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Gris de tiempo gris

The boys with the band

Nicolás Soto
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La casa de José Miguel Moros estaba atestada de jóvenes de ambos sexos. Era el acontecimiento esperado por todos aquellos que no se habían ido de vacaciones y habían permanecido en Miguaque, aburridos de no hacer nada durante agosto. Ana Verónica Antilano se había encargado de preparar la guarapita, añadiéndole varias dosis extras de ron, so pretexto de ser testigo ocular de unas cuantas curdas de adolescentes.

—No tomes tanto, Alfredito Enrile, que vas a agarrar una borrachera de espanto y brinco, ¡y después quién aguanta tus lloros por María Enriqueta! —le espetó inmisericordemente al apocado enamorado de la rubia ausente.

—No alborotes ese avispero y vamos a bailar que la música está bien sabrosa —la conminó Ivancito Laredo, quien se preciaba de ser uno de los galanes danzantes más notorios de Santa Narda de Miguaque. Conocedor de la debilidad de Ana Verónica porque la tuvieran dando vueltas como una zaranda, la agarró por el talle y la despegó de la ponchera rebosante de licor dulzón para internarse en la batahola de parejas.

—¡Uepa-jé! —les gritó Emilio José Antilano, tomado de la mano de Julia en medio de una filigrana coreográfica que parodiaba el clavar de banderillas de la fiesta brava al son del pasodoble «Ni se compra ni se vende». El radiotocadiscos aventaba hacia el patio el aire libre de la caterva dulzona de los saxos y las trompetas de Billo.

Había llovido en la tarde. La humedad se denunciaba en la tela de vestidos y camisas adherida en las espaldas de los presentes quienes buscaban alivio al agobiante calor concentrándose en el despejado patio central de la amplia casa de los Moros. Las señoras chaperoneaban a sus hijas, sentadas estratégicamente en el recibo. Desde allí, gozaban de una panorámica perfecta de lo que acontecía en el patio, mientras eran atendidas diligentemente por Jackeline de Moros, anfitriona y dueña de casa.

—¿Quién es ese que baila con tu hija, Adriana?

—Pero bueno, Jackie, ¿te estás quedando ciega? Ése es Ivancito Laredo.

—Caramba, chica, sí es verdad. Lo que pasa es que se ha transformado en un hombrón. ¡Le llevas como cuatro palmos por encima a Ana Verónica!

—Cómo pasa el tiempo, manita. Nuestros muchachos dentro de poco serán adultos.

—Y nosotras arrugándonos como unas ciruelas pasas.

—¡Quién lo dice! Tú te conservas impecablemente. Pareces la misma quinceañera que se ponía histérica cuando escuchaba a Lucho Gatica por Radiodifusora Miguaque.

—¡Qué tiempos, mija, qué tiempos! ¿Te acuerdas cuando vino Pedro Infante a cantar en el cine Manapiare?

—Era un mango caído de la mata.

—Buenmocísimo.

—Todas estábamos que nos derretíamos por él.

—Hasta inventamos aquello del Club de Las Bellas. ¿Te acuerdas?

—El hombre no sabía por quién decidirse.

—Aunque yo creo que él como que tuvo su jujú con Elena. Lo que pasa es que supieron mantenerlo calladito.

—Chica, ¿cómo sabes todas esas cosas?

—El mundo es un pañuelo, mi amor.

—No lo digas tan alto que las paredes oyen.

—No-oh, chica, eso es vox populi...

—Como dice el viejo refrán, pueblo chiquito infierno grande.

—Elena toda la vida ha sido más puta que la gallina.

—No tires la primera piedra, mira que te han cachado echándole ojitos al padre Carrasco, Jackie.

—¡Pero si él es un santo varón!

—Santo era José Gregorio Hernández, chica, que murió pobre y casto. En cambio, el padre Carrasco va a morir como san Lucas.

—Ay, no lo critiques. Mira que él también es humano y tiene su corazoncito.

—Cuidado con vagabunderías es lo que es, mujer.

—¡Tan bueno! Los hombres sí pueden echar su canita al aire, mientras que una debe hacerse la gafa cuando se consigue a un tipo que le guste. Pero qué va-ó, las cosas no pueden seguir así. ¡Esto es peor que el racismo!

—¿Qué alacrán te picó, chica? ¡Por dios!

—A veces me dan ganas de darle la razón a Elena y de salir gritando por ahí, bien duro para que todo el mundo me oiga: «¡Esta totona es mía y se la voy a dar a quien me dé la gana!» Además, ¿tú crees que esta morcilla de haberse quedado viuda criando carajitos es requetedivertida? Ya van siete años que llevo aguantando varilla y el rancho ardiendo, nojose.

—Búscate un hombre decente y cásate otra vez.

—Eso es lo que quisiera. Pero, ¿quién carrizo, en un pueblo olvidado de Dios como éste, va a amargarse la vida enredándose con una viuda cuarentona y con tres muchachos zagaletones?

—Ten un poquito de paciencia. Ya verás que se te da la cosa.

—¡Qué paciencia ni qué ocho cuartos! ¡Si ya me están saliendo telarañas en la bicha por falta de uso!

—Jesús, manita, estás hablando peor que un gandolero. Aunque, a decir verdad, en el fondo te comprendo. Después que una ha probado las delicias del dulce pecado se hace difícil vivir sin él.

—No hables paja que tú nunca has acabado. El otro día me lo confesaste. ¿O ya se te olvidó?

—Eso no es lo más importante.

—En fin, dejémoslo de ese tamaño.

Breve pausa. Observaron con nostalgia a las jóvenes parejas en la danza.

—Si supieras —Jackeline de Moros no pudo contenerse y retomó el hilo— la soledad y la angustia que te da por las noches, durmiendo sola, después que te acostumbraste a un hombre. A veces muerdo la almohada de la desesperación.

—No podemos vivir sin amor, definitivamente.

—Es así. Cambiemos de tema porque sino me entra la depresión. Además, Adrianita, no tienes por qué hacerme caso. Ya sabes que me tomé tres guarapitas y me rasco de nada.

—¡Con tal de que no te conviertas en una beoda consuetudinaria como Pedro Ramón Sojo!

—Deja quieta ya a esa pobre gente.

—Lo que más lástima me da es que la pobre Elena cambió a su borrachín por un matón.

—Cállate, chica, que ahí viene Pilar de Fragachán, que habla más que Radio Rumbos.

—¡Ni que estuviéramos revelando los secretos de la bomba atómica! Aquí, en Santa Narda de Miguaque, el que no sepa las aventuras de Elena de Sojo y José Gregorio Livorini es porque todavía está chupándose el dedo.

—Tampoco es para que lo andes regando por todas partes como semilla al viento.

—Y hay unas cuantas por ahí que se quieren arrimar también al sabor del cuerneo.

—¿Qué?

—Como lo oyes...

—¿Qué haces que no me lo cuentas? Puedes confiar en mí que soy una tumba helada para estas cosas.

—Qué ridícula se ve Margarita Fragachán con ese vestido estampado. Se parece a Daisy, la novia del pato Donald. Lo único que le falta es el lacito en la cabeza.

—¡No me cambies el tema, chica! ¡Háblame del cuerneo! Anda pues.

—Por Dios, mujer. Si hasta me enteré que se van en secreto para Caracas a verse con los tipos, cosa de que nadie se entere. Pero a esta que está aquí nadie la engaña.

—¡Habrás pasado tú por lo mismo!

—Es más, muérete: aquí, en Miguaque, hay unos cuantos maridos desprevenidos, portadores de cachos sin saberlo.

—¡Loado sea el altísimo!

—Si hasta rayan el techo de lo grande que tienen las carameras.

—Ay, bendito sea Dios.

—No digas de esta agua no beberé. Mira que tú no has sido muy inocente que digamos.

—El zaperoco que se armaría si se enteran...

—No alcanzarían las balas para la plomamentazón que reventaría.

—Yo mejor no sigo hablando porque ahí viene don Lorenzo.

—No vaya a ser que publique todo este show en la primera página del periodiquito.

—Ojalá no se nos vaya a empegostar mucho tiempo ese viejo aquí.

—Es peor que un chicle.

—Dígame cuando coge a recitar las poesías esas que escribe.

—Todo lo hace por adulancia.

—¿Qué quieres tú? Hay gente que convierte el servilismo en modus vivendi.

—Lo vieras cuando se junta con Alfredo Enrile Salom. Se pone con el rabo entre las piernas, como perro regañado.

—Pero bueno, chica, si Alfredo es prácticamente quien lo mantiene.

—Y es quien le consigue la propaganda con el gobernador.

—¿De qué viviría ese pobre señorcito? Lo único que sabe hacer es escribir pavosidades en el periodiquito.

—A ti te vive sacando en la columna de sociales. El otro día te llamó «honorable matrona miguaqueña».

—Basirruque murió tosiendo. Más matrona será su bisabuela. Además, ¿qué guarandinga será eso?

—Cónchale, chica, culturízate. Consulta el diccionario.

—Nooo, hija, olvídate de eso. La estudiadera hace años que se acabó para mí. Además, yo tengo bastantes vacas paridas y unas cuantas leguas de tierra pegaditas del Orinoco, herencia del difunto que en paz descanse, para andarme preocupando por libros y periódicos.

—Tú no lees ni a Corín Tellado.

—Pero ni suplemento, mujer, leo yo.

—Cónfiro, chica.

—Don Lorenzo, caramba, ¿cómo está usted?

—Don Lorenzo, ¡dichosos los ojos que lo ven!

En un rincón del amplio recibo-comedor de la casa de los Moros se encontraban, recostados, de la pared, los amplificadores, las cornetas y la batería del conjunto. Los chicos y chicas miraban de soslayo los extraños aparatos, los micrófonos y la panoplia de platillos y tambores. Los jóvenes habían logrado equiparse pidiendo prestados los elementos que les hacían falta por aquí y por allá, con los amigos, con sus familias. Una verdadera colcha de retazos.

Ya eran más de la diez de la noche. José Miguel Moros se mostraba impaciente.

—¿Qué le pasará a esos tipos que no llegan? —inquirió.

—Están todos en casa de «el Bolondrio». Parece que tienen un lío —respondió un catirito con la cara llena de barros.

—Vamos para allá a ver qué sucede —determinó un gordito broco.

—Dicho y hecho —sentenció el hijo de Jackeline de Moros.

La residencia de los Awad quedaba a cuadra y media de la casa de José Miguel. Hasta allí llegaba con claridad el rebullicio del baile y la guachafita.

Debajo del poste del alumbrado público se veían las siluetas encorvadas de Pedrarias y de «el Bolondrio». Fumaban ansiosamente. Era evidente que estaban nerviosos. Ambos vestían camisa blanca de manga corta y corbata azul oscuro.

—Adiós cará —prorrumpió José Miguel Moros ya cuando estaba a segura distancia de ser escuchado—, estos tipos como que se metieron a evangélicos. Era lo que nos faltaba.

Pedrarias y «el Bolondrio» se voltearon para observarlo mejor, con una media sonrisa pespuntando en la comisura de los labios.

—No me vayan a echar el carro, hermanitos —prosiguió José Miguel—. Toquen esta noche en mi fiesta. Miren que les he hecho publicidad al por mayor.

—Para empezar, te equivocaste. Si acaso, a quien nos parecemos es a los mormones y no a los evangélicos, mi llave —le respondió guasonamente «el Bolondrio».

—Éste es el uniforme oficial del conjunto —explicó Pedrarias.

—Chévere pero, ¿por qué no se han ido para mi casa? Allá todo el mundo está que se revienta con la impaciencia. ¿No es verdad, muchachos?

Los otros asintieron unánimemente.

—Es que David se nos enfermó.

—¿Cómo va a ser?

—Sí, vale. Tenía treinta y nueve y medio de fiebre. Estuvo vomitando hasta ahorita. Lo tenemos aquí dentro, convaleciendo en casa de «los Bolondrios».

—Ésa es una gripe que está dando. La llaman «la Rompehuesos».

—Lo atiborramos de aspirina, cafenol y limonada caliente —clarificó «el Bolondrio»—. Por lo menos se le quitó la tembladera que tenía.

—Mejor es que lo tengamos aquí —aseguró Pedrarias—. Si el viejo Azael se entera le da un patatús de padre y señor y mío.

—Sin contar la moridera que le puede dar a la señora Maritza —puntualizó «el Bolondrio».

—Ah, caray —interjeccionó José Miguel—. ¿Y no pueden arrancar sin él?

—Ni se le ocurra, gallo —intervino «el Bolondrio», cuidando que alguna brasa desprendida del cigarrillo no le perforara la camisa blanca de algodón—. Sin David no nos movemos para ningún sitio.

—Es nuestro papaúpa musical —clarificó Pedrarias.

—Sin él no valemos ni tres lochas de mierda —remató «el Bolondrio».

—Entonces, ¿nos quedamos sin el debut de ustedes? —interrogó José Miguel Moros.

Pedrarias y «el Bolondrio» se encogieron de hombros.

—Cónchale, José Miguel, menos mal que no estás cobrando entrada —dijo el gordito broco.

—Porque si no te escoñetábamos la casa, así como hacemos en el cine Manapiare cuando la película se corta y empezamos a gritar: «¡Mi bolívar, mi bolívar!» —dijo uno a quien apodaban «el Búlgaro».

—Ni que fuera matinée, güevón —ripostó José Miguel, con glóbulos de sudor en su labio superior.

En eso, el papá de «los Bolondrios» se asomó por la ventana aledaña al zaguán.

—Dabbí se esdá reguberando. Ia viene bara agá —informó, con rasposo acento de pavo viejo libanés.

Sojito confirmó la noticia al salir del interior de la casa. También portaba la consabida camisa blanca de manga corta y la corbata azul oscuro.

—Se nos recupera el hombre, amigos. Se levantó pidiendo que no le den más cafenol porque no quiere amanecer mañana defecando tabletas.

—¿Qué más dijo? —preguntó Pedrarias.

—Que sí va a tocar, pero que lo dejen orinar los cuarenta litros de ron con limón y guarapo de papelón que lo obligamos a beber.

—¡Se salvó tu fiesta, Jota Eme! —exclamó «el Búlgaro».

—¿Y los otros músicos? —inquirió José Miguel.

—En el solar, hablando mariconerías y fumando más que unas putas viejas —adicionó Pedrarias.

—Voy a decirles que se vengan. De paso aprovecho y me traigo a David, así sea en peso —dijo «el Bolondrio», yéndose al interior de su casa.

—Esa «Rompehuesos» es superjodida —comentó «el Búlgaro»—: a mi hermano le dio el miércoles y lo sentó de culo.

Salieron los otros integrantes del conjunto. Pantaleón, «el Bolondrito» y el musiú Giancarlo también lucían el uniforme.

La humedad se convertía en melliza táctil del calor espeso.

—Aguí viene Dabbí. Drádenlo gon güidado que se siende gomo sabo adrobellado bor gamión —refraneó el papá de los Awad en su jerigonza libanesa.

Caminando pausadamente, apareció David en el umbral. La señora Awad, una trigueña criolla de amplísima sonrisa y ademanes cariñosos, lo sostenía por el codo izquierdo. Su semblante mostraba los estragos de la virosis, si bien se le veía con ánimo de pronta recuperación.

—Debes tener mucha prudencia, David, sobre todo con los cambios bruscos de temperatura. Evita mojarte si llueve. Muchachos —la señora Awad se tornó hacia el grupo—, cuídenlo. Todavía tiene treinta y siete y medio de temperatura.

—No se despreocupe, mi doña, que va a estar en buenas manos —ripostó José Miguel Moros, al tiempo que le preguntaba al convaleciente—: Hermano, ¿cómo te sientes? ¿Crees que puedes darle?

—Haremos el intento, compadre —murmuró David, todavía un tanto débil. Cuando se levantó de la cama, había tenido la impresión de que un alud de bolitas de colores le había estallado enfrente de los ojos. No obstante, el compromiso de dar a conocer la música que había ensayado tan arduamente, durante las últimas tres semanas, le había impelido a sacar fuerzas de la flaqueza. Más que el nerviosismo propio de estos casos, temía por la escasez de energía que le había quedado como secuela de la gripe. Se sentía tan fatigado que todo le ocasionaba excesivo esfuerzo, aun el simple hecho de levantar el pie para caminar. Se preguntaba, al mismo tiempo, si sería capaz de sostener con firmeza la guitarra.

La aglomeración de adolescentes se encaminó hacia la casa de los Moros.

—Entonces, Giancarlo, ¿cómo es eso de que dejaste el acordeón por la guitarra eléctrica? —preguntó el catirito de los barros en la cara.

—¡Tremenda calentura la que agarró tu papá cuando supo que abandonaste la tarantela por el twist! —remachó el gordito broco.

—¿Y la que cogió el viejo Azael Lisandro cuando se enteró de que David vendió el arpa? «Muchacho’er carajo» —imitó «el Búlgaro» al papá de David, con recargado acento llanero— «nojose, te voy a sacá la tira’er lomo a cuerazos, carajmm».

—¡Iuuuju! —gritó burlonamente el gordito broco.

—No le frieguen tanto la paciencia a David, que se le acaba de escapar por un tris a la pelona —bromeó José Miguel Moros.

—Tampoco fue para tanto, tampoco fue para tanto —refunfuñó el joven músico, buscando recobrar los bríos.

—¿Y Pedrarias qué es lo que toca? —exclamó «el Búlgaro».

—Bueno, a ti te puedo tocar el culo —respondió el aludido, haciendo restallar las risotadas de los demás.

—¡Púyalo, Pedrarias! —chilló el catirito espinilludo.

«El Búlgaro» no se amilanó con la chanza y le replicó en falsete:

—¡Soy la reina del colegio de las monjas y me gusta ese flaco! ¡Lo malo es que es más feo que la palabra gargajo!

Las carcajadas se hicieron más estruendosas.

—¡Mama gallo que te luce! —dijo Pedrarias, pretendiendo ser desdeñoso, con un amago de sonrisa ante la sorna de sus compañeros.

«El Búlgaro» afinó aún más su imitación.

—¡Ay, pero no te pongas bravo, Pedrarias mi amorrrr! ¡Si no me tiras un beso ahorita te dejo y me voy ya-ya-yá con Alfredito Enrile!

A David se le hizo difícil reprimir la risa, con todo y lo débil que estaba.

—¡Hablas igualito a María Esperanza, «Búlgaro»! —le contestó Pantaleón al imitador, a quien le habían endilgado semejante apodo no por provenir de tan eslavas latitudes sino por lo vulgar y folklórico de sus chanzas. De vulgar a «Búlgaro», fonéticamente hablando, el trecho resultó escaso.

—¡Pedrarias, mi cielo, mi rey! —volvió con atiplados fueros «el Búlgaro», reforzando su remedo— ¿Dónde está Alfredito? ¡Ay, qué romántico, estos hombres se van a matar por míiiiiiii!

El buen humor contribuyó, en buena medida, a diluir el miedo escénico de los músicos debutantes. En medio de las risas generales, arribaron a la casa de José Miguel Moros.

—¡Llegó la música! —gritó, con voz estentórea, «el Búlgaro» al trasponer la puerta. Las parejas danzantes comenzaron a separarse, atraídas por la novedad.

—¿Para dónde vas, Ana Verónica? —preguntó Ivancito Laredo, no sin cierta dosis de aprensión lasciva al ver que la muchacha se le desprendía, huidiza.

—Me voy a la cocina a preparar más guarapita —respondió la quinceañera—. Aparte de que tengo que reportarme con mi mamá.

—Está bien. Pero regresa pronto porque si no me da la calambrina.

—Cállate, necio —se despidió Ana Verónica, recompensando a su galán con una mirada de abierto y premeditado interés.

Los integrantes del conjunto se fueron abriendo paso por entre la abigarrada masa de concurrentes que los observaba con curiosidad. Respondían a saludos aquí y allá, mientras Pedrarias y Pantaleón encendían los amplificadores para que los tubos al vacío de sus circuitos se calentaran. La guitarra Telecaster de David, ganga de segunda mano, iría conectada a una planta Teisco de cincuenta vatios con un woofer de doce pulgadas. El musiú Giancarlo había conseguido con un tío, vendedor de artefactos eléctricos, un amplificador y dos cornetas Philips que habían cumplido su cometido en los ensayos pese a no estar diseñados para guitarra eléctrica. El bajo Maya adquirido por Pedrarias, producto de sus ahorros haciendo guardias en la arepera del señor Viera, sonaría a través de una planta Conard, específicamente diseñada para el perifoneo a la intemperie típico de los mítines políticos y conectada a dos cornetas de rockola, birladas de un bar de ficheras regentado por su padre. La batería de «el Bolondrio», ya comprometida su futura adquisición por Sojito, no podía ser más peculiar: el redoblante provenía de la banda seca del Liceo Joaquín Crespo de Santa Narda de Miguaque; los tom toms eran un préstamo de la banda municipal del pueblo por cortesía de su director, el profesor Arístides Mazatlán; el bombo había sido sustraído, pícaramente, por «el Bolondrio» y Pantaleón del acervo de la escuela de música de Tenapa luego de cierto tumultuoso intercambio beisbolístico entre los muchachos del padre Carrasco y el liceo tenapeño; los parales de los platillos eran unos pedazos de cabilla doblados y soldados a un segmento, de poco más de un metro de altura, de tubo galvanizado de cañería, finiquitados en la punta con un cilindro roscado donde se ajustaba, mediante una tuerca mariposa y una arandela de mopa antivibratoria, el platillo correspondiente. De manera semejante, el high hat mostraba la ingeniosidad de «el Bolondrio» al diseñar un mecanismo rústico pero eficiente. Contaban, por añadidura, con dos micrófonos Zenith, una planta Ampex y otro par de cornetas de intemperie para las voces cortesía, una vez más, del profesor Arístides Mazatlán y su Combo «La Sensación».

Comenzó la afinación previa de las guitarras, bajo la guía del empalidecido David. El musiú Giancarlo transparentaba su ingente nerviosismo. Pantaleón se acoplaba a las indicaciones de David, al tiempo que señalaba a Pedrarias el nivel adecuado de sonoridad de cada uno de los instrumentos. «El Bolondrio» apretaba con una llave los cueros de los diferentes tambores, chequeándolos con leves y sincronizados golpecitos con la punta de las baquetas; un cigarrillo recién encendido en la comisura izquierda de su boca le hacía guiñar constantemente, cosa que hacía pensar a Sojito en que su mentor en las artes percusivas pretendía comunicarse con él a través de un laberinto fugaz de señas y gestos.

Sin embargo, el más nervioso de todos era «el Bolondrito» Pablito Awad. Como vocalista principal sabía que todas las miradas, más temprano que tarde, se volcarían hacia él. Mientras duraba la espera, procuraba amainar su tensión sonándose la coyuntura de los dedos y desviando su mirada como una ruleta rusa averiada.

Los consabidos gritos bromistas no se hicieron esperar.

—¡Púyalo, Pedrarias! —reiteró el gordito broco.

—¡Fos, «Bolondrito», huele a palo de gallinero! —guasoneó un cachetoncito jipato.

—¡Giancarlo, mi vida! —«el Búlgaro» no se podía quedar atrás.

—¡Sojito, pichón de cura, salte de ahí! —insistió el cachetoncito jipato.

Los ojos hundidos de David se posaron alternativamente en todos y cada uno de sus músicos.

—¿Listos? —preguntó.

—Positivo —aseguró «el Bolondrio».

—Arrancamos con «Lupe». Do Mayor —ordenó David.

Julia se acercó a José Miguel Moros.

—¿Cómo se llama el conjunto? —inquirió.

—Pues la verdad es que eso es un enigma —respondió el dueño de casa.

—Pero deben tener un nombre. Si no, ¿cómo los vas a presentar, entonces? —insistió Julia, mientras Emilio José Antilano persistía en querer llevársela aparte y ella, sin perder la amabilidad, se resistía.

David dio la entrada.

—Un, dos, tres...

El estruendo electrónico llenó de pronto el ambiente. Los altavoces dejaban escapar olas de sonoridad inquietante y perturbadora, algo desacopladas al principio. Empero, el vigor liderizante de David logró, al cabo de cuatro compases, que las dos guitarras, el bajo y la batería confluyeran en un mismo cauce. «El Bolondrio comenzaba a cuajar dentro del ritmo, con compacta fiereza y arrojo.

En eso, José Miguel Moros atravesó el improvisado escenario y tomó con cierta brusquedad uno de los micrófonos, acarreando un salpullido auditivo.

—Señoras y señores les presento a... ¡Los Enigmáticos! ¡Aplauso, por favor!

Con lo cual el grupo recibía su bautismo de fuego. La muchachada se arremolinaba en los corredores balaustrados. Algunos se encaramaban en sillas y mesas para tener una mejor perspectiva. Existía un interés contagioso por la novedad de la llamada música moderna, la vistosidad de las extrañas guitarras, el bullicio energizado y magnificado, el primitivismo sanguíneo del tamborileo sincopado. Para quienes no habían conocido en sus vidas más que la monotonía miguaqueña, tal catarsis producía una reacción equivalente a la de los aborígenes de Nueva Guinea al tener contacto con los artilugios técnicos del siglo XX. Literalmente, quedaron pasmados y boquiabiertos.

Un crispado redoble de «el Bolondrio», imitando el estilo de Ringo Starr, dio la entrada para el vocalista. Mas, he aquí que «el Bolondrito» era un manojo de nervios; permanecía aferrado al paral de su micrófono con los labios contraídos, el tórax echado hacia delante a la manera de los jorobados y los ojos en blanco. Pantaleón se desorbitaba. Giancarlo parecía no darse cuenta, concentrado como estaba en que sus dedos no se descontrolaran y marcaran con precisión los acordes. Sojito sí se percataba de la situación e intentaba hacerle señas a David para que solucionara el percance. Pedrarias aguardaba con ansiedad el inicio del canturreo para ajustar debidamente el volumen del amplificador de voces. «El Bolondrio» dejó pasar otros cuatro compases y repitió el redoble para que su hermano arrancara. «¿Será que este pazguato olvidó la letra?», pensó al notar que su hermano tampoco entró a la segunda llamada. David desgranó un adorno, en preciso y cortante punteo haciendo gemir con requemante alarido la Telecaster, marcó el pie con el tiempo, dio un vistazo al congelado «Bolondrito» y dio comienzo, por su cuenta, a la melodía:

E-eh, Lupe
Lupita mi amor
Yeah yeah...

A la segunda ronda del estribillo se le reunió «el Bolondrito» como si un chasqueo de los dedos lo hubiera sacado de un abstruso encantamiento. La voz le salió al principio algo apelmazada pero, a medida, que fue entrando en calor, la perfomance se le fue soltando, haciéndosele más dúctil y más dócil. David, a todas estas, sentía que la energía retornaba a su organismo. Ya no le quedaba rastro alguno de la fiebre que lo había derribado pocas horas antes. Al cambiarse para la segunda voz, «el Bolondrito», por carencia de autonomía en el oído, se iba detrás de él, incapaz de armonizar. Volvía David a tomar el lead y Pablito Awad volvía a agarrar la misma voz, en una especie de persecución vocal. Intentó nuevamente David la segunda voz pero, al darse cuenta de que «el Bolondrito» no se adhería a su rol armónico, optó por hacerle los coros en la misma línea para no enredarse demasiado. Al ir aumentando la temperatura de la ejecución, Sojito tomó una pandereta y un par de maracas que había ocultado previamente en el cajón que fungía de armazón a una de las cornetas. Apuntaló, a la manera del «monkee» Davey Jones, el ritmo cortante de «el Bolondrio», sazonándolo con alternados alaridos que provocaron en Pedrarias una regocijada sorpresa.

Yo la vi, caminando junto a mí
con su Do-Wah-Diddy
Diddy-dán, Diddy-Dú...

Las piezas se sucedían una detrás de otra. Algunas conocidas, otras no tanto.

Hay una casa en Nueva Orleans
que es donde nace el sol
y es allí, Señor, donde mi vida destruí
pido perdón a Dios...

La concurrencia acompañaba el beat con las palmas. Unos cuantos cantaban las letras al unísono. Algunas parejas decidieron ensayar alguno que otro paso de surfin’ a la manera de las películas playeras de los vermuts dominicales.

—Pero qué bien bailan música moderna Margarita Fragachán y «el Búlgaro». Vamos a darle nosotros también a ver si aprendemos —propuso Ana Verónica Antilano.

Ivancito Laredo dejó escapar un gruñido cavernoso. Hizo de tripas corazón y se decidió acompañar en el baile a la fogosa quinceañera.

—Caramba, Jackie, ¿pero qué escándalo es ése?

—Son los amigos de José Miguel, Adriana. Han formado un conjunto de música moderna.

—¿De twist?

—Ahora creo que lo llaman surfin’ o algo por el estilo.

—Habráse visto eso de bailar despegados. El hombre por un lado y la mujer por otro, dando brincos frenéticos. Parecieran epilépticos.

—¿Ah?

—¡Que parecen epilépticos!

—¡Habla más alto que no te oigo con este alboroto!

—Vámonos para la cocina y seguimos conversando allá.

—¿Cómo?

—Que nos vayamos para la cocina a seguirle dando a la sin hueso.

—¿Y dejar a Ana Verónica sola? ¡Ni se te ocurra, chica!

—No le va a pasar nada.

—¿Ah?

—¡Que no le va a pasar nada!

—Mírala cómo se menea. Parece una piñata a la que le estuvieran cayendo a palos. Al llegar a la casa le voy a meter un regaño para que aprenda a comportarse en público.

—Déjala tranquila, mujer. Lo que está procurando es divertirse un poco.

—¿Que la deje quieta? ¿No viste cómo se llevó a Ivancito Laredo agarrándolo por la mano? ¿Qué irán a decir?

—Anda, chica, vamos para la cocina.

—¿Cómo?

—Ah pues, carrizo. ¿Usted no viene, don Loro?

Te doy, mi bien
rosas rojas que
dicen
lo profundo y dulce de mi amor por ti...

El amplificador Philips de Giancarlo, no habituado a trabajar durante largos períodos con tan altos niveles decibélicos, se recalentó y dejó escapar unos tosidos ásperos y broncos, síntoma inequívoco de un pronto y oneroso desperfecto. Giancarlo veía con impotencia a Pedrarias.

—¡Ah, Pedrarias! ¡Arréglale el güergüereo al musiú! —vociferó el impenitente «Búlgaro».

—Consígueme un ventilador ya, José Miguel —exigió Pedrarias al dueño de casa—, porque si no este bicho se nos quema aquí mismo.

Procediendo sin dilación, José Miguel suministró ipso facto el aparato solicitado. Transcurridos un par de minutos de soplo bienhechor, la guitarra de Giancarlo recuperó su sonido original, para alivio de David y del resto del conjunto.

Luego de una barroca versión instrumental de «Malagueña» de Ernesto Lecuona, David se posesionó enérgicamente del micrófono y anunció:

—Y ahora, amigos y amigas, para finalizar esta pequeña actuación, que esperamos haya sido del agrado de todos ustedes, tengo el inmenso placer de presentarles a nuestro director técnico y futuro bajista, el popular Pedrarias, en su debut como cantante, ofreciéndonos su extraordinario versión del «Pájaro Bañista». ¡Con ustedes... Pedrarias!

Aplausos, chillidos y silbidos recibieron al desgalichado inspirador primigenio de Los Enigmáticos. Por entre el jaleo reverberó el atiplado remedo de «el Búlgaro»:

—¡Pedrarias, muñeco, me voy a desmayar! ¡Aaaayyyy!

Más risas y manifestaciones de júbilo sirvieron de marco para el inicio de la desmadrada pieza.

A-ma-ma-ma-ma-ma-ma-má
cu-ma-ma-má
pa-pa-cu-ma-ma-má...

El frenesí del ritmo excedido y desatador de emociones refrenadas se transmitió instantáneamente desde los músicos hasta el amasijo sudoroso de espectadores imberbes. Los que no permanecieron extáticos se dejaron llevar por el fluido contagioso del beat trepanador e inefable, catalizador de taumaturgias en barrena. Sojito sentía sus manos flamear con insensibilidad apetitosa al acompañar la rítmica infecciosa golpeando la pandereta, sacudiendo las maracas y martillando un cencerro que apareció como caído del cielo. Quienes no se balanceaban como centauros de deslizadores playeros, brincaban desaforados, o bien aullaban como deseando liberar recónditos demonios mimetizados en la sangre indócil de la pubertad. El espectáculo se mimetizó en éxtasis compartido.

—Ojalá se terminaran de una vez esos pillidos de araguato neurótico —comentó despectivamente Ivancito Laredo.

—No seas aguado, chico, y vamos a bailar que yo no vine aquí a rezar el rosario en familia —lo retó Ana Verónica.

—No me gusta esa música de tarados. Además, no es de hombres eso de andar pegando brinquitos como si te hubieran metido un chirel por el...

—Cállate, no digas necedades. Si no quieres venir, espérame aquí. ¡«Búlgaro», enséñame ese paso tan pepeado que acabas de hacer! A ver, ¿así es como se hace?

Y del lado de los adultos:

—¡Válgame Dios! Este escándalo parece fin de mundo.

—Si eso es música me dejo de llamar como me llamo.

—¡Ah malhaya el general Pérez Jiménez para que le ponga preparo a esa pila de zánganos!

—¡Jackeline, mujer, haz algo antes que la locura se apodere de este lugar!

—¡Jackeline, chica, manda a bajar la cuchilla para que se vaya la luz y se acabe ese ruido del demonio!

—¿Cómo le parece, don Loro?

Pedrarias se transfiguraba, irradiando una luminiscencia inasible. El ritornello cacofónico de la monomaniática melodía lo revestía de ascesis infantil. Lo sumergía, asimismo, en una suerte de eufórico trance, en una hipnopedia de inocencia y energía transmisible y retroalimentable intuitivamente en cuestión de minúsculos instantes. Era casi un estado de desprendimiento astral el que se vivía en esos fogosos minutos, contaminados todos ellos por el eco electrónico y el canto metalizado y percusivo de los rústicos aperos musicales. Luego del riff de entrada, reiterado tercamente a lo largo del tema, las guitarras callaron para abrir paso a un solo gutural de Pedrarias, coreado a gritos y aullidos por la muchachada. Reinsurgieron con incrementado vigor los tambores, a la par que David y Giancarlo consolidaban el ritmo trepidante con punteos yuxtapuestos, y el espigado vocalista desparramaba su presencia a fuerza de gargareos estentóreos, onomatopeyas de pajarraco alucinado que provocaban un espasmo en los sentimientos. Bajó de intensidad nuevamente el acompañamiento, inaugurando un pianissimo estirado y contenedor de hueros desboques, concentrando la atención en los tempos premeditados. Y, de repente, otra vez el estruendo de las fuerzas incontenidas, el entusiasmo pleno en lujurias atávicas y el delirio del clímax imperioso caído como un turbión. Hasta que David dio la señal para el gran final, preñado de rabia consumida y de estupor jubiloso. Los aplausos se sucedían a los aullidos y éstos a los chiflidos.

—¡Otra, otra, otra...! —coreaba la excitada audiencia, con agolpamiento de curiosos y viandantes que, sin pizca de rubor, asomaban sus cabezas desde la calle con la curiosidad típica de los lugareños ante cualquier novedad impactante.

Un José Miguel Moros escocido en sudor se acercó a David.

—Dice mi mamá que ya está bien por hoy. Dice también que todos los viejos tienen los tímpanos reventados.

—Por mí también ya es suficiente —replicó el líder de la banda—. Aparte de que se nos acabó el repertorio.

—¿Cómo estuvo? —preguntó «el Bolondrito».

—Para ser la primera vez, ¡chévere! —chilló Ana Verónica.

Ivancito Laredo volvió a gruñir.

—Por fin se acabó el suplicio. Vente, Ana Verónica, vamos a seguir con los pasodobles.

Y Jackeline de Moros:

—¿Cómo le pareció, don Loro? ¡Ah muchachos para tener vainas!

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Copyright ©Nicolás Soto, 1997
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Fecha de publicaciónAbril 2002
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