https://www.badosa.com
Publicado en Badosa.com
Portada Biblioteca Worldwide Classics
16/33
AnteriorÍndiceSiguiente

Doña Perfecta

Capítulo XVI

Noche

Benito Pérez Galdós
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook

Or­ba­jo­sa dor­mía. Los mus­tios fa­ro­li­llos del pú­bli­co alum­bra­do des­pe­dían en en­cru­ci­ja­das y ca­lle­jo­nes su pos­trer ful­gor, como can­sa­dos ojos que no pue­den ven­cer el sueño. A su débil luz se es­cu­rrían en­vuel­tos en sus capas los va­ga­bun­dos, los ron­da­do­res, los ju­ga­do­res. Sólo el graz­nar del bo­rra­cho o el canto del enamo­ra­do tur­ba­ban la ca­lla­da paz de la ciu­dad his­tó­ri­ca. De pron­to el Ave María Pu­rí­si­ma de vi­no­so se­reno so­na­ba como un que­ji­do en­fer­mi­zo del dur­mien­te po­bla­chón.

En la casa de doña Per­fec­ta tam­bién había si­len­cio. Tur­bá­ba­lo sólo un diá­lo­go que en la bi­blio­te­ca del señor don Ca­ye­tano sos­te­nían éste y Pepe Rey. Sen­tá­ba­se el eru­di­to re­po­sa­da­men­te en el si­llón de su mesa de es­tu­dio, la cual apa­re­cía cu­bier­ta por di­ver­sas suer­tes de pa­pe­les, con­te­nien­do notas, apun­tes y re­fe­ren­cias, sin que el más pe­que­ño des­or­den las con­fun­die­se, a pesar de su mucha di­ver­si­dad y abun­dan­cia. Rey fi­ja­ba los ojos en el co­pio­so mon­tón de pa­pe­les; pero sus pen­sa­mien­tos vo­la­ban, sin duda, en re­gio­nes muy dis­tan­tes de aque­lla sa­bi­du­ría.

—Per­fec­ta —dijo el an­ti­cua­rio—, aun­que es una mujer ex­ce­len­te, tiene el de­fec­to de es­can­da­li­zar­se por cual­quier ac­ción frí­vo­la e in­sig­ni­fi­can­te. Amigo, en estos pue­blos de pro­vin­cia el menor des­liz se paga caro. Nada en­cuen­tro de par­ti­cu­lar en que usted fuese a casa de las Tro­yas. Se me fi­gu­ra que don Inocen­cio, bajo su ca­pi­ta de hom­bre de bien, es algo ci­za­ño­so. ¿A él qué le im­por­ta?...

—Hemos lle­ga­do a un punto, señor don Ca­ye­tano, en que es pre­ci­so tomar una de­ter­mi­na­ción enér­gi­ca. Yo ne­ce­si­to ver y ha­blar a Ro­sa­rio.

—Pues véala usted.

—Es que no me dejan —res­pon­dió el in­ge­nie­ro, dando un pu­ñe­ta­zo en la mesa—. Ro­sa­rio está se­cues­tra­da...

—¡Se­cues­tra­da! —ex­cla­mó el sabio con in­cre­du­li­dad—. La ver­dad es que no me gusta su cara, ni su as­pec­to, ni menos el es­tu­por que se pinta en sus be­llos ojos. Está tris­te, habla poco, llora... Amigo don José, me temo mucho que esa niña se vea ata­ca­da de la te­rri­ble en­fer­me­dad que ha hecho tan­tas víc­ti­mas en los in­di­vi­duos de mi fa­mi­lia.

—¡Una te­rri­ble en­fer­me­dad! ¿Cuál?

—La lo­cu­ra... mejor dicho, ma­nías. En la fa­mi­lia no ha ha­bi­do uno solo que se li­bra­ra de ellas. Yo, yo soy el único que he lo­gra­do es­ca­par.

—¡Usted!... De­jan­do a un lado las ma­nías —dijo Rey con im­pa­cien­cia—, yo quie­ro ver a Ro­sa­rio.

—Nada más na­tu­ral. Pero el ais­la­mien­to en que su madre la tiene es un sis­te­ma hi­gié­ni­co, que­ri­do Pepe, el único sis­te­ma que se ha em­plea­do con éxito en todos los in­di­vi­duos de mi fa­mi­lia. Con­si­de­re usted que la per­so­na cuya pre­sen­cia y voz debe de hacer más im­pre­sión en el de­li­ca­do sis­te­ma ner­vio­so de Ro­sa­ri­llo es el ele­gi­do de su co­ra­zón.

—A pesar de todo —in­sis­tió Pepe—, yo quie­ro verla.

—Qui­zás Per­fec­ta no se opon­ga a ello —dijo el sabio fi­jan­do la aten­ción en sus notas y pa­pe­les—. No quie­ro me­ter­me en ca­mi­sa de once varas.

El in­ge­nie­ro, vien­do que no podía sacar par­ti­do del buen Po­len­ti­nos, se re­ti­ró para mar­char­se.

—Usted va a tra­ba­jar, y no quie­ro es­tor­bar­le.

—No; aún tengo tiem­po. Vea usted el cú­mu­lo de pre­cio­sos datos que he reuni­do hoy. Atien­da usted... «En 1537 un ve­cino de Or­ba­jo­sa lla­ma­do Bar­to­lo­mé del Hoyo, fue a Ci­vit­ta-Vec­chia en las ga­le­ras del Mar­qués de Cas­tel-Ro­dri­go». Otra. «En el mismo año dos her­ma­nos, hijos tam­bién de Or­ba­jo­sa y lla­ma­dos Juan y Ro­dri­go Gon­zá­lez del Arco, se em­bar­ca­ron en los seis na­víos que sa­lie­ron de Maes­tri­que el 20 de fe­bre­ro y que a la al­tu­ra de Ca­lais to­pa­ron con un navío in­glés, y los fla­men­cos que man­da­ba Van Owen...». En fin, fue aque­llo una im­por­tan­te ha­za­ña de nues­tra ma­ri­na. He des­cu­bier­to que un or­ba­jo­sen­se, un tal Mateo Díaz Co­ro­nel, al­fé­rez de la Guar­dia, fue el que es­cri­bió en 1709 y dio a la es­tam­pa en Va­len­cia el Mé­tri­co en­co­mio, fú­ne­bre canto, lí­ri­co elo­gio, des­crip­ción nu­mé­ri­ca, glo­rio­sas fa­ti­gas, an­gus­tia­das glo­rias de la Reina de los Án­ge­les. Poseo un pre­cio­sí­si­mo ejem­plar de esta obra, que vale un Perú... Otro or­ba­jo­sen­se es autor de aquel fa­mo­so Trac­ta­do de las di­ver­sas suer­tes de la Gi­ne­ta, que en­se­ñé a usted ayer; y en re­su­men, no doy un paso por el la­be­rin­to de la his­to­ria iné­di­ta sin tro­pe­zar con algún pai­sano ilus­tre. Yo pien­so sacar todos esos nom­bres de la in­jus­ta os­cu­ri­dad y ol­vi­do en que yacen. ¡Qué goce tan puro, que­ri­do Pepe, es de­vol­ver todo su lus­tre a las glo­rias, ora épi­cas, ora li­te­ra­rias del país en que hemos na­ci­do! Ni qué mejor em­pleo puede dar un hom­bre al es­ca­so en­ten­di­mien­to que del cielo re­ci­bie­ra, a la for­tu­na he­re­da­da y al tiem­po breve con que puede con­tar en el mundo la más di­la­ta­da exis­ten­cia... Gra­cias a mí, se verá que Or­ba­jo­sa es ilus­tre cuna del genio es­pa­ñol. Pero ¿qué digo? ¿No se co­no­ce bien su pro­sa­pia ilus­tre en la no­ble­za, en la hi­dal­guía de la ac­tual ge­ne­ra­ción urb­sau­gus­ta­na? Pocas lo­ca­li­da­des co­no­ce­mos en que crez­can con más lo­za­nía las plan­tas y ar­bus­tos de todas las vir­tu­des, li­bres de la ma­lé­fi­ca hier­ba de los vi­cios. Aquí todo es paz, mutuo res­pe­to, hu­mil­dad cris­tia­na. La ca­ri­dad se prac­ti­ca aquí como en los me­jo­res tiem­pos evan­gé­li­cos; aquí no se co­no­ce la en­vi­dia, aquí no se co­no­cen las pa­sio­nes cri­mi­na­les; y si oye ha­blar usted de la­dro­nes y ase­si­nos, tenga por se­gu­ro que no son hijos de esta noble tie­rra, o que per­te­ne­cen al nú­me­ro de los in­fe­li­ces per­ver­ti­dos por las pre­di­ca­cio­nes de­ma­gó­gi­cas. Aquí verá usted el ca­rác­ter na­cio­nal en toda su pu­re­za, recto, hi­dal­go, in­co­rrup­ti­ble, puro, sen­ci­llo, pa­triar­cal, hos­pi­ta­la­rio, ge­ne­ro­so... Por eso gusto tanto de vivir en esta pa­cí­fi­ca so­le­dad, lejos del la­be­rin­to de las ciu­da­des, donde reinan ¡ay!, la fal­se­dad y el vicio. Por eso no han po­di­do sa­car­me de aquí los mu­chos ami­gos que tengo en Ma­drid; por eso vivo en la dulce com­pa­ñía de mis lea­les pai­sa­nos y de mis li­bros, res­pi­ran­do sin cesar esta sa­lu­tí­fe­ra at­mós­fe­ra de hon­ra­dez, que se va poco a poco re­du­cien­do en nues­tra Es­pa­ña, y sólo exis­te en las hu­mil­des y cris­tia­nas ciu­da­des que con las ema­na­cio­nes de sus vir­tu­des saben con­ser­var­la. Y no crea usted, este so­se­ga­do ais­la­mien­to ha con­tri­bui­do mucho, que­ri­dí­si­mo Pepe, a li­brar­me de la te­rri­ble en­fer­me­dad con­na­tu­ra­li­za­da en mi fa­mi­lia. En mi ju­ven­tud, yo, lo mismo que mis her­ma­nos y padre, pa­de­cía la­men­ta­ble pro­pen­sión a las más ab­sur­das ma­nías; pero aquí me tiene usted tan pas­mo­sa­men­te cu­ra­do de ellas, que no co­noz­co la exis­ten­cia de tal en­fer­me­dad sino cuan­do la veo en los demás. Por eso mi so­bri­ni­lla me tiene tan in­quie­to.

—Ce­le­bro que los aires de Or­ba­jo­sa le hayan pre­ser­va­do a usted —dijo Rey, no pu­dien­do re­pri­mir un sen­ti­mien­to de bur­las que por ley ex­tra­ña nació en medio de su tris­te­za—. A mí me han pro­ba­do tan mal que creo he de ser ma­niá­ti­co den­tro de poco tiem­po si sigo aquí. Con­que bue­nas no­ches, y que tra­ba­je usted mucho.

—Bue­nas no­ches.

Di­ri­gió­se a su ha­bi­ta­ción; mas no sin­tien­do sueño ni ne­ce­si­dad de re­po­so fí­si­co, sino por el con­tra­rio, fuer­te ex­ci­ta­ción que le im­pul­sa­ba a agi­tar­se y di­va­gar, ca­vi­lan­do y mo­vién­do­se, se paseó de un án­gu­lo a otro de la pieza. Des­pués abrió la ven­ta­na que daba a la huer­ta, y po­nien­do los codos en el an­te­pe­cho de ella, con­tem­pló la in­men­sa ne­gru­ra de la noche. No se veía nada. Pero el hom­bre en­si­mis­ma­do lo ve todo, y Rey, fijos los ojos en la os­cu­ri­dad, mi­ra­ba cómo se iba desa­rro­llan­do sobre ella el abi­ga­rra­do pai­sa­je de sus des­gra­cias. La som­bra no le per­mi­tía ver las flo­res de la tie­rra, ni las del cielo, que son las es­tre­llas. La misma falta casi ab­so­lu­ta de cla­ri­dad pro­du­cía el efec­to de un ilu­so­rio mo­vi­mien­to en las masas de ár­bo­les, que se ex­ten­dían al pa­re­cer; iban pe­re­zo­sa­men­te y re­gre­sa­ban en­ros­cán­do­se, como el olea­je de un mar de som­bras. For­mi­da­ble flujo y re­flu­jo, una lucha entre fuer­zas no bien ma­ni­fies­tas agi­ta­ban la si­len­cio­sa es­fe­ra. El ma­te­má­ti­co, con­tem­plan­do aque­lla ex­tra­ña pro­yec­ción de su alma sobre la noche, decía:

—La ba­ta­lla será te­rri­ble. Ve­re­mos quién sale triun­fan­te.

Los in­sec­tos de la noche ha­bla­ron a su oído di­cién­do­le mis­te­rio­sas pa­la­bras. Aquí un chi­rri­do ás­pe­ro, allí un chas­qui­do se­me­jan­te al que ha­ce­mos con la len­gua, allá las­ti­me­ros mur­mu­llos, más lejos un son vi­bran­te, pa­re­ci­do al de la es­qui­la sus­pen­di­da al cue­llo de la res va­ga­bun­da. De sú­bi­to sin­tió Rey una con­so­nan­te ex­tra­ña, una rá­pi­da nota pro­pia tan sólo de la len­gua y de los la­bios hu­ma­nos. Esta ex­ha­la­ción cruzó por el ce­re­bro del joven como un re­lám­pa­go. Sin­tió cu­le­brear den­tro de sí aque­lla S fugaz, que se re­pi­tió una y otra vez, au­men­tan­do de in­ten­si­dad. Miró a todos lados, miró hacia la parte alta de la casa, y en una ven­ta­na creyó dis­tin­guir un ob­je­to se­me­jan­te a un ave blan­ca que movía las alas. Por la mente ex­ci­ta­da de Pepe Rey cruzó en un ins­tan­te la idea del fénix, de la pa­lo­ma, de la garza real... y sin em­bar­go aque­lla ave no era más que un pa­ñue­lo.

El in­ge­nie­ro saltó por la ven­ta­na a la huer­ta. Ob­ser­van­do bien, vio la mano y el ros­tro de su prima. Le pa­re­ció dis­tin­guir el tan usual mo­vi­mien­to de im­po­ner si­len­cio lle­van­do el dedo a los la­bios. Des­pués la sim­pá­ti­ca som­bra alar­gó el brazo hacia abajo y des­a­pa­re­ció.

Pepe Rey entró de nuevo en su cuar­to rá­pi­da­men­te y pro­cu­ran­do no hacer ruido, pasó a la ga­le­ría, avan­zan­do des­pués len­ta­men­te por ella. Sen­tía el pal­pi­tar de su co­ra­zón como si re­ci­bie­ra ha­cha­zos den­tro del pecho. Es­pe­ró un rato... al fin oyó dis­tin­ta­men­te te­nues gol­pes en los pel­da­ños de la es­ca­le­ra. Uno, dos, tres... Pro­du­cían aquel rumor unos za­pa­ti­tos.

Di­ri­gió­se hacia allá en medio de una os­cu­ri­dad casi pro­fun­da, y alar­gó los bra­zos para pres­tar apoyo a quien ba­ja­ba. En su alma reina­ba una ter­nu­ra exal­ta­da y pro­fun­da, pero ¿a qué ne­gar­lo?, tras aquel dulce sen­ti­mien­to sur­gió de re­pen­te, como in­fer­nal ins­pi­ra­ción, otro que era un te­rri­ble deseo de ven­gan­za.

Los pasos se acer­ca­ban des­cen­dien­do. Pepe Rey avan­zó y unas manos que tan­tea­ban en el vacío, cho­ca­ron con las suyas. Las cua­tro ¡ay!, se unie­ron en es­tre­cho apre­tón.

16/33
AnteriorÍndiceSiguiente
Tabla de información relacionada
Copyright ©Benito Pérez Galdós, 1876
Por el mismo autor RSSNo hay más obras en Badosa.com
Fecha de publicaciónFebrero 2002
Colección RSSWorldwide Classics
Permalinkhttps://badosa.com/n134-16
Opiniones de los lectores RSS
Cómo ilustrar esta obra

Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:

  1. Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)

    Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).

    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.

Badosa.com Concepción, diseño y desarrollo: Xavier Badosa (1995–2019)