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Gris de tiempo gris

Goza, Gonza V

Nicolás Soto
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La noche cayó sobre el pueblo de Miguaque con el entusiasmo de una sustancia sin fronteras.

David atravesaba las polvorientas calles que aleteaban por las resecas orillas de la antigua laguna de La Chamana, ahora convertida en un lodazal astillado, pletórico de basuras, carroñas nostálgicas y moscardones impertinentes. El calor se entronizaba en filigranas infames.

Divisó el viejo corral de doña Martina, reguero de paredones mutilados e invadido por abrojos tributarios de la desidia y el abandono. Constató que nadie lo había seguido. Con apuro recogido, penetró hacia el interior de las cenicientas ruinas. Un viento de guásimos disonantes lo conminó a pegarse de las húmedas y mohosas paredes. La oscuridad era un ensalme desconocido.

Tenía miedo de caerse, por lo cual asió contra su pecho el paquete. Siguió avanzando con asombro colindante con el pavor. De haberse tropezado con un búho, habría salido corriendo como alma que lleva el diablo. Atisbó entre la niebla invisible y vio un murmullo lumínico que describía una especie de elipse juguetona. Descubrió el viejo truco de la brasa de cigarrillo girando y el efecto consiguiente producido por la permanencia de la impresión en la retina.

—¿Eres tú, Davo?

—Sí.

—Vente, pues.

David avanzó, más confiado. Azaelito lo aguardaba, sentado encima de una astillada gavera de refrescos.

—Te traje esta ropa que estaba en el escaparate tuyo —dijo David, entregándole el alijo.

—¿Nadie te vio venir?

—Negativo.

—¿Seguro?

—Pero bueno, Lito, ¿cuál es el misterio?

—Las precauciones nunca están de más. La cosa está pelizorrera. ¿Me conseguiste algo de plata?

David extrajo del bolsillo cinco billetes de a cien bolívares.

—Toma. Los saqué de mi cuenta porque me daba pena pedírselos a mi mamá, mucho menos a mi papá. Le hubiera dado una apoplejía.

—Gracias, Davo.

Se escuchó un grito cercano, oculto detrás de unas ramas que arrojaban sombras chinescas.

—¡David, samamabisch!

Azaelito se levantó como tocado por el rayo. Con espasmo félido, un treinta y ocho especial Smith & Wesson apareció en su mano. David sintió sus piernas como gelatinas candentes.

—¡David, samamabisch! —se volvió a escuchar la voz, acompañada de crujidos en el montarascal—. ¿Con quién te encuentras en el extravío contingente de este cementerio sórdido?

—¡No lo tires! —conminó David a Azaelito, quien se aprestaba, sin duda alguna, a apretar el gatillo—. ¡Es Sojito!

Pedro Esteban brotó como un espectro, apartando escombros botánicos.

—Te dejaste seguir —recriminó ácidamente Azaelito.

David se quedó inmutable, sujetándole el brazo a su hermano para que no se le fuera a ir un disparo.

Sojito se acercó, escudriñándolos.

—¿Y éste quién es, don David? Si no tuviera esa barba de guerrillero bizantino me atrevería a jurar que se parece a Azaelito.

—Es Azaelito —confirmó David.

—¿Entonces, Azaelito? —saludó Pedro Esteban.

Azaelito refunfuñó, disgustado.

—Coño, carajito, de vainita no te pegué un plomazo.

Sojito ni se perturbó siquiera a la vista del arma.

—¿Se puede saber de dónde carrizo sales tú? —inquirió David.

—Te siguió —insistió Azaelito—. Ahora todo el mundo se va a enterar que estoy aquí.

—No es mi norma seguir a nadie, y mucho menos por estos maramarales donde se está perfectamente expuesto a la mordedura de terribles reptiles —empezó Sojito a explicarse—. En realidad, debo confesar que llegué aquí primero que ustedes desde esta tarde, buscando refugio ante la persecución de sicarios que anhelan apoderarse de mi pellejo para freírlo en aceite y exhibirlo en lo alto de una pica, como hicieron con el general José Félix Ribas en tiempos de la Guerra a Muerte.

—¿Por qué hablas como un intelectual colombiano, Sojito? —preguntó Azaelito, con ciertas ganas de reír.

—Está fumado —constató David, denotando un rastro de enojo—. Así que viniste para acá a ocultarte después de la pelotera que armaste hoy.

Sojito se encogió de hombros.

—Mi memoria no registra incidentes dignos de la caridad del recuerdo.

—¿De qué hablan ustedes? —intervino Azaelito.

David hizo el relato de los palmetazos del padre Carrasco. Azaelito rompió a carcajadas, gozando un imperio con la osadía del ex pichón de cura.

—Eso sí que estuvo bueno. Y pensar que fue Sojito quien le dio su escarmiento a ese mequetrefe —recalcó Azaelito, hipeando por la hilaridad.

—En tremendo lío te has metido, chamo —reconvino David a Sojito.

—Como dice el escatológico intestino grueso: ¡son gases del oficio! —argumentó Pedro Esteban, prolongando su euforia artificial.

—Lástima que malgastes toda esa energía que tienes en ese asunto de drogas, Sojito. Un tipo con tu inteligencia debería canalizarse mejor en el ámbito de la dialéctica social, sobre todo cuando se vive en un medio limitado como éste, signado por la podredumbre de valores y la complicidad.

—Tienes razón, Azaelito —respondió Pedro Esteban—. Pero, ¿cómo podríamos encauzar nuestras aspiraciones?

—Como hiciste tú con la persona de ese cura torpe y corrompido: golpeando y aniquilando.

David hizo patente su inconformidad.

—No estoy de acuerdo con la violencia.

—Nadie lo está, Davo. Pero llega un instante en que descubres cómo se maneja el tinglado y te decides a luchar contra tanta iniquidad. Fíjate, yo creo que Sojito no levantó su mano contra el padre Carrasco por meras desavenencias personales sino que, en el fondo, tuvo su primera rebelión contra ese monstruo irradiador de ignorancia y superstición que ha sido la Iglesia Católica. Aliados con nuestra oligarquía, con los militares y con los políticos mediocres, los curas se han encargado de anestesiar a nuestros pueblos con toda esa sarta de sandeces que predican desde el púlpito para mantenerlo sumiso, obediente y engañado. Medio te atreves a cuestionar o a develar la ignominia de esa coalición perversa y tienes que huir, tal como lo estamos haciendo en este momento Sojito y yo. Bien lo dijo Marx, la religión es el opio del pueblo. O la marihuana. Nos quieren adormecer para explotarnos mejor. Antes que eso suceda, prefiero que ellos sean barridos de la faz de la tierra con todos sus sirvientes, lacayos y títeres. Y en eso estamos, Sojito.

Pedro Esteban meditó un tanto al conjuro de estas palabras que estrujaban y enjugaban el pozo de resentimientos en la ebullición de su alma.

—¿Tú crees que sea llegado el momento de organizar una eutanasia política? —preguntó.

—Claro que sí. Esta generación de barrigones miopes y picados de viruela que nos gobierna fracasó. Lo peor de todo es que no están dispuestos a aflojar el poder por las buenas, aun cuando se llenen la boca hablando de democracia y elecciones mientras, simultáneamente, masacran al pueblo, al estudiantado y a todo aquel que se manifieste públicamente con cierta dosis de dignidad. ¿Ustedes no han escuchado hablar de los cientos de desaparecidos durante el gobierno de Leoni, política que, al parecer, ha decidido continuar Caldera? ¿No han escuchado hablar del asesinato del profesor Lovera? ¿De los campos de concentración, muy al estilo nazi, de Yumare, Cachipo y La Pica?

David asomó un titubeo de respuesta.

—No.

—Yo sí he oído hablar de todo eso —prorrumpió Sojito, ya un tanto más sobrio—. Pero siempre se nos ha dicho que ésas son leyendas de la propaganda comunista, magnificadas por Radio Habana-Cuba. ¿De verdad que eso existe, aquí en Venezuela?

Azaelito se tomó su tiempo.

—A ti te parecerá increíble, pero es cierto. Este país es una ficción, excepto para los grandes usufructuarios del sistema. Los ricos, los curas, los militares y los políticos. Los demás, que coman mierda. Por eso es que existe la guerrilla, para luchar y doblegar a los explotadores quienes, a su vez, son fichas teledirigidas desde la CIA y el Pentágono en resguardo de las transnacionales. La consigna es una sola, muchachos: Patria o Muerte, como afirmaba el Che en sus proclamas. Yo decidí cuadrarme en esta lucha.

—... y vivir huyendo, sin tener un sitio que te pueda acoger sin reservas y teniendo que dormir con un ojo abierto y el otro cerrado —se atrevió David a replicar.

—¿Qué importan los riesgos, David? Al final, lo único que prevalecerá es la transformación de esta sociedad injusta en una sociedad de hombres nuevos y libres. Por los momentos, son las balas y la pólvora las que hablan. Pero te aseguro que, una vez que triunfemos, todo será distinto porque nuestra meta es ésa, luchar por un hombre nuevo en una patria libre de ataduras foráneas.

—Yo te ayudo como hermano pero no deseo verme involucrado en hechos sangrientos, porque mi ánimo no los tolera —dijo David, sincerándose.

—Creo que Azaelito tiene razón, David —manifestó Sojito—, porque ya es hora de dejar la abulia y la comodidad y dar un paso al frente para ponerse en acción. Hay que desquitarse el engaño con fuego. No es posible que nos hayan tenido con los ojos vendados todo este tiempo. Es terrible despertar y hartarse de esta repugnante realidad que han pretendido ataviar con coronas de lirios podridos. Tenemos que desengañarnos y ayudar a los demás a que se percaten del orín y el moho que corroen a este sistema cadavérico, empezando por sacudir hasta sus cimientos a ese compendio de mitos indigestos que es la Iglesia Católica. Después nos podemos ocupar de los áulicos, los cortesanos, los chupasangre y los gorilas sádicos.

Azaelito se manifestó complacido.

—Eso es, Sojito. Hay que pasar del palabrerío inocuo a la acción.

David se desperezó con cierta aureola desilusionada.

—Yo mejor me voy. ¿Necesitas algo más, Lito?

—No, Davo, gracias. No desearía que te marcharas disgustado conmigo.

—Jamás me enojaría contigo, Lito. Eres mi único hermano. Solamente aspiro a que te encuentres a ti mismo y reconcilies tu energía de cambio con el resto de la sociedad. Por favor, no vayas a perpetrar algo de lo que después puedas arrepentirte.

—No lo haré. Te lo aseguro.

—Y tú, Sojito, si quieres puedes venirte esta noche a mi casa y quedarte hasta que soluciones todos tus rollos. Te lo digo de sinceridad porque tú eres mi pana.

Sojito abrazó a David, emocionado.

—Gracias, David, pero esta noche iré a dormir donde mi abuela. No te preocupes por mí. Me quedo un rato aquí, mientras se hace tarde para que no me estén atisbando por esas calles. Aprovecho y converso con Azaelito de todas estas insólitas realidades.

David se quedó mirándolos a los dos por cinco segundos. Por fin, decidió levantar vuelo.

—Okey, pues. Cuidado con vainas.

—Tranquilo, David —respondió Sojito, viéndolo alejarse—. Se preocupa mucho, ¿verdad?

—Siempre ha sido así. Pero es un tipo leal y de una sola palabra. Retomando el tema, ¿qué tienes pensado hacer ahora que me has hablado con tanta intensidad de agarrar al toro por los cachos?

—Te lo voy a decir después que me eches el cuento de qué es lo que se traen entre manos tú y tu gente porque, déjame decirte, que desde que te oí hablando de esa manera me di cuenta de que no estás aquí por azar y, mucho menos, íngrimo y solo.

Azaelito no pudo reprimir una reacción jocosa.

—Este Sojito es una vaina seria.

Gonzalo dobló en la esquina de las calles La Cuaima y Federación.

La Harley se deslizó por la bajada en segunda velocidad, dejando escapar un ruido bronco capaz de asustar a cualquier rata de albañal. El aire recalentado lo golpeaba en la cara como alas de guacamayo bisoño.

Se detuvo en la casa salpicada de verrugas blancas de cemento. Se sentía extraño, con cierta pesadez ecológica en el estómago. En el fondo de su mente, se imaginó desistiendo, montándose de nuevo en la moto y yéndose. «¿Qué me pasa?», pensó, «primera vez en mi vida que ando con tanto nervio y todavía no le he hecho ni dicho nada. ¿O acaso será por eso?»

El timbre sonó con agonía de libelo bíblico. Un rostro pálido de viuda casta asomó detrás de una ventanilla.

—¿Qué desea?

—¿Está Julia?

—Un momento.

La señora Raquel, viuda de Limardo, entró a la habitación de su hija y le habló a través de su reflejo en el espejo frente al cual Julia se estaba peinando.

—Ahí te busca un joven.

—¿Quién?

—Un melenudo.

Julia detuvo el patinar del cepillo. La señora Raquel percibió el gesto. Julia se levantó de la banqueta, abrochándose la blusa.

—Es uno de esos muchachos, ¿verdad?

—¿A qué te refieres? —preguntó Julia, deteniéndose en el umbral.

—En el pueblo se están comentando cosas.

Julia sostuvo la mirada de su madre.

—Le diré que se vaya cuanto antes.

—Es lo mejor.

Atravesó la estrecha sala, como si flotara por entre los muebles metálicos. Abrió la puerta y, con el mismo movimiento, la cerró tras de sí. Quedaron frente a frente en el angosto corredor.

—¿Qué deseas, Gonzalo? —preguntó, con cierta gelidez, observando, de paso, los raspones y alguna que otra contusión en su faz.

—Hablar contigo.

Ella exhaló, denotando contrariedad. Se adelantó y buscó el aire tibio de la noche al final del corredor que daba a la acera.

—¿De qué? ¿Del espectáculo de hoy?

—Oye, el tipo ese me provocó —replicó él, yendo tras ella.

Sin poderse contener más, lo increpó.

—¿Qué es lo que está pasando aquí, Gonzalo?

Había una perplejidad de galeote en la cara de Gonzalo.

—Estas cosas raras que están pasando aquí en Miguaque...

—No me dirás —la interrumpió— que un poco de diversión, en estos pueblos olvidados de Dios, no cae mal.

—Tú lo tomas a broma porque no eres de aquí. Eres como esos indios que le pegan candela a la sabana y se marchan rampantes, sin importarles nada y sin ni siquiera voltearse a ver la tierra calcinada que dejan atrás.

—No es para tanto, Julia...

Ella estaba a punto de enfado.

—No es nada que te hayas peleado con Alfredito Enrile y por poco lo matas. Tampoco es nada que Sojito, hasta ahora el mejor alumno del colegio, estuviera a punto de romperle las costillas al padre Carrasco. No es nada que María Enriqueta y Pedrarias se hayan fugado. No es nada que José Gregorio Livorini haya matado a Pedro Ramón Sojo. No es nada que ustedes estén consumiendo droga y, probablemente como dicen por ahí, se meten en orgías diabólicas...

—Julia, por favor, ésas sí son habladurías.

—Habladurías o no, a mí, en lo particular, no me gusta verme relacionada con nada que se vea turbio o huela rancio. Dime la verdad, Gonzalo: ¿es cierto que tú eres el mayor distribuidor de drogas de Miguaque? ¿Es cierto que te has dado a la tarea de meter la marihuana en los helados que le venden a los niños para convertirlos en adictos? ¿Es cierto que ustedes se fuman la cocaína, caen en trance y practican actos carnales contranatura?

Gonzalo estaba pasmado ante el tamaño de la imaginación de las mentalidades chismosas. Si así hablaban de una expansión que no había trascendido de lo meramente recreacional y del carácter de inmadura travesura de jóvenes aburridos en un pueblo sin alternativas, qué dejarían para cuando, de verdad-verdad, se presentara un conflicto genuinamente serio. Iba a contestar, cuando un sonido de automóvil deportivo acercándose y frenando le hizo ver que Julia no le estaba dispensando mucha atención.

—¡Eugenio Enrique! —exclamó ella viendo descender del Camaro crema que se había detenido frente a su casa a un larguirucho con atuendo de teniente de la Guardia Nacional.

A Gonzalo no le cayó simpática la interrupción porque, aparte de disputarle el interés de Julia, se había estacionado a escasísimos milímetros de la Harley, casi chocándola.

—Julia, pero qué buena moza estás —respondió el recién llegado, viendo de reojo la estrafalaria indumentaria de Gonzalo.

—¿Cuándo llegaste? —preguntó ella, con los ojos repentinamente brillantes.

—Hace poco —prosiguió Eugenio Enrique—. Sabrás que me transfirieron para el destacamento de la Guardia en Tenapa, así es que me vas a tener todos los días fastidiándote por aquí.

—Qué bueno —acotó ella—. Pero, pasa. Ven para que saludes a mi mamá.

El espigado Eugenio Enrique entró al corredor.

—Chao, Gonzalo —le espetó Julia, sin aguardar respuesta procediendo, de seguidas, a introducirse en la casa para acompañar al teniente.

A Gonzalo le pareció verse como en una película. No sabía si desear que la tierra se lo tragase o que lo partiera un mal rayo. O acaso mejor hubiera sido echarse a reír como un orate. Su desubicación era total.

Encendió la moto y arrancó. No había recorrido tres cuadras cuando vislumbró la silueta del «Chino» Rivera despidiéndose de Rosita Bustamante en una esquina y, simultáneamente, haciéndole señas de detenerse.

—Dame la cola, panita.

—Móntate, pues.

Nueva arrancada.

—¿Y entonces, Gonzalín?

—Aquiles. Mira, «Chino», ¿tú no eres candidato a echarte un par de birras conmigo?

—Chévere. Lo malo es que estoy limpio.

—No te despreocupes. Yo pago.

Se sentaron en una mesa al aire libre en la terraza del Hotel Santa Narda. Luego de darle un repaso a los hechos consabidos y ya con las reservas disipadas, por causa del lupuloso frescor, Gonzalo se atrevió a preguntar.

—«Chino», ¿tú conoces a Eugenio Enrique?

—¿A «Pájaro Vaco», el primo de Sojito? —ante la extrañeza de Gonzalo, el «Chino» continuó—. ¿Un tipo altote, parecido a una vara de puyar locos, que es cadete?

—Ya es teniente de la Guardia, creo.

—Adiós cará, ya es teniente el condenado —el «Chino», de repente, comprendió la curiosidad de Gonzalo—. Ay, cuchi, ya sé por dónde me viene, sinvergüenzón.

Gonzalo puso cara de yo-no-fui.

—Ese siempre ha sido el candidato de la señora Raquel para esposo ideal de Julia. Desde que estaban chiquitos. Pero, ¿qué? Yo creía que tú estabas ahí como Sandy Koufax: duro y curvero. ¿Oh no?

A Gonzalo ahora sí le dio por reír. Y recordaba el desplante.

Les parecía inmenso.

Al menos así parecía en comparación con la minúscula habitación del hotel que acababan de dejar. A lo mejor también influía en esa impresión la carencia total de muebles. Pero de que el apartamento de Sabana Grande les venía como anillo al dedo no cabía duda. Así pensaban los dos, mientras sus pasos resonaban con un eco malicioso que rebotaba contra las paredes desnudas.

—Flaco, por lo menos tenemos una cama —expresó María Enriqueta desde la puerta de la habitación principal.

Pedrarias venía con las maletas. Su semblante no compartía el humor condescendiente de ella.

—Voy a conseguir algo de comer.

—No compres nada para mí, flaco. No tengo hambre.

—No voy, entonces —ripostó él, con aire preocupado.

—Además, no quiero quedarme sola —dijo ella, en su idioma de jazmín veranero.

Pedrarias salió a chequear la luz y el agua en el resto del apartamento. Ella sacó sábanas limpias de una de las maletas, vistió la cama y se recostó, rendida por el cansancio.

—Al parecer todo está normal —advirtió Pedrarias, de regreso.

Ella lo llamó desde la cama.

—Ven, Wilson. Acuéstate aquí, conmigo.

Pedrarias lo hizo, pero no con sobrado entusiasmo.

—¿Qué te pasa, flaco? Te noto como distante —preguntó María Enriqueta, intentando formar bucles con la cabellera de Pedrarias.

—No sé. Estoy algo nervioso.

—¿Por qué?

—No me hagas caso.

—Dime por qué.

—Por todo, catira. Me da miedo fallarte. Le tengo pavor al fracaso.

—No veo la razón. Hasta ahora nos ha ido bien. Lo único que me interesa es estar junto a ti. No te estoy pidiendo lujos, ni alfombras, ni joyas. Sólo te exijo que me ames con la misma intensidad con que me has hecho descubrir la gloria de saberse idolatrada por un hombre como tú.

Pedrarias la besó en la frente.

—Gracias, catira.

—No te dejes abrumar por la realidad. Tenemos que escapar de ella y refugiarnos en nuestros sueños. Fíjate, ahora más que nunca quiero escribir. Siento que tengo tantas cosas que contar y compartir. Como, por ejemplo, el hecho de que el amor me fue revelado en dos planos paralelos: el real, es decir, el hecho objetivo de cómo nos conocimos, cómo aprendimos a querernos y cómo decidimos romper con los esquemas; y el otro plano, que es el de nuestras fantasías imaginarias, que nos envolvieron y nos ataron como dos almas siamesas, errantes en un edén de gnomos, duendes y musas encantadas, donde reinan, per secula seculorum, el flaco y la catira.

Pedrarias rió.

—Sí, Wilson, es verdad. Y quiero que continúes con la música, no me digas que no, porque nuestro hogar tiene que ser una guarida estética. Nuestros hijos crecerán en un ambiente de poesía, de metáforas y de cánticos. ¡Quiero tener muchos hijos tuyos! Los arrullaré con las canciones que tú compongas. Les escribiré cuentos donde los héroes serán pájaros encantados, princesas cristalinas y flautas mágicas, como las de Mozart. Tendremos cuadros, muchos cuadros, tapices y esculturas. En las tardes de lluvia, reuniré a los niños, junto a mi labor de bordado, y los recrearé contándoles, una y mil veces, la historia de aquel monaguillo taciturno que conquistó el corazón de la reina de las hadas, una lejana tarde de febrero, en un sitio de hechizos recitados por turpiales y cristofués, llamado Roble Gacho. Ja ja ja ja... ¿Qué te parece, flaco?

—Y desde aquel día, el monaguillo quedó como res nariceada —dijo Pedrarias, recobrando el jolgorio.

—No digas eso, amor mío. No sabes la suerte que has tenido conmigo.

—¿Ajá? ¿Cómo es eso?

—Tú sabes que siempre me he sentido como una émula de Teresa de La Parra. El otro día leí la explicación de por qué una mujer tan bella y tan especial, como lo fue en verdad ella, nunca se casó.

—A ver...

—Al parecer, una de sus tías, emparentada con Guzmán Blanco y dueña de una vasta fortuna, le dejó en herencia una cantidad que le resolvió, de por vida, su situación económica con la única condición de no casarse jamás. Imagínate que alguien me hubiera hecho esa misma oferta en cumplimiento del karma de las vidas paralelas. ¡No me podría casar nunca contigo!

—Para amarse no hay que estar obligatoriamente casados.

María Enriqueta estaba plácidamente risueña y juguetona.

—¿Cómo dices? Te oyera María Esperanza...

—No hablemos de cosas desagradables. Mi sola satisfacción será estar enamorado de ti por el resto de mi vida.

La besó en los labios y de inmediato dieron comienzo a los dulces escarceos del amor. Se desvistieron el uno al otro, explorándose con meticulosidad.

Prolongaron durante un largo rato la degustación de sus cuerpos, sus bocas recorriendo enjundiosamente todos los escondrijos de sus desnudas epidermis.

De pronto, unos truenos de madera.

Se sobresaltaron.

Las bisagras de la puerta principal parecía que iban a ceder ante los macizos golpes.

—¿Qué pasa, Wilson?

—Voy a ver...

Cuando se disponía a incorporarse, escuchó una voz acampanada.

—¡Abran! ¡Policía!

María Enriqueta saltó de la cama, tapándose con la sábana.

—¡Abran! ¡Tenemos orden de allanamiento!

Pedrarias se había paralizado.

—Abre, flaco —breve pausa—. Nos encontraron.

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Fecha de publicaciónFebrero 2003
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