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Doña Perfecta

Capítulo XVII

Luz a oscuras

Benito Pérez Galdós
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La galería era larga y ancha. A un extremo estaba la puerta del cuarto donde moraba el ingeniero, en el centro la del comedor y al otro extremo la escalera y una puerta grande y cerrada, con un peldaño en el umbral. Aquella puerta era la de una capilla, donde los Polentinos tenían los santos de su devoción doméstica. Alguna vez se celebraba en ella el santo sacrificio de la misa.

Rosario dirigió a su primo hacia la puerta de la capilla, y se dejó caer en el escalón.

—¿Aquí?... —murmuró Pepe Rey.

Por los movimientos de la mano derecha de Rosario, comprendió que esta se santiguaba.

—Prima querida, Rosario... ¡gracias por haberte dejado ver! —exclamó estrechándola con ardor entre sus brazos.

Sintió los dedos fríos de la joven sobre sus labios, imponiéndole silencio. Los besó con frenesí.

—Estás helada... Rosario... ¿por qué tiemblas así?

Daba diente con diente, y su cuerpo todo se estremecía con febril convulsión. Rey sintió en su cara el abrasador fuego del rostro de su prima, y alarmado exclamó:

—Tu frente es un volcán, Rosario. Tienes fiebre.

—Mucha.

—¿Estás enferma realmente?

—Sí...

—Y has salido...

—Por verte.

El ingeniero la estrechó entre sus brazos para darle abrigo; pero no bastaba.

—Aguarda —dijo vivamente levantándose—. Voy a mi cuarto a traer mi manta de viaje.

—Apaga la luz, Pepe.

Rey había dejado encendida la luz dentro de su cuarto, y por la puerta de éste salía una tenue claridad, iluminando la galería.

Volvió al instante. La oscuridad era ya profunda. Tentando las paredes pudo llegar hasta donde estaba su prima. Reuniéronse y la arropó cuidadosamente de los pies a la cabeza.

—¡Qué bien estás ahora, niña mía!

—Sí, ¡qué bien!... Contigo.

—Conmigo... y para siempre —exclamó con exaltación el joven.

Pero observó que se desasía de sus brazos y se levantaba.

—¿Qué haces?

Sintió el ruido de un hierrecillo. Rosario entraba una llave en la invisible cerradura, y abría cuidadosamente la puerta en cuyo umbral se habían sentado. Leve olor de humedad, inherente a toda pieza cerrada por mucho tiempo, salía de aquel recinto oscuro como una tumba. Pepe Rey se sintió llevado de la mano, y la voz de su prima dijo muy débilmente:

—Entra.

Dieron algunos pasos. Creíase él conducido a ignotos lugares Elíseos por el ángel de la noche. Ella tanteaba. Por fin volvió a sonar su dulce voz murmurando:

—Siéntate.

Estaban junto a un banco de madera. Los dos se sentaron. Pepe Rey la abrazó de nuevo. En el mismo instante su cabeza chocó con un cuerpo muy duro.

—¿Qué es esto?

—Los pies.

—Rosario... ¿qué dices?

—Los pies del divino Jesús, de la imagen de Cristo Crucificado que adoramos en mi casa.

Pepe Rey sintió como una fría lanzada que le traspasó el corazón.

—Bésalos —dijo imperiosamente la joven.

El matemático besó los helados pies de la santa imagen.

—Pepe —exclamó después la señorita, estrechando ardientemente la mano de su primo—. ¿Tú crees en Dios?

—¡Rosario!... ¿qué dices ahí? ¡Qué locuras piensas! —repuso con perplejidad el primo.

—Contéstame.

Pepe Rey sintió humedad en sus manos.

—¿Por qué lloras? —dijo lleno de turbación—. Rosario, me estás matando con tus dudas absurdas. ¡Que si creo en Dios! ¿Lo dudas tú?

—Yo no; pero todos dicen que eres ateo.

—Desmerecerías a mis ojos, te despojarías de tu aureola de pureza y de prestigio, si dieras crédito a tal necedad.

—Oyéndote calificar de ateo, y sin poder convencerme de lo contrario por ninguna razón, he protestado desde el fondo de mi alma contra tal calumnia. Tú no puedes ser ateo. Dentro de mí tengo yo vivo y fuerte el sentimiento de tu religiosidad, como el de la mía propia.

—¡Qué bien has hablado! ¿Entonces, por qué me preguntas si creo en Dios?

—Porque quería escucharlo de tu misma boca y recrearme oyéndotelo decir. ¡Hace tanto tiempo que no oigo el acento de tu voz!... ¿Qué mayor gusto que oírla de nuevo, después de tan gran silencio, diciendo: «creo en Dios»?

—Rosario, hasta los malvados creen en él. Si existen ateos, que no lo dudo, son los calumniadores, los intrigantes de que está infestado el mundo... Por mi parte, me importan poco las intrigas y las calumnias, y si tú te sobrepones a ellas y cierras tu corazón a los sentimientos de discordia que una mano aleve quiere introducir en él, nada se opondrá a nuestra felicidad.

—¿Pero qué nos pasa? Pepe, querido Pepe... ¿tú crees en el Diablo?

El ingeniero calló. La oscuridad de la capilla no permitía a Rosario ver la sonrisa con que su primo acogiera tan extraña pregunta.

—Será preciso creer en él —dijo al fin.

—¿Qué nos pasa? Mamá me prohíbe verte; pero fuera de lo del ateísmo no habla mal de ti: Díceme que espere; que tú decidirás; que te vas, que vuelves... Háblame con franqueza... ¿Has formado mala idea de mi madre?

—De ninguna manera —replicó Rey apremiado por su delicadeza.

—¿No crees, como yo, que me quiere mucho; que nos quiere a los dos; que sólo desea nuestro bien, y que al fin y al cabo hemos de alcanzar de ella el consentimiento que deseamos?

—Si tú lo crees así, yo también... Tu mamá nos adora a entrambos... Pero, querida Rosario, es preciso confesar que el Demonio ha entrado en esta casa.

—No te burles... —repuso ella con cariño—. ¡Ay!, mamá es muy buena. Ni una sola vez me ha dicho que no fueras digno de ser mi marido. No insiste más que en lo del ateísmo. Dicen además que tengo manías, y que ahora me ha entrado la de quererte con toda mi alma. En nuestra familia es ley no contrariar de frente las manías congénitas que tenemos, porque atacándolas se agravan más.

—Pues yo creo que a tu lado hay buenos médicos que se han propuesto curarte, y que al fin, adorada niña mía, lo conseguirán.

—No, no, no mil veces —exclamó Rosario apoyando su frente en el pecho de su novio—. Quiero volverme loca contigo. Por ti estoy padeciendo, por ti estoy enferma; por ti desprecio la vida y me expongo a morir... Ya lo preveo; mañana estaré peor, me agravaré... Moriré; ¿qué me importa?

—Tú no estás enferma —repuso él con energía—; tú no tienes sino una perturbación moral, que naturalmente trae ligeras afecciones nerviosas; tú no tienes más que la pena ocasionada por esta horrible violencia que están ejerciendo sobre ti. Tu alma sencilla y generosa no lo comprende. Cedes; perdonas a los que te hacen daño; te afliges, atribuyendo tu desgracia a funestas influencias sobrenaturales; padeces en silencio; entregas tu inocente cuello al verdugo; te dejas matar, y el mismo cuchillo hundido en tu garganta te parece la espina de una flor que se te clavó al pasar. Rosario, desecha esas ideas: considera nuestra verdadera situación, que es grave; mira la causa de ella donde verdaderamente está, y no te acobardes, no cedas a la mortificación que se te impone, enfermando tu alma y tu cuerpo. El valor de que careces te devolverá la salud, porque tú no estás realmente enferma, querida niña mía, tú estás... ¿quieres que lo diga?, estás asustada, aterrada. Te pasa lo que los antiguos no sabían definir y llamaban maleficio. Rosario, ánimo, ¡confía en mí! Levántate y sígueme. No te digo más.

—¡Ay! ¡Pepe... primo mío!... se me figura que tienes razón —exclamó Rosarito anegada en llanto—. Tus palabras resuenan en mi corazón como golpes violentos que estremeciéndome, me dan nueva vida. Aquí en esta oscuridad donde no podemos vernos las caras, una luz inefable sale de ti y me inunda el alma. ¿Qué tienes tú, que así me transformas? Cuando te conocí, de repente fui otra. En los días en que he dejado de verte, me he visto volver a mi antiguo estado insignificante, a mi cobardía primera. Sin ti vivo en el Limbo, Pepe mío... Haré lo que me dices; me levanto y te sigo. Iremos juntos a donde quieras. ¿Sabes que me siento bien?, ¿sabes que no tengo ya fiebre?, ¿que recobro las fuerzas?, ¿que quiero correr y gritar?, ¿que todo mi ser se renueva y se aumenta y se centuplica para adorarte? Pepe, tienes razón. Yo no estoy enferma, yo no estoy sino acobardada, mejor dicho, fascinada.

—Eso es, fascinada.

—Fascinada. Terribles ojos me miran y me dejan muda y trémula. Tengo miedo; ¿pero a qué?... Tú solo tienes el extraño poder de devolverme la vida. Oyéndote, resucito. Yo creo que si me muriera y fueras a pasear junto a mi sepultura, desde lo hondo de la tierra sentiría tus pasos. ¡Oh, si pudiera verte ahora!... Pero estás aquí, a mi lado, y no puedo dudar que eres tú... ¡Tanto tiempo sin verte!... Yo estaba loca. Cada día de soledad me parecía un siglo... Me decían que mañana, que mañana y vuelta con mañana. Yo me asomaba a la ventana por las noches a la ventana, y la claridad de la luz de tu cuarto, me servía de consuelo. A veces tu sombra en los cristales, era para mí una aparición divina. Yo extendía los brazos hacia fuera, derramaba lágrimas y gritaba con el pensamiento, sin atreverme a hacerlo con la voz. Cuando recibí tu recado por conducto de la criada; cuando recibí tu carta diciéndome que te marchabas, me puse muy triste, creí que se me iba saliendo el alma del cuerpo y que me moría por grados. Yo caía, caía, como el pájaro herido cuando vuela, que va cayendo y muriéndose, todo al mismo tiempo... Esta noche, cuando te vi despierto tan tarde, no pude resistir el anhelo de hablarte, y bajé. Creo que todo el atrevimiento que puedo tener en mi vida, lo he consumido y empleado en una sola acción, en esta, y que ya no podré dejar de ser cobarde... Pero tú me darás aliento; tú me darás fuerzas; tú me ayudarás ¿no es verdad?... Pepe, primo mío querido, dime que sí; dime que tengo fuerzas y las tendré; dime que no estoy enferma y no lo estaré. Ya no lo estoy. Me encuentro tan bien, que me río de mis males ridículos.

Al decir esto, Rosarito se sintió frenéticamente enlazada por los brazos de su primo. Oyóse un ¡ay!, pero no salió de los labios de ella, sino de los de él, porque habiendo inclinado la cabeza, tropezó violentamente con los pies del Cristo. En la oscuridad es donde se ven las estrellas.

En el estado de su ánimo y en la natural alucinación que producen los sitios oscuros, a Rey le parecía, no que su cabeza había topado con el santo pie, sino que éste se había movido, amonestándole de la manera más breve y más elocuente. Entre serio y festivo alzó la cabeza y dijo así:

—Señor, no me pegues, que no haré nada malo.

En el mismo instante Rosario tomó la mano del joven, oprimiéndola contra su corazón. Oyóse una voz pura, grave, angelical, conmovida, que habló de este modo:

—Señor que adoro, Señor Dios del mundo y tutelar de mi casa y de mi familia; Señor a quien Pepe también adora; Santo Cristo bendito que moriste en la cruz por nuestros pecados: ante ti, ante tu cuerpo herido, ante tu frente coronada de espinas, digo que éste es mi esposo, y que después de ti, es el que más ama mi corazón; digo que le declaro mi esposo y que antes moriré que pertenecer a otro. Mi corazón y mi alma son suyos. Haz que el mundo no se oponga a nuestra felicidad y concédeme el favor de que esta unión que juro sea buena ante el mundo como lo es en mi conciencia.

—Rosario, eres mía —exclamó Pepe con exaltación—. Ni tu madre ni nadie lo impedirá.

La prima inclinó su hermoso busto inerte sobre el pecho del primo. Temblaba en los amantes brazos varoniles, como la paloma en las garras del águila.

Por la mente del ingeniero pasó como un rayo la idea de que existía el Demonio; pero entonces el Demonio era él.

Rosario hizo ligero movimiento de miedo, tuvo como el temblor de sorpresa que anuncia el peligro.

—Júrame que no desistirás —dijo turbadamente Rey atajando aquel movimiento.

—Te lo juro por las cenizas de mi padre que están...

—¡Dónde!

—Bajo nuestros pies.

El matemático sintió que se levantaba bajo sus pies la losa... pero no, no se levantaba: es que él creyó notarlo así, a pesar de ser matemático.

—Te lo juro —repitió Rosario— por las cenizas de mi padre y por Dios que nos está mirando... Que nuestros cuerpos, unidos como están ahora, reposen bajo estas losas cuando Dios quiera llevarnos de este mundo.

—Sí —repitió Pepe Rey—, con emoción profunda, sintiendo llena su alma de una turbación inexplicable.

Ambos permanecieron en silencio durante breve rato. Rosario se había levantado.

—¿Ya?

Volvió a sentarse.

—Tiemblas otra vez —dijo Pepe—. Rosario, tú estás mala; tu frente abrasa.

Tentola y ardía.

—Parece que me muero —murmuró la joven con desaliento—. No sé qué tengo.

Cayó sin sentido en brazos de su primo. Agasajándola, notó que el rostro de la joven se cubría de helado sudor.

—Está realmente enferma —dijo para sí—. Esta salida es una verdadera calaverada.

Levantola en sus brazos tratando de reanimarla, pero ni el temblor de ella ni el desmayo cesaban, por lo cual resolvió sacarla de la capilla, a fin de que el aire fresco la reanimase. Así fue en efecto. Recobrado el sentido, manifestó Rosario mucha inquietud por hallarse a tal hora fuera de su habitación. El reloj de la catedral dio las cuatro.

—¡Qué tarde! —exclamó la joven—. Suéltame, primo. Me parece que puedo andar. Verdaderamente estoy muy mala.

—Subiré contigo.

—Eso de ninguna manera. Antes iré arrastrándome hasta mi cuarto... ¿No te parece que se oye un ruido?...

Ambos callaron. La ansiedad de su atención determinó un silencio absoluto.

—¿No oyes nada, Pepe?

—Absolutamente nada.

—Pon atención... Ahora, ahora vuelve a sonar. Es un rumor que no sé si suena lejos, muy lejos, o cerca, muy cerca. Lo mismo podría ser la respiración de mi madre que el chirrido de la veleta que está en la torre de la catedral. ¡Ah! Tengo un oído muy fino.

—Demasiado fino... Conque, querida prima, te subiré en brazos.

—Bueno, súbeme hasta lo alto de la escalera. Después iré yo sola. En cuanto descanse un poco, me quedaré como si tal cosa... ¿Pero no oyes?

Detuviéronse en el primer peldaño.

—Es un sonido metálico.

—¿La respiración de tu mamá?

—No, no es eso. El rumor viene de muy lejos. ¿Será el canto de un gallo?

—Podrá ser.

—Parece que suenan dos palabras, diciendo: «allá voy, allá voy».

—Ya, ya oigo —murmuró Pepe Rey.

—Es un grito.

—Es una corneta.

—¡Una corneta!

—Sí. Sube pronto. Orbajosa va a despertar... Ya se oye con claridad. No es trompeta sino clarín. La tropa se acerca.

—¡Tropa!

—No sé por qué me figuro que esta invasión militar ha de ser provechosa para mí... Estoy alegre, Rosario arriba pronto.

—También yo estoy alegre. Arriba.

En un instante la subió, y los dos amantes se despidieron, hablándose al oído tan quedamente que apenas se oían.

—Me asomaré por la ventana que da a la huerta, para decirte que he llegado a mi cuarto sin novedad. Adiós.

—Adiós, Rosario. Ten cuidado de no tropezar con los muebles.

—Por aquí navego bien, primo. Ya nos veremos otra vez. Asómate a la ventana de tu cuarto si quieres recibir mi parte telegráfico.

Pepe Rey hizo lo que se le mandaba; pero aguardó largo rato y Rosario no apareció en la ventana. El ingeniero creía sentir agitadas voces en el piso alto.

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Fecha de publicaciónMarzo 2002
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