de lo que en la jerga es el GBA, el Gran Bue­nos Aires, el Co­n­ur­bano, el subur­bio: José Már­mol, Ra­fael Cal­za­da o El Tro­pe­zón, qué im­por­ta.

Eran las cinco de la tarde de un do­min­go de par­ti­do y los mu­cha­chos es­ta­ban en el bar, es­cu­chan­do la radio, gri­tan­do a cada ju­ga­da de ata­que, rien­do, go­zán­do­se unos de otros cuan­do había un gol, un ex­pul­sa­do o un tiro libre.

En eso, entró el gor­di­to, car­ga­do con cá­ma­ras, len­tes y car­te­ra col­gan­te. Un es­pé­ci­men. Un ab­sur­do con­tras­te (ejem­plar ur­bano de clase media con hobby de fo­tó­gra­fo, sólo en un do­min­go de sol, en­tran­do en un bar de subur­bio, os­cu­ro, olien­do a pizza y ham­bur­gue­sa, ha­bi­ta­do por una barra ex­ci­ta­da).

Se sentó en la mesa de la ven­ta­na, mi­ran­do el pai­sa­je de cha­pas oxi­da­das, vías, vie­jos car­te­les de pu­bli­ci­dad anun­cian­do cur­sos o vinos de mar­cas ig­no­tas, gomas vie­jas, un carro sin ca­ba­llo, un muro, unas ca­si­llas fe­rro­via­rias, una es­pe­cie de huer­ta mal aten­di­da, cal­zo­nes y re­me­ri­tas de co­lo­res se­cán­do­se al sol. Bus­ca­ba algún mo­ti­vo para su serie «Tre­nes».

Pidió un café, be­bi­da ex­tra­ña en aque­llos pa­ra­jes donde reina el mate y en los bares solo se gasta en cer­ve­za, vino o ga­seo­sas.

Le die­ron un lí­qui­do negro, tibio, re­ca­len­ta­do. Lo tomó con re­sig­na­ción, ya arre­pen­ti­do por ha­ber­se atre­vi­do a en­trar en el bar y preo­cu­pa­do por­que en­con­tró unas mi­ra­das de com­pli­ci­dad que se cru­za­ban unos y otros, de una punta a otra del salón.

La pri­me­ra mi­gui­ta le pegó en la oreja. No se dio por en­te­ra­do, in­tere­sán­do­se vi­va­men­te por la vista que le ofre­cía la ven­ta­na. Aco­mo­dó al­gu­nas cosas, apuró la taza con el lí­qui­do ame­na­zan­te y se dis­pu­so a pagar y salir de allí.

La se­gun­da fue como un obús. Im­po­si­ble ig­no­rar­la. Miró con gesto de asom­bro y des­pre­cio, bus­can­do la mano del cul­pa­ble. Re­co­rrió, desa­fian­te, las mesas del bar. A me­di­da que iba en­con­tran­do mi­ra­das va­cías y al­gu­na risa con­te­ni­da, em­pe­zó a pla­near la res­pues­ta. Mi­ra­ría hacia la calle, es­pe­ran­do otra mi­gui­ta. Sin que nadie lo no­ta­se, abri­ría la car­te­ra col­gan­te. Sa­ca­ría la Bersa 22 y allí co­men­za­ría la fies­ta. Pri­me­ro apun­ta­ría con calma a aquel pe­ti­so que son­reía ca­cha­dor, le ti­ra­ría entre los ojos mien­tras los otros au­lla­rían de sor­pre­sa. Los ma­ta­ría uno por uno, sa­bien­do que el te­rror los pa­ra­li­za­ría, dán­do­se tiem­po para apun­tar. Uno, al co­ra­zón; otro, a la ca­be­za. Las pe­que­ñas 22 en­tra­rían en esos cuer­pos sin de­ma­sia­do es­cán­da­lo: la san­gre no cho­rrea­ría por el piso, pero los cuer­pos cae­rían uno a uno, des­ar­ma­dos y muer­tos. A los más flo­jos, los que se es­con­de­rían tras el mos­tra­dor, los de­ja­ría para des­pués. Que­ría oír­los gemir de miedo, es­pe­ran­do su final.

Otra miga pegó en su fren­te. Abrió la car­te­ra y tan­teó la pis­to­la, la sacó de un tirón y apun­tó al pe­ti­so.

El es­tó­ma­go se le de­rra­mó por den­tro cuan­do re­cor­dó que la caja de balas es­ta­ba en su mesa de luz, in­tac­ta, sin abrir, que en el apuro por salir, ol­vi­dó car­gar la pis­to­la, que tenía miedo y que los monos ya se le ve­nían al humo y que no qui­sie­ra morir en Ra­fael Cal­za­da, un do­min­go de sol, solo, blan­co y con pecas, lla­mán­do­me Leon Ka­plansky, mamá.

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Copyright ©Esteban Lijalad, 2002
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Fecha de publicaciónAgosto 2003
Colección RSSComplicidades
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