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Doña Perfecta

Capítulo XI

La discordia crece

Benito Pérez Galdós
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En los días su­ce­si­vos, Rey hizo co­no­ci­mien­to con va­rias per­so­nas de la po­bla­ción y vi­si­tó el Ca­sino, tra­ban­do amis­ta­des con al­gu­nos in­di­vi­duos de los que pa­sa­ban la vida en las salas de aque­lla cor­po­ra­ción.

Pero la ju­ven­tud de Or­ba­jo­sa no vivía cons­tan­te­men­te allí, como podrá su­po­ner la ma­le­vo­len­cia. Veían­se por las tar­des en la es­qui­na de la ca­te­dral y en la pla­zo­le­ta for­ma­da por el cruce de las ca­lles del Con­des­ta­ble y la Tri­pe­ría, al­gu­nos ca­ba­lle­ros que ga­llar­da­men­te en­vuel­tos en sus capas, es­ta­ban como de cen­ti­ne­la vien­do pasar la gente. Si el tiem­po era bueno, aque­llas emi­nen­tes lum­bre­ras de la cul­tu­ra urb­sau­gus­ten­se se di­ri­gían, siem­pre con la in­dis­pen­sa­ble ca­pi­ta, al ti­tu­la­do paseo de las Des­cal­zas, el cual se com­po­nía de dos hi­le­ras de tí­si­cos olmos y al­gu­nas re­ta­mas des­co­lo­ri­das. Allí la bri­llan­te plé­ya­de atis­ba­ba a las niñas de don Fu­lano o de don Pe­ren­ce­jo, que tam­bién ha­bían ido a paseo, y la tarde se pa­sa­ba re­gu­lar­men­te. En­tra­da la noche, el Ca­sino se lle­na­ba de nuevo, y mien­tras una parte de los so­cios en­tre­ga­ba su alto en­ten­di­mien­to a las de­li­cias del monte, los otros leían pe­rió­di­cos, y los más dis­cu­tían en la sala del café sobre asun­tos de di­ver­sa ín­do­le, como po­lí­ti­ca, ca­ba­llos, toros o bien sobre chis­mes lo­ca­les. El re­su­men de todos los de­ba­tes era siem­pre la su­pre­ma­cía de Or­ba­jo­sa y de sus ha­bi­tan­tes sobre los demás pue­blos y gen­tes de la tie­rra.

Eran aque­llos va­ro­nes in­sig­nes lo más gra­na­do de la ilus­tre ciu­dad, pro­pie­ta­rios ricos los unos, po­brí­si­mos los otros; pero li­bres de altas as­pi­ra­cio­nes todos. Te­nían la im­per­tur­ba­ble se­re­ni­dad del men­di­go, que nada ape­te­ce mien­tras no le falta un men­dru­go para en­ga­ñar al ham­bre y el sol para ca­len­tar­se. Lo que prin­ci­pal­men­te dis­tin­guía a los or­ba­jo­sen­ses del Ca­sino era un sen­ti­mien­to de viva hos­ti­li­dad hacia todo lo que de fuera vi­nie­se. Y siem­pre que algún fo­ras­te­ro de viso se pre­sen­ta­ba en las au­gus­tas salas, creían­le ve­ni­do a poner en duda la su­pe­rio­ri­dad de la pa­tria del ajo, o a dispu­tar­le por en­vi­dia las pre­emi­nen­cias in­con­tro­ver­ti­bles que Na­tu­ra le con­ce­die­ra.

Cuan­do Pepe Rey se pre­sen­tó, re­ci­bié­ron­le con cier­to re­ce­lo, y como en el Ca­sino abun­da­ba la gente gra­cio­sa, al cuar­to de hora de estar allí el nuevo socio, ya se ha­bían dicho acer­ca de él toda suer­te de cu­chu­fle­tas. Cuan­do a las reite­ra­das pre­gun­tas de los so­cios con­tes­tó que había ve­ni­do a Or­ba­jo­sa con en­car­go de ex­plo­rar la cuen­ca hu­lle­ra del Naha­ra y es­tu­diar un ca­mino, todos con­vi­nie­ron en que el señor don José era un fatuo que que­ría darse tono in­ven­tan­do cria­de­ros de car­bón y vías fé­rreas. Al­guno aña­dió:

—Pero en buena parte se ha me­ti­do. Estos se­ño­res sa­bios creen que aquí somos ton­tos y que se nos en­ga­ña con pa­la­bro­tas... Ha ve­ni­do a ca­sar­se con la niña de doña Per­fec­ta, y cuan­to diga de cuen­cas hu­lle­ras es para echar facha.

—Pues esta ma­ña­na —in­di­có otro, que era un co­mer­cian­te que­bra­do— me di­je­ron en casa de las de Do­mín­guez que ese señor no tiene una pe­se­ta, y viene a que doña Per­fec­ta le man­ten­ga y a ver si puede pes­car a Ro­sa­ri­to.

—Pa­re­ce que ni es tal in­ge­nie­ro, ni cosa que lo valga —aña­dió un pro­pie­ta­rio de oli­vos, que tenía em­pe­ña­das sus fin­cas por el doble de lo que va­lían—. Pero ya se ve... Estos ham­brien­tos de Ma­drid se creen au­to­ri­za­dos para en­ga­ñar a los po­bres pro­vin­cia­nos, y como creen que aquí an­da­mos con ta­pa­rra­bo, amigo...

—Bien se le co­no­ce que tiene ham­bre.

—Pues entre bro­mas y veras nos dijo ano­che que somos unos bár­ba­ros hol­ga­za­nes.

—Que vi­vi­mos como los be­dui­nos, to­man­do el sol.

—Que vi­vía­mos con la ima­gi­na­ción.

—Eso es: que vi­vi­mos con la ima­gi­na­ción.

—Y que esta ciu­dad era lo mis­mi­to que las de Ma­rrue­cos.

—Hom­bre: no hay pa­cien­cia para oír eso. ¿Dónde habrá visto él (como no sea en París) una calle se­me­jan­te a la del Con­des­ta­ble, que pre­sen­ta un fren­te de siete casas ali­nea­das, todas mag­ní­fi­cas, desde la de doña Per­fec­ta a la de Ni­co­la­si­to Her­nán­dez?... Se fi­gu­ran estos ca­na­llas que uno no ha visto nada, ni ha es­ta­do en París...

—Tam­bién dijo con mucha de­li­ca­de­za que Or­ba­jo­sa era un pue­blo de men­di­gos, y dio a en­ten­der que aquí vi­vi­mos en la mayor mi­se­ria sin dar­nos cuen­ta de ello.

—¡Vál­ga­me Dios!, si me lo llega a decir a mí, hay un es­cán­da­lo en el Ca­sino —ex­cla­mó el re­cau­da­dor de con­tri­bu­cio­nes—. ¿Por qué no le di­je­ron la can­ti­dad de arro­bas de acei­te que pro­du­jo Or­ba­jo­sa el año pa­sa­do? ¿No sabe ese es­tú­pi­do que en años bue­nos Or­ba­jo­sa da pan para toda Es­pa­ña y aun para toda Eu­ro­pa? Ver­dad es que ya lle­va­mos no sé cuán­tos años de mala co­se­cha; pero eso no es ley. ¿Pues y la co­se­cha del ajo? ¿A que no sabe ese señor que los ajos de Or­ba­jo­sa de­ja­ron biz­cos a los se­ño­res del ju­ra­do en la ex­po­si­ción de Lon­dres?

Estos y otros diá­lo­gos se oían en las salas del Ca­sino por aque­llos días. A pesar de estas ha­bli­llas tan co­mu­nes en los pue­blos pe­que­ños, que por lo mismo que son enanos sue­len ser so­ber­bios, Rey no dejó de en­con­trar ami­gos sin­ce­ros en la docta cor­po­ra­ción, pues ni todos eran mal­di­cien­tes ni fal­ta­ban allí per­so­nas de buen sen­ti­do. Pero tenía nues­tro joven la des­gra­cia, si des­gra­cia puede lla­mar­se, de ma­ni­fes­tar sus im­pre­sio­nes con inusi­ta­da fran­que­za, y esto le atra­jo al­gu­nas an­ti­pa­tías.

Iban pa­san­do días. Ade­más del na­tu­ral dis­gus­to que las cos­tum­bres de la ciu­dad epis­co­pal le pro­du­cían, di­ver­sas cau­sas todas des­agra­da­bles em­pe­za­ban a desa­rro­llar en su ánimo honda tris­te­za, sien­do de notar prin­ci­pal­men­te, entre aque­llas cau­sas, la turba de plei­tean­tes que cual en­jam­bre voraz se arro­jó sobre él. No era sólo el tío Li­cur­go, sino otros mu­chos co­lin­dan­tes los que le re­cla­ma­ban daños y per­jui­cios, o bien le pe­dían cuen­tas de tie­rras ad­mi­nis­tra­das por su abue­lo. Tam­bién le pre­sen­ta­ron una de­man­da por no sé qué con­tra­to de apar­ce­ría que ce­le­bró su madre y no fue al pa­re­cer cum­pli­do, y asi­mis­mo le exi­gie­ron el re­co­no­ci­mien­to de una hi­po­te­ca sobre las tie­rras de Ala­mi­llos, hecha en ex­tra­ño do­cu­men­to por su tío. Era una in­mun­da gu­sa­ne­ra de plei­tos. Había hecho pro­pó­si­to de re­nun­ciar a la pro­pie­dad de sus fin­cas; pero entre tanto su dig­ni­dad le obli­ga­ba a no ceder ante las ma­rru­lle­rías de los sa­ga­ces pa­lur­dos; y como el Ayun­ta­mien­to le re­cla­mó tam­bién por su­pues­ta con­fu­sión de su finca con un in­me­dia­to monte de Pro­pios, viose el des­gra­cia­do joven en el caso de tener que di­si­par las dudas que acer­ca de su de­re­cho sur­gían a cada paso. Su honra es­ta­ba com­pro­me­ti­da, y no había otro re­me­dio que plei­tear o morir.

Ha­bía­le pro­me­ti­do doña Per­fec­ta en su mag­na­ni­mi­dad ayu­dar­le a salir de tan tor­pes líos por medio de un arre­glo amis­to­so; pero pa­sa­ban días y los bue­nos ofi­cios de la ejem­plar se­ño­ra no daban re­sul­ta­do al­guno. Cre­cían los plei­tos con la ame­na­za­do­ra pres­te­za de una en­fer­me­dad ful­mi­nan­te. Pepe Rey pa­sa­ba lar­gas horas del día en el juz­ga­do dando de­cla­ra­cio­nes, con­tes­tan­do a pre­gun­tas y a re­pre­gun­tas, y cuan­do se re­ti­ra­ba a su casa, fa­ti­ga­do y co­lé­ri­co, veía apa­re­cer la afi­la­da y gro­tes­ca ca­rá­tu­la del es­cri­bano, que le traía re­gu­lar por­ción de papel se­lla­do lleno de ho­rri­bles fór­mu­las... para que fuese es­tu­dian­do la cues­tión.

Se com­pren­de que aquel no era hom­bre a pro­pó­si­to para su­frir tales re­ve­ses, pu­dien­do evi­tar­los con la au­sen­cia. Re­pre­sen­tá­ba­se en su ima­gi­na­ción a la noble ciu­dad de su madre como una ho­rri­ble bes­tia que en él cla­va­ba sus fe­ro­ces uñas y le bebía la san­gre. Para li­brar­se de ella bas­tá­ba­le, según su creen­cia, la fuga; pero un in­te­rés pro­fun­do, como in­te­rés del co­ra­zón, le de­te­nía, atán­do­le a la peña de su mar­ti­rio con lazos muy fuer­tes. Sin em­bar­go, llegó a sen­tir­se tan fuera de su cen­tro, llegó a verse tan ex­tran­je­ro, di­gá­mos­lo así, en aque­lla te­ne­bro­sa ciu­dad de plei­tos, de an­ti­gua­llas, de en­vi­dia y de ma­le­di­cen­cia, que hizo pro­pó­si­to de aban­do­nar­la sin di­la­ción, in­sis­tien­do al mismo tiem­po en el pro­yec­to que a ella le con­du­je­ra. Una ma­ña­na, en­con­tran­do oca­sión a pro­pó­si­to, for­mu­ló su plan ante doña Per­fec­ta.

—So­brino mío —re­pu­so esta con su acos­tum­bra­da dul­zu­ra—: no seas arre­ba­ta­do. Vaya, que pa­re­ces de fuego. Lo mismo era tu padre ¡qué hom­bre! Eres una cen­te­lla... Ya te he dicho que con mu­chí­si­mo gusto te lla­ma­ré hijo mío. Aun­que no tu­vie­ras las bue­nas cua­li­da­des y el ta­len­to que te dis­tin­guen (salvo los de­fec­ti­llos, que tam­bién los hay); aun­que no fue­ras un ex­ce­len­te joven, basta que esta unión haya sido pro­pues­ta por tu padre, a quien tanto debe mi hija y yo, para que la acep­te. Ro­sa­rio no se opon­drá tam­po­co, que­rién­do­lo yo. ¿Qué falta, pues? Nada; no falta nada más que un poco tiem­po. No se puede hacer el ca­sa­mien­to con la pre­ci­pi­ta­ción que tú deseas, y que daría lugar a in­ter­pre­ta­cio­nes, qui­zás des­fa­vo­ra­bles a la honra de mi que­ri­da hija... Vaya, que tú como no pien­sas más que en má­qui­nas, todo lo quie­res hacer al vapor. Es­pe­ra, hom­bre, es­pe­ra... ¿qué prisa tie­nes? Ese abo­rre­ci­mien­to que le has co­gi­do a nues­tra pobre Or­ba­jo­sa es un ca­pri­cho. Ya se ve: no pue­des vivir sino entre con­des y mar­que­ses y ora­do­res y di­plo­má­ti­cos... ¡Quie­res ca­sar­te y se­pa­rar­me de mi hija para siem­pre! —aña­dió en­ju­gán­do­se una lá­gri­ma—. Ya que así es, in­con­si­de­ra­do joven, ten al menos la ca­ri­dad de re­tar­dar algún tiem­po esa boda que tanto deseas... ¡Qué im­pa­cien­cia! ¡Qué amor tan fuer­te! No creí que una pobre lu­ga­re­ña como mi hija ins­pi­ra­se pa­sio­nes tan vol­cá­ni­cas.

No con­ven­cie­ron a Pepe Rey los ra­zo­na­mien­tos de su tía; pero no quiso con­tra­riar­la. Re­sol­vió, pues, es­pe­rar cuan­to le fuese po­si­ble. Una nueva causa de dis­gus­tos unió­se bien pron­to a los que ya amar­ga­ban su exis­ten­cia. Hacía dos se­ma­nas que es­ta­ba en Or­ba­jo­sa, y du­ran­te este tiem­po no había re­ci­bi­do nin­gu­na carta de su padre. No podía acha­car esto a des­cui­dos de la ad­mi­nis­tra­ción de co­rreos de Or­ba­jo­sa, por­que sien­do el fun­cio­na­rio en­car­ga­do de aquel ser­vi­cio amigo y pro­te­gi­do de doña Per­fec­ta, esta le re­co­men­da­ba dia­ria­men­te el mayor cui­da­do para que las car­tas di­ri­gi­das a su so­brino no se ex­tra­via­sen. Tam­bién iba a la casa el con­duc­tor de la co­rres­pon­den­cia, lla­ma­do Cris­tó­bal Ramos, por apodo Ca­ba­llu­co, per­so­na­je a quien ya co­no­ci­mos, y a éste solía di­ri­gir doña Per­fec­ta amo­nes­ta­cio­nes y re­pri­men­das tan enér­gi­cas como la si­guien­te:

—¡Bo­ni­to ser­vi­cio de co­rreos te­néis!... ¿Cómo es que mi so­brino no ha re­ci­bi­do una sola carta desde que está en Or­ba­jo­sa?... Cuan­do la con­duc­ción de la co­rres­pon­den­cia corre a cargo de se­me­jan­te ta­ram­ba­na, ¡cómo han de andar las cosas! Yo le ha­bla­ré al señor Go­ber­na­dor de la pro­vin­cia para que mire bien qué clase de gente pone en la ad­mi­nis­tra­ción.

Ca­ba­llu­co al­zan­do los hom­bros, mi­ra­ba a Rey con ex­pre­sión de la más com­ple­ta in­di­fe­ren­cia. Un día entró con un plie­go en la mano.

—¡Gra­cias a Dios! —dijo doña Per­fec­ta a su so­brino—. Ahí tie­nes car­tas de tu padre. Re­go­cí­ja­te, hom­bre. Buen susto nos hemos lle­va­do por la pe­re­za de mi señor her­mano en es­cri­bir... ¿Qué dice?, está bueno sin duda —aña­dió al ver que Pepe Rey abría el plie­go con fe­bril im­pa­cien­cia.

El in­ge­nie­ro se puso pá­li­do al re­co­rrer las pri­me­ras lí­neas.

—¡Jesús, Pepe... qué tie­nes! —ex­cla­mó la se­ño­ra, le­van­tán­do­se con zo­zo­bra—. ¿Está malo tu papá?

—Esta carta no es de mi padre —re­pu­so Pepe, re­ve­lan­do en su sem­blan­te la mayor cons­ter­na­ción.

—¿Pues qué es eso?...

—Una orden del mi­nis­te­rio de Fo­men­to, en que se me re­le­va del cargo que me con­fia­ron...

—¡Cómo... es po­si­ble!

—Una des­ti­tu­ción pura y sim­ple, re­dac­ta­da en tér­mi­nos muy poco li­son­je­ros para mí.

—¿Hase visto mayor pi­car­día? —ex­cla­mó la se­ño­ra, vol­vien­do de su es­tu­por.

—¡Qué hu­mi­lla­ción! —mur­mu­ró el joven—. Es la pri­me­ra vez en mi vida que re­ci­bo un desai­re se­me­jan­te.

—¡Pero ese Go­bierno no tiene per­dón de Dios! ¡Desai­rar­te a ti! ¿Quie­res que yo es­cri­ba a Ma­drid? Tengo allá bue­nas re­la­cio­nes y podré con­se­guir que el Go­bierno re­pa­re esa falta bru­tal y te dé una sa­tis­fac­ción.

—Gra­cias, se­ño­ra, no quie­ro re­co­men­da­cio­nes —re­pli­có el joven con dis­pli­cen­cia.

—¡Es que se ven unas in­jus­ti­cias; unos atro­pe­llos!... ¡Des­ti­tuir así a un joven de tanto mé­ri­to, a una emi­nen­cia cien­tí­fi­ca...! Vamos; si no puedo con­te­ner la có­le­ra.

—Yo ave­ri­gua­ré —dijo Pepe, con la mayor ener­gía— quién se ocupa de ha­cer­me daño...

—Ese señor mi­nis­tro... Pero de estos po­li­ti­que­jos in­fa­mes ¿qué se puede es­pe­rar­se?

—En Or­ba­jo­sa hay al­guien que se ha pro­pues­to ha­cer­me morir de de­ses­pe­ra­ción —afir­mó el joven vi­si­ble­men­te al­te­ra­do—. Esto no es obra del mi­nis­tro, esta y otras con­tra­rie­da­des que ex­pe­ri­men­to son re­sul­ta­do de un plan de ven­gan­za, de un cálcu­lo des­co­no­ci­do, de una enemis­tad irre­con­ci­lia­ble; y este plan, este cálcu­lo, esta enemis­tad, no lo dude usted, que­ri­da tía, están aquí, están en Or­ba­jo­sa.

—Tú te has vuel­to loco —re­pli­có doña Per­fec­ta, de­mos­tran­do un sen­ti­mien­to se­me­jan­te a la com­pa­sión—. ¿Que tie­nes enemi­gos en Or­ba­jo­sa? ¿Que al­guien quie­re ven­gar­se de ti? Vamos, Pepe, tú has per­di­do el jui­cio. Las lec­tu­ras de esos li­bros en que se dice que te­ne­mos por abue­los a los monos o a las co­to­rras, te han tras­tor­na­do la ca­be­za.

Son­rió con dul­zu­ra al decir la úl­ti­ma frase, y des­pués, to­man­do un tono de fa­mi­liar y ca­ri­ño­sa amo­nes­ta­ción, aña­dió:

—Hijo mío, los ha­bi­tan­tes de Or­ba­jo­sa se­re­mos pa­lur­dos y tos­cos la­brie­gos sin ins­truc­ción, sin fi­nu­ra ni buen tono; pero a leal­tad y buena fe no nos gana nadie, nadie, pero nadie.

—No crea usted —dijo Pepe— que acuso a las per­so­nas de esta casa. Pero sos­ten­go que en la ciu­dad está mi im­pla­ca­ble y fiero enemi­go.

—Deseo que me en­se­ñes ese trai­dor de me­lo­dra­ma —re­pu­so la se­ño­ra, son­rien­do de nuevo—. Su­pon­go que no acu­sa­rás a Li­cur­go ni a los demás que te han pues­to plei­to, por­que los po­bre­ci­tos creen de­fen­der su de­re­cho. Y entre pa­rén­te­sis, no les falta razón en el caso pre­sen­te. Ade­más el tío Lucas te quie­re mucho. Así mismo me lo ha dicho. Desde que te co­no­ció, dice que le en­tras­te por el ojo de­re­cho, y el pobre viejo te ha pues­to un ca­ri­ño...

—¡Sí... pro­fun­do ca­ri­ño! —mur­mu­ró el joven.

—No seas tonto —aña­dió la se­ño­ra, po­nién­do­le la mano en el hom­bro y mi­rán­do­le de cerca—. No pien­ses dis­pa­ra­tes y con­vén­ce­te de que tu enemi­go, si exis­te, está en Ma­drid, en aquel cen­tro de co­rrup­ción, de en­vi­dia y ri­va­li­da­des, no en este pa­cí­fi­co y so­se­ga­do rin­cón, donde todo es buena vo­lun­tad y con­cor­dia... Sin duda algún en­vi­dio­so de tu mé­ri­to... Te ad­vier­to una cosa, y es, que si quie­res ir allá para ave­ri­guar la causa de este desai­re y pedir ex­pli­ca­cio­nes al Go­bierno, no dejes de ha­cer­lo por no­so­tras.

Pepe Rey fijó los ojos en el sem­blan­te de su tía, cual si qui­sie­ra es­cu­dri­ñar­la hasta en lo más es­con­di­do de su alma.

—Digo que si quie­res ir, no dejes de ha­cer­lo —re­pi­tió la se­ño­ra con calma ad­mi­ra­ble, con­fun­dién­do­se en la ex­pre­sión de su sem­blan­te la na­tu­ra­li­dad con la hon­ra­dez más pura.

—No, se­ño­ra —re­pi­tió Pepe—. No pien­so ir allá.

—Mejor; ésa es tam­bién mi opi­nión. Aquí estás más tran­qui­lo, a pesar de las ca­vi­la­cio­nes con que te estás ator­men­tan­do. ¡Pobre Pe­pi­llo! Tu en­ten­di­mien­to, tu des­co­mu­nal en­ten­di­mien­to, es la causa de tu des­gra­cia. No­so­tros, los de Or­ba­jo­sa, po­bres al­dea­nos rús­ti­cos, vi­vi­mos fe­li­ces en nues­tra ig­no­ran­cia. Yo sien­to mucho que no estés con­ten­to. ¿Pero es culpa mía que te abu­rras y de­ses­pe­res sin mo­ti­vo? ¿No te trato como a un hijo? ¿No te he re­ci­bi­do como la es­pe­ran­za de mi casa? ¿Puedo hacer más por ti? Si a pesar de eso, no nos quie­res, si nos mues­tras tanto des­pe­go, si te bur­las de nues­tra re­li­gio­si­dad, si haces des­pre­cios a nues­tros ami­gos, ¿es acaso por­que no te tra­te­mos bien?

Los ojos de doña Per­fec­ta se hu­me­de­cie­ron.

—Que­ri­da tía —dijo Rey, sin­tien­do que se di­si­pa­ba su en­cono—. Tam­bién yo he co­me­ti­do al­gu­nas fal­tas desde que soy hués­ped de esta casa.

—No seas tonto... ¡Qué fal­tas ni fal­tas! Entre per­so­nas de la misma fa­mi­lia todo se per­do­na.

—Pero Ro­sa­rio ¿dónde está? —pre­gun­tó el joven le­van­tán­do­se—. ¿Tam­po­co la veré hoy?

—Está mejor. ¿Sabes que no ha que­ri­do bajar?

—Subiré yo.

—Hom­bre, no. Esa niña tiene unas ter­que­da­des... Hoy se ha em­pe­ña­do en no salir de su cuar­to. Se ha en­ce­rra­do por den­tro.

—¡Qué ra­re­za!

—Se le pa­sa­rá. Se­gu­ra­men­te se le pa­sa­rá. Ve­re­mos si esta noche le qui­ta­mos de la ca­be­za sus ideas me­lan­có­li­cas. Or­ga­ni­za­re­mos una ter­tu­lia que la di­vier­ta. ¿Por qué no te vas a casa del señor don Inocen­cio y le dices que venga por acá esta noche y que trai­ga a Ja­cin­ti­llo?

—¡A Ja­cin­ti­llo!

—Sí, cuan­do a Ro­sa­rio le dan estos ac­ce­sos de me­lan­co­lía, ese jo­ven­ci­to es el único que la dis­trae.

—Pero yo subiré...

—Hom­bre, no.

—Cui­da­do que hay eti­que­tas en esta casa.

—Tú te estás bur­lan­do de no­so­tros. Haz lo que te digo.

—Pues quie­ro verla.

—Pues no. ¡Qué mal co­no­ces a la niña!

—Yo creí co­no­cer­la bien... Bueno, me que­da­ré... Pero esta so­le­dad es ho­rri­ble.

—Ahí tie­nes al señor es­cri­bano.

—Mal­di­to sea él mil veces.

—Y me pa­re­ce que ha en­tra­do tam­bién el señor pro­cu­ra­dor... es un ex­ce­len­te su­je­to.

—Así le ahor­ca­ran.

—Hom­bre, los asun­tos de in­tere­ses, cuan­do son pro­pios, sir­ven de dis­trac­ción. Al­guien llega... Me pa­re­ce que es el pe­ri­to agró­no­mo. Ya tie­nes para un rato.

—¡Para un rato de in­fierno!

—Hola, hola, si no me en­ga­ño el tío Li­cur­go y el tío Pa­so-Lar­go aca­ban de en­trar. Puede que ven­gan a pro­po­ner­te un arre­glo.

—Me arro­ja­ré al es­tan­que.

—¡Qué des­cas­ta­do eres! ¡Pues todos ellos te quie­ren tanto!... Vamos, para que nada falte, ahí está tam­bién el al­gua­cil. Viene a ci­tar­te.

—A cru­ci­fi­car­me.

Todos los per­so­na­jes nom­bra­dos fue­ron en­tran­do en la sala.

—Adiós, Pepe, que te di­vier­tas —dijo doña Per­fec­ta.

—¡Trá­ga­me, tie­rra! —ex­cla­mó el joven con de­ses­pe­ra­ción.

—Señor don José...

—Mi que­ri­do señor don José...

—Es­ti­ma­ble señor don José...

—Señor don José de mi alma...

—Mi res­pe­ta­ble amigo señor don José...

Al oír estas al­mi­ba­ra­das in­si­nua­cio­nes, Pepe Rey ex­ha­ló un hondo sus­pi­ro y se en­tre­gó. En­tre­gó su cuer­po y su alma a los sa­yo­nes, que es­gri­mie­ron ho­rri­bles hojas de papel se­lla­do, mien­tras la víc­ti­ma, ele­van­do los ojos al cielo, decía para sí con cris­tia­na man­se­dum­bre:

—Padre mío, ¿por qué me has aban­do­na­do?

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Copyright ©Benito Pérez Galdós, 1876
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Fecha de publicaciónFebrero 2002
Colección RSSWorldwide Classics
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