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Liberación

Claudio Zulian
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La cita es en los juzgados nuevos, al mediodía. Los invitados acuden en pequeños grupos presurosos con la ropa calada por la lluvia menuda, se reúnen en el atrio, intercambian saludos y presentaciones. Un gran lucernario matiza de claridad anónima los mármoles blancuzcos, las barandas de aluminio pulido y los tiestos de ficus en los rincones.

Entre los presentes —algunos vestidos con elegancia, otros con esmerado descuido— se va contagiando una alegría provocante. Amigos y allegados de otras parejas miran con algún disimulo y comentan en voz baja. La curiosidad se extrema cuando el ujier llama a los dos hombres que se van a casar. P. y V. se cogen de la mano y entran. El ujier instruye a los novios y a los testigos. La ceremonia comienza.

P. escucha ensimismado. Por los ventanales de la sala su mirada sigue los perfiles de tejados y chimeneas, que enturbia el gris uniforme de octubre. El apartamento que han adquirido juntos tiene taras en el parqué y una grieta en la pared maestra. Además han tenido que hipotecarlo. Aprovechando el traslado, al menos, ha podido obligar a V. a deshacerse de casi todos los roedores, reptiles, peces, gatos y pájaros que llenaban histéricamente su casa.

La jueza lee los artículos nuevos del código civil con orgullosa seguridad. Los cónyuges son iguales en derechos y deberes, tienen que respetarse y ayudarse, y están obligados a vivir juntos y a guardarse fidelidad. Amigos y amigas en las sillas de atrás se intercambian miradas de entendimiento. P. nota en el bolsillo de los pantalones el bulto del cajetín de la alianza. Otra vez distraído recuerda la serpiente bermeja con regulares anillos esmeralda que era el animal predilecto de V. Nunca supo o quiso explicarle su origen. Ya la primera noche —llegaron un poco borrachos y fueron rápidamente a la habitación— le había turbado descubrirla entre toda la fauna que poblaba esa casa. Luego una aversión que creció y se volvió incontenible le había llevado a exigir que la eliminara, amenazando incluso con la separación. Por fin, hace poco, en un ataque de furia la había descalabrado de un tajo. Aún ve las coralinas contorsiones de la bestia y su sangre negra y viscosa.

La ceremonia acaba con felicitaciones mutuas. De nuevo salen al patio marmóreo donde el júbilo se desborda entre fotografías y ramos de flores. P. sonríe y bromea. Su semblante tiene un velo melancólico. Con crispada energía ha impuesto la boda, ha escogido el barrio y la casa, y ha negociado plazos y pólizas. Quizá el viaje que emprendan mañana hacia remotos esparcimientos les traiga una alegría menos trabajosa.

Ya no llueve y sólo una húmeda brisa anima la mañana plomiza. En el umbral de los juzgados el grupo se detiene y discute un momento dónde hacer el primer brindis. Alguien propone el bar cuyo rótulo luminoso destaca justo enfrente. Cuando salen, los policías que guardan la puerta —una mujer y un hombre muy jóvenes— los felicitan.

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Copyright ©Claudio Zulian, 2002
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Fecha de publicaciónMayo 2002
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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