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Doña Perfecta

Capítulo XV

Sigue creciendo hasta que se declara la guerra

Benito Pérez Galdós
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Todos miraron hacia la puerta, donde apareció la imponente figura del centauro, serio, cejijunto, confuso al querer saludar con amabilidad, hermosamente salvaje, pero desfigurado por la violencia que hacía para sonreír urbanamente y pisar quedo y tener en correcta postura los hercúleos brazos.

—Adelante, señor Ramos —dijo Pepe Rey.

—Pero no —objetó doña Perfecta—. Si es una tontería lo que tiene que decirte.

—Que lo diga.

—Yo no debo consentir que en mi casa se ventilen estas cuestiones ridículas...

—¿Qué quiere de mí el señor Ramos?

Caballuco pronunció algunas palabras.

—Basta, basta... —exclamó doña Perfecta, riendo—. No molestes más a mi sobrino. Pepe, no hagas caso de ese majadero... ¿Quieren ustedes que les diga en qué consiste el enojo del gran Caballuco?

—¿Enojo?

—Ya me lo figuro —indicó el Penitenciario, recostándose en el sillón y riendo expansivamente y con estrépito.

—Yo quería decirle al señor don José... —gruñó el formidable jinete.

—Hombre, calla por Dios, no nos aporrees los oídos.

—Señor Caballuco —apuntó el Penitenciario—, no es mucho que los señores de la corte desbanquen a los rudos caballistas de estas salvajes tierras...

—En dos palabras, Pepe: la cuestión es esta. Caballuco es no sé qué...

La risa le impidió continuar.

—No sé qué —añadió don Inocencio— de una de las niñas de Troya, de Mariquita Juana, si no estoy equivocado.

—¡Y está celoso! Después de su caballo, lo primero de la creación es Mariquita Troya.

—¡Bonito apunte! —exclamó la señora—. ¡Pobre Cristóbal! ¿Has creído que una persona como mi sobrino?... Vamos a ver, ¿qué ibas a decirle? Habla.

—Después hablaremos el señor don José y yo —repuso bruscamente el bravo de la localidad.

Y sin decir más se retiró.

Poco después, Pepe Rey salió del comedor para ir a su cuarto. En la galería hallóse frente a frente con su troyano antagonista, y no pudo reprimir la risa al ver la torva seriedad del ofendido cortejo.

—Una palabra —dijo éste, plantándose descaradamente ante el ingeniero—. ¿Usted sabe quién soy yo?

Diciendo esto puso la pesada mano en el hombro del joven con tan insolente franqueza, que éste no pudo menos de rechazarle enérgicamente.

—No es preciso aplastar para eso.

El valentón, ligeramente desconcertado, se repuso al instante y mirando a Rey con audacia provocativa, repitió su estribillo.

—¿Sabe usted quién soy yo?

—Sí; ya sé que es usted un animal.

Apartóle bruscamente hacia un lado y entró en su cuarto. Según el estado del cerebro de nuestro desgraciado amigo en aquel instante, sus acciones debían sintetizarse en el siguiente brevísimo y definitivo plan: romperle la cabeza a Caballuco sin pérdida de tiempo, despedirse enseguida de su tía con razones severas aunque corteses que le llegaran al alma, dar un frío adiós al canónigo y un abrazo al inofensivo don Cayetano; administrar por fin de fiesta una paliza al tío Licurgo, partir de Orbajosa aquella misma noche, y sacudirse el polvo de los zapatos a la salida de la ciudad.

Pero los pensamientos del perseguido joven no podían apartarse, en medio de tantas amarguras, de otro desgraciado ser a quien suponía en situación más aflictiva y angustiosa que la suya propia. Tras el ingeniero entró en la estancia una criada.

—¿Le diste mi recado? —preguntó él.

—Sí señor y me dio esto.

Rey tomó de las manos de la muchacha un pedacito de periódico, en cuya margen leyó estas palabras: «Dicen que te vas. Yo me muero».

Cuando Pepe volvió al comedor, el tío Licurgo se asomaba a la puerta, preguntando:

—¿A qué hora hace falta la jaca?

—A ninguna —contestó vivamente Pepe Rey.

—¿Luego no te vas esta noche? —dijo doña Perfecta—. Mejor es que lo dejes para mañana.

—Tampoco.

—¿Pues cuándo?

—Ya veremos —dijo fríamente el joven, mirando a su tía con imperturbable calma—. Por ahora no pienso marcharme.

Sus ojos lanzaban enérgico reto.

Doña Perfecta se puso primero encendida, pálida después. Miró al canónigo, que se había quitado las gafas de oro para limpiarlas, y luego clavó sucesivamente la vista en los demás que ocupaban la estancia, incluso Caballuco, que entrando poco antes, se sentara en el borde de una silla. Doña Perfecta les miró como mira un general a sus queridos cuerpos de ejército. Después examinó el semblante meditabundo y sereno de su sobrino, de aquel estratégico enemigo que se presentaba de improviso cuando se le creía en vergonzosa fuga.

¡Ay! ¡Sangre, ruina y desolación!... Una gran batalla se preparaba.

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Fecha de publicaciónFebrero 2002
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