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Ella sólo quería estar desnuda

Capítulo XIV

Un caso peculiar

Andrés Urrutia
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Decidí aprovechar los últimos días de mis vacaciones para poner punto final a mi ensayo, que como un fantasma híbrido estaba ya ocupando todas mis horas y comenzando a gobernar mis acciones. Elegí para ello uno de esos peculiares balnearios rochenses que se suceden como perlas intocadas y brillantes a lo largo de toda la costa de ese departamento. Arrendé una cabaña de techo de paja, mitad madera y mitad material de obra, que dominaba, solitaria, la cresta de una imponente duna. Desde allí, a un lado, se divisaba el abigarrado pueblito de pescadores, ahora de turistas que inundaban sus callecitas de tierra y pedregullo. Al otro, una extensa y blanca playa cercada por una cordillera de dunas. La paz de las noches, acunada, acompasada al romper de las olas contra el roquerío, me empujaba al porche, con la única compañía de una botella de whisky y mis apuntes.

Cuando Mara llega a su descubrimiento pasa a un estadio en el que puede prescindir del coito para llegar a su plenitud. Ése es el momento en que el deseo comienza a gobernarla con una magnitud aterradora porque ve que está a las puertas de un nuevo mundo.

Su caso presenta la misma patología que la de R.S., ingeniero alemán, de 29 años de edad, quien seguía a muchachas de largas trenzas por las calles de Berlín, hasta que es detenido luego de haber cortado el cabello a varias de ellas. Así contaba su anomalía este pobre hombre: «Habiendo cortado cabellos, me voy a la cama y estoy besando y besando los lindos cabellos; los aprieto a las mejillas y las narices, y estoy gustando el rico olor de los cabellos. Acostándome los tengo sobre los colchones de la cabeza (almohadas) besándolos, y entonces, con mucha excitación vienen los movimientos del cuerpo y por fin sucede el derrame, y después soy muy feliz.» (Caso extraído de la Revista del Círculo Médico Argentino y Centro de estudiantes de Medicina, nº 1, 1913.)

Del mismo modo, el estímulo doloroso, humillante, sobre el cuerpo y la psique de Mara, en tanto simbolizan una situación de sometimiento, es condición necesaria y suficiente para su placer. Nótese que digo «y suficiente», pues ahora aparece dentro de los casos que escapan a la generalidad.


Y, ahora bien, ¡qué diablos importa si alguien obtiene el tan ansiado derrame acariciando cabellos, olfateando medias, recibiendo o propinando azotes! Nada hay en ello más que la manifestación de la diversidad humana, de la suprema libertad de la alcoba. No puedo evitar verme como un prejuicioso médico legal que, no conforme con su ciencia, aborda profanamente la del psiquiatra, y que desde un púlpito juzga, lanza epítetos y traza la frontera entre la normalidad y la desviación. No puedo evitar verme a mí mismo como el fiscal en la causa contra R.S. «El Pueblo Alemán versus R.S.». La acusación: hurto de cabellos, o atentado al pudor, o lesiones por mutilar las finas hebras de oro y café. Todavía ello no está resuelto. Sentado frente a mí, en un austero y oscuro banquillo, enjuto, la mirada baja y desaliñado, seguramente avergonzado y humillado, está el joven ingeniero, a quien me apresto a interrogar como el ave de rapiña que se prepara a caer sobre su presa. Y así, atenta la mirada sobre mi víctima, comienza la cacería.

—¿Es o no cierto que siguió y, en un descuido de sus víctimas, arrancó matas de cabello a cinco jóvenes en distintas calles de Berlín y en diversas fechas durante el último año?

—Sí, es cierto.

—¿Y es o no cierto que luego usaba esos cabellos en mórbidas experiencias sexuales?

R.S., en un hilo de voz:

—Sí, es cierto.

—¿Y es o no cierto que los acariciaba y besaba en la soledad de su alcoba?

R.S., en otro hilo de voz:

—Sí, lo es.

—¿Y es o no cierto que a medida que lo hacía crecía su morbosidad, hasta que de ese modo, y sin tocar mujer, obtenía la eyaculación?

R.S., inaudible:

—Sí.

—No lo escuchamos.

—Sí, es cierto.

—¿Y es o no cierto que nunca tuvo usted contacto fisiológico con una mujer?

—Sí, es cierto.

—Por último, ¿se considera usted un anormal, un enfermo, un degenerado y un vicioso?

Y entonces el avergonzado R.S., pálido por el escarnio ante la atestada sala de audiencias, quiso decir que no. Quiso gritar que si bien había cometido delito, que si bien había violentado la integridad de esas muchachas, aun en la mínima expresión de sus cabellos, estaba fuera de la competencia del tribunal el juzgar sus inclinaciones. Que no tenían por qué abrir su cabeza, meterse en ella y pretender arreglársela. Que no estaría aquí, de cara a tan impúdico exhibicionismo, si esas muchachas le hubieran, gustosas, obsequiado algunas de sus tan preciadas hebras. Que lo juzgaran por hurto, lesiones, atentado o lo que diablos fuera, pero que dejaran en paz su diversidad, que no se erigieran en censores de alcoba.

Quiso decir todo eso pero dijo:

—Sí, estoy enfermo, por favor cúrenme.


Imaginemos por un instante que R.S. hubiera encontrado la horma de su zapato. Que hubiera dado con una joven rubia, de cabello largo y luminoso, quizás una de esas de cara caballuna que suelen crecer en ciertos barrios acomodados. Tras su apariencia de ángel distraído, de lectora de Caras o Gente, está la mujer que no se atreve a confesar, por llamarlo de alguna manera, su vicio. Esa mujer gusta de que su amante tome una de sus prendas, un zapato tal vez, o ¿por qué no?, uno de sus cabellos, y acariciando ese objeto precioso, oliéndolo, degustándolo, enredado con él en la cama, tiene tal objeto inerte la increíble virtud de erguir un gran miembro al que ni él ni ella tocan. A medida que las manos viriles acarician el delicado cabello (o el zapato, el sostén, el broche), la gran verga empieza a latir. Está vedado para ella tocarla, rozarla siquiera, acariciarla o besarla. Y de pronto, con la misma naturalidad con que estalla la flor, irrumpe la lava blanca y todo lo moja, hasta llegar a la muchacha que contempla la escena, sentada a centímetros de la cama, lanzando epilépticos gemidos.

Si R.S. hubiera encontrado a esa mujer habría sido feliz. Si R.S. hubiera hallado a esa mujer, habría hecho todo, cualquier cosa, cualquier tarea, por conservarla, por evitar que dejara de pertenecerle.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 1999
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Fecha de publicaciónNoviembre 2001
Colección RSSNarrativas globales
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