1973.
Llegó a Miguaque en un destartalado Buick rojo del 62, cuatro puertas, con un sol simoníaco peinándole la espalda.
En vez de tomar hacia la redoma donde daba inicio la avenida Andrés Eloy Blanco, entrada natural para quienes arribaban desde Caracas, enfiló hasta la antigua laguna de «La Chamana», denominada así todavía por el vulgo. Aminoró la marcha y dobló a la izquierda, por una calle polvorienta. Los niños barrigones de cara frisada con espesas costras de moco lo vieron pasar rumbo al centro del pueblo. Al detenerse para no maltratar los amortiguadores del cacharro con los frecuentes baches que le salían al paso, las hordas de perros realengos, mustia pelambre y atiplados ladridos, lo perseguían en veloz carrera, como reclamando a bocajarro una intrusión fugaz.
La sordidez de las miserables casuchas sin pintar y la hosquedad y palurdez de sus moradores le saetearon el ánimo. Había moscas revoloteando incesantemente alrededor de la basura desechada al aire libre, en extraña danza que se prolongaba hasta el hedor casi sólido de las aguas negras y demás efluvios que corrían paralelamente a las aceras, cual estera inmunda. En ese momento, sintió repulsa por Miguaque.
Y, sin embargo, aun cuando los días más intensos de su vida habían transcurrido en Miguaque y existía, asimismo, una pléyade de cosas que le avivaba recónditas memorias, el hecho de haber regresado se debía a una sola y poderosa razón: Sojito había muerto.
La noticia se la había dado apenas ayer Ivancito Laredo, a quien encontró orinando en un baño cercano al Aula Magna. Procuraba no tropezarse, ni tan siquiera por casualidad, con miguaqueños de la índole de Ivancito pero, dadas las circunstancias y lo abrupto del encuentro, le fue imposible rehuir el saludo.
Con cierta morbosidad de chisme compartido, Ivancito Laredo le refirió el asunto. No cabía duda sobre el particular, la muerte se produjo por sobredosis. Cocaína inyectada en las venas. El episodio venía a perturbar aún más las perspectivas para quienes habían vivido el escándalo en Miguaque. Si en Caracas estaban arrostrando las trompetas hermenéuticas del caso Vegas, con su secuela de dimes y diretes amén de los arrestos y autos de detención, en la pretenciosa pichón de metrópoli que era Santa Narda de Miguaque no se habían quedado atrás. Tuvieron, con todas las de la ley, su «mini-affaire», sin importarles a quién se llevaron en los cachos.
Y he aquí que el primero en sucumbir fue Sojito. Dentro de poco lo iba a ver, exánime dentro del cajón. Luego de dejar atrás las caricaturas de calles, atragantadas de peñones y albañales; después de pasar por todo el frente de la residencia de los Alvarenga y de rememorar la tristeza silenciosa de María Enriqueta; posterior a dar un rodeo evasivo por las calles Angostura y Libertad para no tener que pasar por el sitio, él lo sabía, donde vivía Julia con «Pájaro Vaco» ya que, si bien él trataba de negárselo a sí mismo, todavía su bruma de colegiala rozagante le ahuecaba el corazón y le profanaba el alma; a continuación de dar un vistazo a tantos sitios impregnados del légamo del tiempo ya ido, fotografía borrosa de un grupo de chicuelos que pretendió recrear en un lejanísimo y perdidísimo rincón del trópico la ilusión de que una saga psicodélica podría ser calcada y reproducida.
Era por eso que Ivancito Laredo y todos los de su calaña lo veían como gallina que mira sal. Les chocaba su pelo largo recogido en cola de caballo, sus blue jeans raídos y desteñidos con los ruedos deshilachados, sus chancletas hindúes en las que el dedo gordo del pie quedaba ensartado en un aro de cuero. Y ahora se aparecía otra vez por el pueblo, en aquel ruidoso camastrón que pasaba el aceite con todo y pote, con la plena certeza de que su aspecto desarrapado, dañado y zumbado, provocaría revuelo en la cuerda de zanahorias que abundaba, como el coquito, en Miguaque. O, a lo mejor, no se atreverían a reconocerlo, buscando evadir las memorias del día en que pareció que se vislumbraban los preliminares del juicio final.
Por fin llegaba a la calle Federación, lugar de residencia de la que alguna vez fue la familia Sojo. Notó cómo los antiguos caserones de bahareque iban cediendo el paso a cajas de concreto: el pasado pobretón, palúdico y famélico escarnecido por el progreso. Un par de edificios nuevos y ¡hasta un semáforo! «¡Wow!», pensó Gonzalo, «¡Miguaque se está graduando de ciudad!»
Faltando dos cuadras para llegar a la casa de los Sojo se percató de que la fila de carros estacionados se hacía más densa. A pesar de estar venidos a menos, los Sojo conservaban algo del prestigio («del dudoso prestigio», silbó entre dientes para sí) de ser una de las familias fundadoras del pueblo, junto con los Alvarenga, los Livorini, los Enrile, los Antilano, los Moros... Recordó a Sojito cuando declaraba: «Somos unos has been, como dicen los gringos.»
Se impacientó buscando un lugar apropiado donde aparcar. No quería hacerlo demasiado lejos. La inmisericordia solar se acrecentaba a medida que avanzaba la «hora del burro», el fatídico lapso entre la una y las tres de la tarde en que «mono no carga a su hijo», según la muy gráfica descripción popular. El calor le hacía reverberar la lánguida melena y le producía escozor en la incipiente barba.
«Qué bolas, ¿qué hago yo aquí?», se preguntó. Hasta le daban ganas de volverse por la accidentada carretera que comunicaba Miguaque con la capital, luego de seis horas de automóvil. «Menos mal que este cagajón no me dejó botado en la vía. ¿Tendré igual suerte de regreso?», pensó, mientras recordaba que la arepera del papá de Pedrarias estaba a la vuelta, en toda la esquina de la plaza Bolívar.
Luego de dejar el cacharro montado sobre una acera colindante con el nuevo edificio de la CANTV, se introdujo en la arepera. El apetito lo acuciaba. «Me está matando Ambrosio Plaza... Así decía el pobre Sojito.» El establecimiento comunicaba, a través de una falsa antepuerta de roble, con un bar de ficheras, también propiedad del papá de Pedrarias, a quien no se veía por todo eso. «A lo mejor vendió», caviló, mordisqueando una de jamón con queso Kraft, rociada con sorbos esporádicos a una lata de Malta Caracas, no tan fría como hubiera sido más de su gusto, deseando replegar el agobiante y pastoso calor magnificado por el desmayado rotar del ventilador de techo que ni siquiera era capaz de espantar las moscas. Una sonrisa de tablero de damas aderezada de una interesada y pícara mirada lo indujo a observar por sobre la antepuerta. Era una delgaducha y avejentada mulata, de senos de chiva, buscando conectar, quizá, su primer cliente del día. «Me vio cara de gandolero.» Esquivó el acoso y se concentró en la arepa. No pudo evitar un eructo bien sonoro matizado con una vulgaridad que hizo que los otros parroquianos se le quedaran viendo, extrañados y como adjetivándolo: «¡Ah, bicho raro!»
Ya satisfecho, se aprestó a rendir el postrer adiós a su amigo de adolescencia, ex-condiscípulo en las aulas del padre Carrasco y ex-compañero de correrías en el ruidoso grupo de música progresiva «Los Enigmáticos». Con casi tres años de ausencia de Miguaque se extrañaba de ir topándose con caras pertenecientes al ayer quienes, ni por asomo, daban muestras de haberle reconocido. No sabía todavía qué le había impulsado a volver a este rincón de los sueños desmembrados de su pubertad. Sobre todas las cosas, temía en lo más recóndito volver a encontrarse, así fuera de lejitos, con Julia. No sabía cómo reaccionaría, si volverían a aflorar las viejas culpabilidades o, si por el contrario, todo estaría ya olvidado y sepultado.
Había bastante gente a la entrada de la vieja casona de resquebrajadas tejas y desconchadas paredes donde siempre habían habitado los Sojo. Siguió identificando rostros del pretérito pero nadie reparaba en él, como si fuera transparente.
Penetró al interior. La atmósfera era sofocante, agravada aún más por los ventiladores de pie provistos, seguramente, por la funeraria, arrojadores impenitentes de chorros de aire candente en impregnado de gotas lívidas de sudor.
El catafalco se hallaba en el centro del salón, a pocos pasos de donde estaban sentados el tío Cándido, con su expresión lampiña y feminoide, y Elena. «La mamá de mi mejor amigo», pensó, atisbando su presencia de danta errabunda en jardines ensalmados. Todavía quedaban rastros de aquel ayer esplendoroso. Su faz era inescrutable, como si fuera una esfinge habituada a las notas de la muerte. Sintió unas tenazas en el bajo vientre cuando Elena lo reconoció a través de la maraña capilar. Gonzalo eludió la mirada y se aproximó al ataúd.
Se diría que Sojito dormía, apacible y endeble en el sopor de una cápsula intemporal, aun cuando el rictus le hacía medio mostrar parte de los incisivos. Su tez parecía de cera, contrastando con el fino bigotillo que asomaba por debajo de las fosas nasales. Gonzalo deseó impedir que los ojos se le nublasen. Se apartó del féretro en un intento por dominar la emoción. Elena lo encandiló con sus atmósferas de mimbre. Fue entonces cuando vio a David haciéndole un gesto de saludo y de sorpresa. Se encontraron a la vera del patio central.
—Gonzalito, vale... Gonzalito, hermano —dijo David, al tiempo que lo abrazaba y sentía ondas de choque recorriéndole la arquitectura del organismo. La emotividad se desbordaba. Había lágrimas tímidas en los ojos de ambos.
Copyright © | Nicolás Soto, 1997 |
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Fecha de publicación | Octubre 2001 |
Colección | Narrativas globales |
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¿Por qué introducen a este escritor como «un caso de vocacion tardía para el mundo literario»? Nicolás Soto se perfila no como un «autor» sino un señor escritor y aunque quizás no venda muchos libros, este pensador tiene a mi parecer maderas para ponerle otro tramo a la sección de Literatura. Sus imágenes están inyectadas de empatía y minuciosa observación. Saben a verdad, huelen o apestan como una aparición. ¿Nicolás, qué hora es ahora?
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