https://www.badosa.com
Publicado en Badosa.com
Portada Biblioteca Novelas Narrativas globales
20/23
AnteriorÍndiceSiguiente

Gris de tiempo gris

Goza, Gonza VIII

Nicolás Soto
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaCaracas

Ya bastaba de diletantismo.

Habían llegado al acuerdo de hacer algo concreto.

Hacía falta combatir a la reacción y al oscurantismo.

Nada mejor que la fuerza redentora del fuego.

Salieron del burdel sin hacer ruido. Se dirigieron a la bodega de Cándido. Penetraron y sacaron dos latas de kerosén.

—¿Qué buscan? —preguntó Cándido, asomándose con su bata de falsa seda y su ansiedad lampiña.

Sojito ni le hizo caso.

—¿Qué piensas hacer, Pedro Esteban? —insistió el delicado tío.

—Apártese, carajo —soltó el sobrino.

Cándido se mordió el labio, impotente. Gonzalo le pasó por un lado, esbozándole una tonta sonrisilla.

Sojito pareció recordar algo y se devolvió.

—Deme cien bolívares.

—¿Para qué? —interrogó Cándido, con timidez feminoide.

—Que me los dé, nojoda.

Cándido pensó que si su terrible secreto era expuesto a la luz del día iba a morirse de mengua. Introdujo su mano en un bolsillo y extrajo un fajo de billetes amarrados con una liga.

—Afloje doscientos, más bien.

Cándido entregó lo solicitado. Sojito los amuñuñó y los metió en un bolsillo de sus jeans. Tomó las dos latas y se acomodó detrás de Gonzalo quien ya había encendido la moto. Arrancaron.

El tío bodeguero se había quedado en medio del patio con un aire de solterona empalagosa.

—¿Quién es ése? —curioseó Gonzalo.

—Un güevón. Dale rápido que esta vaina pesa mucho.

—¿Y tu lenguaje florido para dónde se fue?

—¡Qué cabronería!

«¿Qué mejor comienzo que reducir a cenizas ese templo de superstición que es el ánima del Túa-Túa?», había subrayado Sojito. La ignorancia inducida por los sacerdotes fariseos había hecho que gentes del pueblo edificaran esa capilla a orillas de la carretera nacional, en pretendido agradecimiento a un elemento que, supuestamente, había muerto en aires de santidad y ahora, desde su enjaezada tumba, prodigaba protecciones y dispensas. Los crédulos iban en interminable procesión a solicitar favores de todo tipo: curación de enfermedades, consuelo para amores no correspondidos, salvación de la ruina económica, graduación de bachillerato sin arrastre de materias, escapatoria de la recluta, localización de seres queridos extraviados. Luego de satisfechas sus aspiraciones, regresaban agradecidos con velones de a locha, sahumerios de todo tipo, flores olorosísimas que atraían a las avispas en bandadas, fotos de zagaletones con uniforme de cabo segundo de infantería y placas metálicas con la consabida inscripción:

Gracias por los favores concedidos.
Rdo. del 27-11-69

Los más delirantes pagaban sus promesas recorriendo a pie los diecisiete kilómetros de distancia desde Miguaque, vestidos con sayones morados de pecadores penitentes y arrancando de madrugada, para que el jupiterino sol de la llanura no los deshidratase.

«No es más que una mezquita radiactiva, propagadora de monsergas embrutecedoras», había sentenciado Sojito.

«Vamos a pegarle candela a esa mierda», dijo, escuetamente, Gonzalo, llena su alma de tedio existencial.

Habían llegado a la última loma que ocultaba la capillita. Las luces de Santa Narda de Miguaque titilaban como un pesebre tibio.

Para no dejarse escuchar, Gonzalo apagó la Harley. Descendieron en neutro, sintiendo una brisa propicia para equilibristas viudos.

Al llegar a lo plano, se apearon y ocultaron la máquina en un montarascal. El restaurante de carretera que estaba a la vera de la ermita hacía rato que había cerrado. No obstante, los dos intrusos extremaron precauciones.

—Me hubieras dicho que aquí había una gasolinera y nos habríamos ahorrado el viaje por el kerosén —susurró Gonzalo sin detener su desplazamiento.

—A esta hora no hay despacho —contestó Sojito, aguzando el oído.

—Tú lo que querías era sacarle los reales al maricón —prosiguió Gonzalo.

—Silencio —Sojito hizo un gesto de alerta.

Una gandola cargada de reses pasó rumbo a Miguaque haciendo retemblar la tierra. Los muchachos se agacharon.

Gonzalo tomó una de las latas y, más ágil que su compañero, se acercó en cinco zancadas a la puerta del santuario. Puso el envase en el suelo. Extrajo una especie de pequeña ganzúa y, con experticia de gamberro marsellés, abrió el candadito de la puerta.

Del interior provenía un resplandor cetrino. Gonzalo apartó unos cortinajes rasposos y se introdujo. Sintió un comienzo de escalofrío en su espinazo. La luz de la luna se combinaba con la refulgencia temblorosa de los velones de a locha produciendo sombras hiperkinéticas. Sudó y creyó que el sudor le iba a nublar la vista.

En el centro había un catafalco negro. Por su mente pasó una ráfaga vívida de 368 escenas de películas de terror. «No pienses culerías, Gonzalo.» ¿Y si se abría el féretro? ¿Y si el ánima del Túa-Túa, con su ingente poder, resucitaba y se le enfrentaba? ¿Y si se le aparecía un muerto? ¿Y si salía una mano fantasmagórica por entre las baldosas del piso y lo agarraba por los pies? ¿Y si, de repente, comenzara a escuchar voces cavernosas de occisos vengadores? ¿Y si las caras funerarias de los retratos de agradecimiento cobraban vida? Había una que se había movido, estaba seguro. Las velas se estaban apagando. Una música horrible estaba punzando sus tímpanos. La carne se le ponía de gallina. Iban a salir los muertos. Iban a abrirse las tumbas.

¡¡PAM!!

Gonzalo saltó. Hubiera corrido despavorido. Lo hubiera hecho. Su único pensamiento racional, en una microfracción de segundo, fue rogar porque no se le aflojaran los esfínteres.

—Por poquito no me desmadro el pie... —dijo Sojito, sobándose la mano acalambrada por el peso y la incomodidad de la lata de kerosén caída en el piso. Habría notado la palidez cadavérica de Gonzalo de haber estado más iluminada la estancia.

Con eficiencia fanática, Sojito impregnó de combustible todo el interior de la capilla. Su cerebro era un poliedro afiebrado de obsesiones. Ésta era su lucha personal contra Dios. Era su venganza por haber sido condenado a una existencia banal. Gonzalo escuchaba alelado un monólogo vertiginoso.

—Sí. Existes. Claro que existes. Pero no eres la entidad benévola y acogedora del rabí galileo. Esa experiencia de redención mesiánica no fue sino un globo de ensayo tuyo para jugar con nosotros, tu creación. Te divierte hacernos circular desnudos e indefensos por este erial crapuloso. Te diviertes cuando nos engañas y nos haces ilusionar con paraísos alcanzables a través de la fe y la penitencia. Te divertiste cuando nos hiciste llegar profetas que nos hicieron abrigar falsas esperanzas. En realidad siempre fuiste el mismo Dios vengador, tonante e intransigente del Antiguo Testamento. Lo único que deseas es hacernos sufrir en estas vidas míseras. Te alimentas con nuestra adoración y nuestros temores. Ése es el secreto de tu existencia. Por eso juegas con nosotros con actitud ambivalente. Pero he descubierto tu jueguito infame de las dos caras. Por un lado, el Padre protector que siempre acoge al Hijo Pródigo. Por el otro, el sátrapa sobrenatural que nos condena a malvivir en este valle de lágrimas, como lo llamaba tu presunto «Hijo», pudiendo, con tu omnipotencia, preservarnos de la incuria de este universo pérfido. ¿Dónde está la fuente de tu omnisciencia y de tu poder omnímodo? La poseemos nosotros, tu creación. Tu malhadada creación. Nos fabricaste a tu imagen y semejanza para nutrir tu existencia de parásito del más allá con nuestra fe y nuestra credulidad. Ése es tu maná. Si dejamos de creer en ti, te desinflas como un globo de feria y te conviertes en carroña de gusanos abstractos. Claro que existes, Dios. Se equivocaron Voltaire y Marx cuando te describieron como producto de la ignorancia y la superstición. Claro que existes, sádico del Edén y del Olimpo, Saturno coprófago que te comes a tus hijos en el crisol de tu insaciable vanidad. ¿Qué castigos aberrantes has reservado contra quienes, como yo, han descubierto el terrible y miserable misterio de tu verdadera sustancia? Sé que me vas a destruir y me vas a desintegrar en un escarnio hórrido. Voy a morir de cualquier causa infamante, vejado en un anonimato infernal. Ése es el precio que tengo que pagar. Pero voy a divulgar tu secreto. Estás condenado, Dios zarrapastroso. Tus mismos hijos te harán perecer cuando conozcan tu vulnerabilidad. No serán suficientes todos los obispos, imanes, lamas, heresiarcas, sacerdotisas y demás celadores de tu roñoso imperio para impedir tu decadencia. Estás condenado, de la misma manera como lo estoy yo. Tú tienes el poder del mastodonte. Yo tengo el poder del virus. Nuestra lucha es a muerte. Ambos sucumbiremos. El universo será libre. Muere, maldito cagajón metafísico.

Las primeras llamas consumieron unas cayenas amarillas y un crucifijo de madera.

Gonzalo lloraba con el terror.

Sojito lloraba con el humo.

El fuego se propagó hasta la gasolinera.

La explosión fue atronadora.

João Vermelho, el propietario, se levantó en pantuflas gritando:

—¡Virgen do Fátima! ¡Virgen do Fátima!

Los dos muchachos contemplaron desde la loma la arquitectura flamígera.

«¡Estás descubierto! ¡Estás descubierto!», pensaba Sojito, con porfía.

Gonzalo sintió que el horror se le había diluido en una euforia bizarra. Decidió darse dos pases más.

—Son muy graves estas acusaciones en tu contra, hijo.

Pedrarias procuraba abanar la neblina que había entronizado en su mente desde hacía cuarenta y ocho horas.

—No obstante, con un ligero esfuerzo de tu parte, conseguiremos sacarte rápidamente de aquí...

Una luz incierta se reflejaba en las paredes tiznadas de pintura al óleo y le molestaba la visibilidad.

—... y lo más importante, sin manchas de ninguna especie. Es decir, cero antecendentes penales, cero expedientes, cero constancia de que has estado recluido en esta penitenciaría.

Pedrarias fijó la mirada en el hombrecito grasoso que le hablaba. Estaba cubierto de arrugas como una ciruela pasa. Se chupaba los dientes amarillentos y, simultáneamente, mordisqueaba con fruición una boquilla negra. Tenía saliva reseca en la comisura de los labios.

—¿Estás interesado en conocer las condiciones?

Pedrarias mesó sus cabellos. Su cuerpo estaba hecho talco por la incomodidad del traslado desde Caracas. Hacía dos días que no se bañaba y el calor le era insoportable. Había un ventiladorcito giratorio en la habitación, pero era más el ruido que hacía que el alivio que proporcionaba. Estaba deprimido. Su mirada brumosa se fijó en el pingüino.

—Te las explicaré de todas maneras. La familia Alvarenga desea que firmes un documento donde, entre otras cosas, te comprometes a no volver a ver a María Enriqueta; a no ejercer ninguna reclamación de paternidad en caso de que esta, ejem, efímera unión marital arroje frutos... (aquí entre nos, yo creo que eso es innecesario porque, qué carrizo, si salió preñada el problema es de ella, ¿verdad?, por eso es que yo pienso que tú no te vas a echar esa vaina). También te obligas a no fijar residencia en Santa Narda de Miguaque por un período de diez años so pena de que se reactiven las acusaciones en tu contra. Hay otro par de clausulillas más concernientes a tu familia (¡ah putas bien feas las que trabajan con tu papá!). Firma y sales, hijo. ¿Cómo la ves?

Ramírez Pérez sabía que tenía a su presa cogida por la yugular. No tenía escapatoria alguna. ¿Para qué resistirse, entonces? Lo mejor era transarse. No valía la pena hundirse en la sordidez y podredumbre humanas de la penitenciaría por causa de unos polvos, por más bien echados que hubieran estado.

El negocio era redondo. Efraín y María Esperanza Alvarenga contaban con que él, el flamante litigante, Donato Ignacio Ramírez Pérez, arropara todo este embrollo con un manto de tierrita encubridora. El portugués Viera pretendía que sus lucrativos negocios no fueran afectados por las metidas de pata de su vástago mayor. Efraín se orinaba por la presidencia del Concejo Municipal. María Esperanza temblaba de la rabia cada vez que recordaba que su inmaculada hija le abrió las piernas al primer bicho de uña que se le atravesó por delante. Viera deseaba que no le clausuraran sus bares de ficheras y, muchísimo menos, ser expulsado del país.

«No hay pérdida posible», pensó Ramírez Pérez, «aquí cobro por todos lados. Y todavía me queda pendiente el caso de José Gregorio Livorini. Mira que me cansé de decirle a ese mente de pollo que se quedara enconchado en la montaña de Tamanaco. Pero qué va: ¡y es que pelo de cuca jala más que winche! Menos mal que ya tengo palabreado al juez para que lo suelte la semana próxima. Qué haría uno sin las argucias. En fin, finiquito el asunto con este zagaletón y me empujo para Miguaque a engrasarle la mano a todo el que haga falta para sacar a José Gregorio».

—Entonces, hijo, ¿qué respondes?

Querido flaco:
¿Te has dado cuenta de cómo luchan para arraigarnos?
¿Te fijas cómo llegan sus garras linfáticas, sinuosas,
        asquerosas y despedazan nuestras moradas?
¿Has visto cómo nada ni nadie puede sofocar nuestra lealtad?
¿Puedes oler la congoja pálida de mi corazón?
¿Vivo todavía en el manantial de tu alma?
¿Pronuncian mi nombre tus ojos?
¿Dónde estás que mi respiración no te alcanza?
¿Te duelen las deudas de mi espíritu?
¿Es éste, tu hijo, mi hijo, un tiempo de asombros enamorados?
¿Sabías que el amor tiene el rostro de la ausencia?
¿Debemos subyugarnos a estos disfraces que deambulan
        por entre dunas de calcio?
¿Desfalleceremos en esta prisión aberrante y falsa?
¿Por qué no puede mi pensamiento
                            despegarse de ti
                                              ni un instante?
María Enriqueta

Era un día de nubes sólidas y apabullantes. Lo recorría, de palmo a palmo, un calor ambulante, entrépito y stalinista que predecía el invierno.

—O llueve o tiembla —aseveró don Lorenzo Miranda Toledo, quitándose la gorra de tela escocesa y halando los tirantes que le sujetaban los pantalones por encima del ombligo.

Un olor a tinta lo impregnaba todo. El contrapunteo de fuelles asmáticos hacía presumir que el trabajo de la tipografía no se detenía nunca. Don Lorenzo sorbió con mano temblorosa un poco de guarapo, agarró El Universal de ese día y se dispuso a leer la página de opinión. Admiraba la prosa bizantina de los colaboradores del benemérito diario caraqueño, sus inagotables referencias históricas de los próceres de la Independencia y las crónicas sobre la vieja y colonial ciudad que había perecido ante el chorro de dinero de la bonanza petrolera.

Abrió con lentitud senil la libreta verde y comenzó a transcribir las metáforas, los adjetivos y los giros expresivos que le parecieron más interesantes. Los utilizaría, a no dudar, en la reseña social del próximo número del periodiquito. ¿Qué término sustituiría al ya trillado «honorable matrona»? Debería consultárselo al padre Carrasco, quien era un pozo de enjundiosa erudición. Aunque últimamente lucía como enfermo.

Trataría de levantarle el ánimo cuando le hablase de los adelantos en el libro que estaba escribiendo sobre las familias más importantes de Miguaque. Los Enrile, los Alvarenga, los Fragachán, los Antilano, los Livorini y otras tantas más engalanaban, con su prístina prosapia y sus incontables enlaces entre sí, las peripecias de tan risueña crónica. Cualquiera que no fuese él, con su natural agudeza para discernir quién se había casado con quién, se hubiera enredado con los frecuentes entrecruzamientos de los mismos apellidos. Y era que había una sólida tradición de arraigados principios morales que defender. Sobre todo en estos tiempos terribles y confusos que se asomaban.

Esto era lo que había traído la democracia: relajo, bochinche y gobierno de los «pata en el suelo». Hasta se estaba creando una cofradía de nuevos ricos adecos que pretendía codearse de tú a tú con lo más selecto de la sociedad. Muchos querían acceder a cuenta de un título universitario o de una prebenda gubernamental. Por eso él había votado por Caldera. En tiempos de Gómez, de Medina Angarita y hasta del mismo Pérez Jiménez eso hubiera sido inconcebible.

La razón era que en Miguaque abundaban los tenderos enriquecidos y los contratistas buchones, como él los llamaba. Para colmo ahora hasta se hablaba de drogas, habráse visto. Y anoche hubo un pavoroso incendio en el ánima del Túa-Túa. «Alfredo Enrile Salom me dijo esta mañana que era un sabotaje. ¡Voto a Dios! El mundo está perdiendo la ínclita luz de la cordura. Voy a escribir un editorial sobre esto para la edición de la semana que viene. Ojalá caiga todo el rigor del prohombre de la Ley sobre esos gandules del quehacer ocioso», meditó antes de que le acometiese un acceso de tos.

Escuchaba una música aguda aproximándose. Era Ciriaco, su viejo empleado y colaborador. «Ahora le ha dado por andar con ese radio transistor guindándole de la faltriquera, como si fuera una leontina». La estrecha oficina se anegó con el lloriqueo de Olimpo Cárdenas cacareando «Una tercera persona».

—¿Quiúbo, don Loro? ¿Cómo se siente?

—¿Ah?

—¿Amaneció sordo?

—Bájale el volumen a ese bendito engendro del Averno.

Ciriaco accedió. Traía en la mano un fajo de correspondencia. Lo desplegó encima del desconchado escritorio. Don Lorenzo distinguió una copia del Correo Balestrinero de Betijoque y un sobre manila tamaño oficio, medio arrugado, donde sobresalía Para Don Loro escrito en rojo con marcador grueso.

—Mueblería Damasco da la hora —se desgañitó una voz engolada por el radiecito—: ¡son las ocho y pico!

—¿Y eso? —inquirió don Lorenzo, señalando el sobre manila.

—Lo metieron por debajo de la puerta. Ahí estaba cuando llegué esta mañana.

—Amigo viajero, ¡deténgase! El restaurant 12 de Octubre, atendido por su propio dueño, el popular Cayeya Camacaro, lo invita a degustar sus delicias criollas: cochino frito, mondongo rebosado, chicharrón con pelos, pisillo de venado, tere-tere, morcilla y ñemas de terecaya, recién cogidas del Orinoco. ¿Y la cerveza? ¡Bien fríiiiiiaaa! Ambiente familiar, pista de baile y patio de bolas criollas. ¡Visítenos y se convencerá!

Don Lorenzo desgarró el sobre y extrajo su contenido. Era una hoja estrujada y manchada con tinta de multígrafo. Ciriaco ordenaba artículos redactados por su jefe para llevarlos a imprimir.

—¡Extra! ¡Extra! ¡Urgente! (Fanfarria tonante.) ¡Radiodifusora Miguaque informa! (Redoble de timbales.)

—Esos bellacos van a leer de seguro un recorte de Últimas Noticias. ¿Por qué no leerán extractos de mi periódico? ¿Quién es el principal accionista de la radio? Lino Fragachán, sí señor, lo voy a conversar con él —murmuró don Lorenzo buscando en la gaveta los bifocales.

—A continuación pasamos a dar lectura a un comunicado llegado a nuestros estudios donde un supuesto «Comité Unido de Lucha Organizada» (cuyas siglas nos abstendremos de pronunciar por obvias razones), reivindica el atentado terrorista de anoche a ese santuario de veneración popular como lo es el ánima del Túa-Túa. Este documento apócrifo dice lo siguiente: «Al pueblo de Miguaque, de Venezuela y de Latinoamérica toda: El Comité Unido de Lucha Organizada ha dado comienzo a sus actividades revolucionarias procediendo a reducir, hasta sus cimientos, a ese epicentro de superstición y oscurantismo configurado por la ermita del Túa-Túa. El sistema está carcomido y su putrefacción se revela, en su forma más nauseabunda, en la complicidad entre los mitos religiosos (opiáceo de la conciencia popular) y las prácticas explotadoras del capitalismo reaccionario.»

Las palabras rebotaban del oído al papel sostenido por la mano temblequeante de don Lorenzo, danzando en una mermelada de ecos derretidos. Sus labios se movieron al unísono, en lectura litúrgica, doblando al locutor.

«Bakunin dijo, en cierta oportunidad, que Dios era el obstáculo esencial para la libertad del hombre. De hecho, nuestra burguesía usufructúa de la ignorancia del pueblo para mantenerlo postrado e inerme. ¿Hasta cuándo proseguirán en su labor de corrupción, con su oro vil que les abre las compuertas del cielo y con sus disparates religiosos? Llegó la hora de ejercer la conciencia en tal que producto social. Nosotros proclamamos: ¡Muera la incertidumbre! Los ricos y su Dios son nuestros enemigos. Nuestra lucha es contra este limbo al que se nos tiene condenados. La meta del enemigo es reducirnos a la homogeneidad de la nada. Nosotros respondemos: ¡Destrucción!, porque la urgencia de destrucción es una necesidad creativa. La ciencia triunfará sobre las miserias de la ignorancia. ¡Viva el conocimiento! ¡Abajo el sistema!

»Miguaqueños, venezolanos, latinoamericanos: nuestro continente es el ámbito de lo real, de lo mágico y de lo maravilloso. Hemos sido víctimas del engaño que ha pretendido domesticar nuestra rebeldía de pueblo de sangre caribe y bantú entremezclada con linaje de hidalgo español. Somos el pueblo de Bolívar, de Boves y de Ezequiel Zamora. Aquí no hay lugar para la abulia. Nuestro destino es la lucha. El único Dios que existe es el que comanda la rebelión popular. Ese es el solitario acierto pragmático de este reino apopléjico. Si no resistimos, seremos despedazados por los curas y los burgueses. Después que triunfemos, imperarán la paz y el amor. El C-U-L-O desea que todos ustedes se refugien en su interior. El C-U-L-O os ama.»

—Así finaliza el comunicado llegado a nuestros estudios, amables radioescuchas. (Fanfarria clamorosa.) ¡Éste ha sido un extra de Radiodifusora Miguaque! ¡Seguiremos informando! (Cierra la fanfarria.) ¡Y ahora, cuando son las ocho y treinta y cinco, seguimos con las colombianitas! (Arranca un vallenato.)

Don Lorenzo pensó:

«¡Oh transparentes cristales de mis pupilas, qué dislates, qué despropósitos! ¿Quiénes son estos hunos desalmados? ¿Será la cólera de Dios? ¿Será el Apocalipsis? Estoy crispado. Esto es inaudito. Llamaré a Alfredo Enrile Salom, a Efraín Alvarenga y al padre Carrasco de inmediato.»

—¡Ciriaco! ¡Tráeme la cucharada que me da el soponcio!

Estaba a punto de sucumbir a un verdor delirante.

Toda la noche había divagado en un yo-yo febril.

Rezó de rodillas ante la imagen de un Cristo famélico y abrumado por los dolores del mundo. Era una cara lacerada por las afrentas y tallada en madera de suicidios amarillos.

Las chicharras y los grillos parecían regodearse ante el cante jondo de la noche larga. Florentino y el Diablo se careaban al pie de un arpa acuñada en fuegos quirópteros.

Amaneció, al fin. Su mejilla estaba adosada al linóleo del piso. Lloraba con lágrimas ajenas. Retomaba, porfiadamente, el «Yo Pecador». La sotana estaba ahíta de sudores urticantes. El calor era el mismo del infierno.

En un desliz de cordura se incorporó. Se desvistió con dedos pálidos de uñas azuladas. Había un dolor amarrado en su costado. «Dame el vinagre, centurión», reflexionó, imaginándose suspendido a lo largo de un madero en una tarde de Pascua judía. «Traspásame, lanza, traspásame y haz que mi sangre se vierta en las llagas de los leprosos, en las cataratas de los invidentes, en las bubas de los sifilíticos, en el sueño de los fallecidos que van a resucitar.»

Una fatiga eléctrica, herencia subjuntiva de un tatarabuelo aberrado, lo agobió. Buscó el lecho a tientas. Se tendió y oró con terquedad, mientras sus huesos y sus dientes vibraban con puerilidad de anguila del Orinoco.

—Hoy pasamos el páramo, Dionisia —murmuró cuando vio venir, apartando las persianas del delirio, a la vieja solterona que fungía de ama de llaves de la casa parroquial.

Le tocó la frente.

—Tiene quebranto, padre. Será mejor que no se levante. Aguánteme aquí que le voy a preparar un guarapo de limón con canela bien caliente, para que se lo tome con dos aspirinas.

—Dionisia...

—Dígame, padre.

—¿Éste es el mismo cielo de la mesa de Esnujaque?

—El cielo es el mismo en todas partes, padre.

—Pero, ¿por qué lo veo más candente?

—Porque la calor está bien brava. Malo para nosotros que vivimos en el pueblo, pero bueno para los que sembraron el maíz temprano. No se mueva, padre, que voy a la cocina. Le voy a poner la radio para que se distraiga.

Dionisia salió. El aparato exhalaba una cacofonía enfática. Las palabras salían esparcidas.

Intentó orar. Lo necesitaba.

Una frase por aquí y otra desperdigada por allá halaron su atención. Ese lenguaje pedantesco le era familiar. Pero no el trasfondo. ¿Dios obstáculo para la libertad? ¿Qué, qué, qué?

«¡Cristo redentor, apiádate de mí!», imploró.

—Ay, padre, es verdad —dijo Dionisia, regresando con un pocillo humeante en una mano y dos tabletas blancas en la otra—. Anoche le pegaron candela al ánima del Túa-Túa. Aquí está don Lorenzo. Vino para contarle los detalles. Pero pase adelante, don Loro. Usted es de la casa.

Eran como dos apariencias borrosas que bailoteaban como los Diablos de Yare alrededor de la casa.

—Fueron esos forajidos drogómanos. Estoy persuadido, padre.

—Ave María purísima. Fin de mundo, padre.

—Hay que tomar medidas ejemplarizantes. ¿No le parece, padre?

—Bendito sea Cristo. Son unos gálfaros, padre.

—Voy a hablar de inmediato con el teniente Eugenio Enrique, padre.

—Zámpenlos toditos a la cárcel para que aprendan esos marihuaneros. ¿No es verdad, padre?

«He amamantado al Anticristo. He ahí mi culpa. Mi expiación no será en este mundo. Imploro tu misericordia, Señor. La vanidad me llevó a creer que yo era un nuevo Juan el Bautista. Todo lo contrario. He sido el mentor de un monstruo. Le he dado cobijo a un embrión de Satanás. ¿Por qué yo, Espíritu Santo? Quiero ser tu humilde siervo. Santa María, madre de Dios...»

Ya en el pasillo.

—Dionisia, aquí entre nos, el padre Carrasco no está nada bien. Creo conveniente mandar a llamar al doctor Fragachán Pachano.

—Ay, don Loro, usted es un alma de Dios.

Elena despertó con un sabor de cedazo en la boca pastosa.

Se levantó pesadamente. La cabeza le daba vueltas. El espejo la reflejaba con la misma penumbra de hacía quince años.

Con esa torpeza maneta que tienen los que duermen siestas vespertinas, se malcolocó las chancletas. No eran las suyas. Eran las de la vieja dulcera. Se sostuvo del filo de la cama mientras buscaba algo de donde asirse al mundo que parecía avanzar sin ella.

Recordó el ataque de nervios en el hospital. Había mantenido una calma infame en el traslado desde la carretera nacional. Pedro Esteban había estado a su lado, observándola con córneas y pupilas veladas, al tiempo que ella le relataba, a través de tapices de melodía monocorde, la historia de su génesis y su concepción.

«Algún día habría tenido que enterarse de su verdad», pensó.

Pedro Esteban no pronunció palabra, con esa lejanía tan de él, tan ajena, tan escondida, que ahora la desconcertaba. Fue como un deber ritual pues, siempre lo había sabido, los dos eran animales del monte, errabundos y sin sentido de la pertenencia.

Cuando bajaron el cadáver de Nectario, o Benavides, de la ambulancia, Pedro Esteban lo detalló con postura asertiva de cirujano taciturno. Lo miró sin verlo, constatando. Dio media vuelta y se marchó con su amigo hippie, en la moto, de la misma manera como había aparecido.

Elena se sintió sombra.

Un detective de PTJ se le había acercado enseguida y comenzó a hacerle preguntas. Ella respondió mecánicamente al tiempo que seguían el cuerpo envuelto en una sábana blanca. Vio cómo lo introdujeron en una nevera anónima y comenzó a desgajar unas lágrimas mudas que, paulatinamente, le fueron haciendo perder la compostura. Eran los vaivenes del desamor que la arrollaban inmisericordemente.

Había perdido el control de sí misma en lo externo. Para sus adentros pensaba: «¿Estaré sobreactuando? Puedo estar cuerda otra vez, si lo deseo. Para volver a la normalidad lo único que necesito es apretar el botón del autocontrol. La ocasión requiere un tanto de lágrimas, gritos y berrinches. ¿Qué diría Nectario de todo esto?»

Un médico prognático y greñudo le tomó el brazo, le ató una banda de goma y le inyectó un líquido verdoso. Mientras flotaba vertiginosamente en laberintos transparentes que desembocaban en un limbo disparatado y feliz, vio a Cándido acercársele con una cara obtusa y desordenada, como en los cuadros de Picasso.

A lo lejos se escuchaban pájaros y música radiofónica. Intentó ordenar sus pensamientos. Partir, partir. ¿Hacia dónde? Todo le resultaba ahora insoportable. Sus piernas se acobardaron ante la certeza de verse señalada con el dedo entre la multitud de cabezas sin rasgos.

Su vida estaba maldita en este pueblo. Se iría lejos, muy lejos, donde nadie la conociese. Donde no existiera la horrible sentencia de la desgracia y de la muerte persiguiendo a quienes se atrevieran a enamorarse de Elena Bernárdez.

Unas frases al garete que entraron indelicadamente por la ventana llamaron su atención. Eran unos dislates terribles y blasfemos que provenían de la radio. Se acordó del fuego del horizonte la pasada noche y la llegada de Pedro Esteban cual ave fatigada por la luna llena. El calor y las palabras la marearon. Sintió amor de vientre y de placenta. Se escuchó diciendo a las ásperas sombras: «¡Hijo! ¡Hijo! ¡¿Qué te he hecho?!»

Los sollozos afloraron incontenibles por todo el amor y todo el egoísmo de esos años incinerados. El dolor era insoportable. ¿Dónde estaban los abrazos y las caricias de ese pedazo de sí misma que había dejado escapar navegando en mareas foráneas? ¿Dónde estaba la cercanía del hijo extraviado y aturdido?

Cándido entró presuroso al escuchar los gimoteos contenidos de su hermana.

—Toma esto por favor, Elena. Lo mandó el médico.

Elena lo vio traspasar una neblina andrógina. Era delicado, frágil, liviano. Aceptó el Valium, sin decir nada. Cándido la veía con solicitud de enfermera, con piedad de monja, con lealtad de hermana preterida. Elena atisbó una tristeza soterrada en sus facciones lampiñas.

—Qué no hubiera dado por ser como tú, linda —le escuchó decir mientras las nubes artificiales del ensueño cubrían su vuelo de corocora extraviada.

La carretera era un hilo dental que se refugiaba en las encías del horizonte.

Había gavilanes primitos balanceándose en los alambres destemplados del telégrafo a la caza de tucusitos descuidados. De vez en cuando, se podía ver a una zorra camacita en vivaracha persecución de un conejo huidizo por entre los mogotes.

Sojito le había contado sobre su bastardía a Gonzalo y se mostraba taciturno.

—Eso es increíble, chamo —repetía Gonzalo una y otra vez, sin descuidar el volante y estirando la boca y el gaznate como King Kong.

Se sirvieron otra porción del polvillo para vencer el sueño. Habían decidido, de improviso, marchar a la capital del Estado a visitar a Pedrarias, en la penitenciaría.

—Es un deber de panas —había comentado Gonzalo al sustraer el carro de su tío, el profesor Ugarte Ayala, quien nuevamente había partido hacia Valencia el día anterior.

Sojito decantaba en incompresible monólogo el peso terrible de su confusión.

—Sartre lo dijo, en un intento de acercar la antropología existencial al fervor radical. Se nos pretende dividir en dos clases de hombres: los obedientes y los sumisos, siervos de la gleba, números prescindibles, proletariado anónimo; y los elegidos del destino, tributarios del resto de la homósfera, ungidos, sagrados, necesarios. Los propietarios de los flancos ignominiosos. Éstos son los verdaderos elegidos de Dios, los que no afectan dilemas vivenciales y, por tanto, pueden afrontar su pathos sin rémoras emocionales que puedan degradar su sagrada misión de dominar los entornos. Sí. Eso es.

Gonzalo gruñía, viendo la carretera.

—Son las piedras filosofales del engaño divino. Los amantes del conocimiento puro, como Einstein y los filósofos, conciben a Dios como una suerte de verdad a medias e inconclusa de la cual la investigación científica viene desentrañando aspectos parciales a través de la relatividad, la mecánica cuántica, el principio de incertidumbre, las leyes de la termodinámica, la evolución en complejidad-consciencia de Teilhard de Chardin y, en fin, todos los demás hitos de la ciencia. Serían las columnas básicas que irían edificando una estructura diversa que gobierna al universo con inapelables edictos, ya que es evidente que el cosmos no se comporta como una partida de dados...

—Topo ahí —dijo Gonzalo, mordisqueando el aire.

—... así lo dijo Einstein. En los aspectos fácticos, todo eso es correcto: estructuras coherentes y dinámicas que se imbrican. Pero, ¿y la dominación y el sojuzgamiento inherentes a la Creación? Dios no nos fabricó para hacernos felices, como sería la lógica del amor filial. La única explicación es que seríamos un gigantesco caldo de cultivo de conejillos de Indias y de chivos expiatorios que, gracias a reacciones que han escapado a Su control (no es tan omnipotente ni tan omnisciente como parece), hemos tenido la posibilidad de vislumbrar una salida sin Su visto bueno, sin Su supervisión y sin Su imprimatur.

—¿Ah? —Gonzalo no entendía ni jota.

—El lastre consiste en los sentimientos y en los remordimientos que nos limitan. Son los sueños ancestrales inducidos por el temor a lo desconocido. Si hemos sido capaces de luchar, desde tiempos remotos, contra el orden de la nobleza, el orden feudal, el orden burgués, contra el orden mismo de la naturaleza, ¿por qué no hemos sido capaces de rebelarnos contra el orden de la falacia? Por eso es que sostengo que Dios sí existe, en su misteriosa sustancia aún no develada, pero que su pervivencia como ídolo supremo está amenazada por el carácter retrechero, veleidoso y contestatario de la raza humana. O al menos de sus adalides más conspicuos.

—Qué arrecho —comentó Gonzalo, acercando un fósforo a un 747, cuidando que el viento que penetraba por la ventanilla no lo apagara. Encendió la radio en el preciso momento en que una estática creciente cobijaba las zahirientes palabras.

—Escucha, panita. Están leyendo el comunicado.

—Qué cagante, ¡uf! Tenemos revolucionado al pueblo.

Sojito repitió mentalmente los vericuetos de la enrevesada sintaxis. Pero su pensamiento retornaba porfiadamente a Elena.

Sus ojos se aguaron. Deseaba manifestarle realmente que la quería, que la comprendía y la perdonaba. Se hizo la promesa de que, al regresar a Miguaque, echaría a un lado la coraza de indiferencia. Todo cambiaría entre ellos.

Gonzalo recordó a Julia.

«Qué bolas. Me enamoré de verdad», pensó.

Aparecieron las primeras lomas que anunciaban la cercanía de la capital del Estado. El cielo estaba encapotado. El calor arreciaba. La naturaleza anhelaba lluvia.

Eugenio Enrique y «el Bolondrito» desayunaron en el Hotel Santa Narda.

—Toma. Aquí te los anoté a todos —Pablito Awad entregó una lista en un papel—. Los tres primeros que aparecen son las que la distribuyen.

—Pedro Wilson Viera Leitão, Gonzalo Ayala y... ¡Pedro Esteban Sojo Bernárdez! Oye, no puede ser. ¿Mi propio primo vendiendo drogas?

—Como lo ves...

—Pero si él era el mejor alumno del colegio del padre Carrasco.

—Tú lo has dicho. Era.

—¿Este Pedro Wilson no es el mismo que está arrestado por lo de la hija de María Esperanza?

—También se las da de subversivo y alzado.

—¿Así es la cosa? Ya le vamos a dar su «tate quieto». ¿Y el otro?

—El otro es un hippie, fumón y vago con carnet.

—Menos mal que me pusiste en autos, «Bolondrito». Estoy más que seguro que aquí también tenemos a los incendiarios del Túa-Túa.

—Dalo por descontado.

—Les voy a aplicar un escarmiento que se van a acordar del día en que nacieron. ¿Y tú, «Bolondrito»?

Pablito Awad se quedó con la mirada en blanco, como esperando un banderillazo.

—¿Yo qué?

—¿Cómo sigue el canto?

Pablito Awad se relajó. Pensó que le iban a recriminar la soplonería.

—Chévere. La semana que viene voy a grabar un disco en Caracas y, probablemente, me presentaré en el Show de Renny junto con Nancy Ramos y Trino Mora.

—¿Y no estabas cantando con el Combo La Sensación? —preguntó Eugenio Enrique apurando un con leche grande.

—Eso es mientras cuadro las cosas. Definitivamente me mudo para la grande. Hasta pienso ponerme un nombre artístico.

—¿Ajá?

—Sí. Para los efectos de televisión y discos me voy a llamar Paul Alexander.

—¡Upa! Felicitaciones, «Bolondrito».

—Gracias.

—Bueno, suerte. Te dejo. Voy a comenzar a mover los hilos —Eugenio Enrique se levantó de la mesa, dejando unos billetes y una propina.

—Saludos a Julia —ripostó adulante «el Bolondrito».

Eugenio Enrique sonrió guiñando los ojos.

Era la radio.

—¿Oíste eso?

Azael Lisandro, hijo, en su rol de comandante clandestino, había apagado el viejo aparato de galena.

—Me parece que nos salió una competencia rara —comentó Natalí.

—Hay que averiguar quiénes son, no vaya a ser que nos echen a perder la operación.

—¿Te diste cuenta del lenguaje que utilizaron?

—Es extraño, ¿verdad? Se nota que poseen intenciones revolucionarias pero también que tienen una confusión conceptual del tamaño de la cordillera de Los Andes.

—Atacando a la Iglesia y a Dios no se ganan adeptos en estos pueblos.

—Tienes razón, Natalí.

En eso entró el ñato.

—¿Qué se ha sabido? —preguntó Azaelito (a) comandante Argenis.

—Parece que van a suspender el acto porque el padre Carrasco está muy enfermo.

—¡¿Qué?! —Azaelito se incorporó, preocupado.

—¿Y del incendio del ánima del Túa-Túa? —inquirió Natalí.

—No se sabe nada —confirmó el ñato—. Otra cosa, comandante Argenis. Malas noticias.

—Dímelo sin tanta prosopopeya.

—El hombre que mató Livorini anoche...

—¿Sí?

—... es el comandante Camero.

Natalí bajó la vista. Azaelito dio unos pasos hacia el patio, pensativo. Hacía calor. Un gallo zambo del vecino cantó desafiante.

—Llámame a los muchachos.

El ñato fue a las dos escuetas habitaciones y regresó con cuatro hombres entecos, de edad indefinida y barba rala. Se sentaron en las silletas de cuero.

—Hay cambio de planes, compañeros.

Todos lo miraron, aguardando con eficiencia a que se les describiera el nuevo panorama.

—Ahora sí vamos a utilizar la experticia del ñato. Álvaro, necesito que me convoques a nuestros cuadros del liceo para una reunión a mediodía en el corral de doña Martina. Petronio, a primera hora de mañana hay que desenterrar el cargamento y transportarlo aquí. Te encargarás de eso con Nicasio. Gerónimo, te ocuparás de contactar a la gente del PCV y del MIR para que nos respalden. Señores, no nos vamos a ir de acá sin antes alborotar este avispero...

20/23
AnteriorÍndiceSiguiente
Tabla de información relacionada
Copyright ©Nicolás Soto, 1997
Por el mismo autor RSSNo hay más obras en Badosa.com
Fecha de publicaciónMayo 2003
Colección RSSNarrativas globales
Permalinkhttps://badosa.com/n126-20
Opiniones de los lectores RSS
Cómo ilustrar esta obra

Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:

  1. Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)

    Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).

    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.

Badosa.com Concepción, diseño y desarrollo: Xavier Badosa (1995–2018)