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Ella sólo quería estar desnuda

Capítulo XII

De cuando Mara descubre su vicio

Andrés Urrutia
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaMontevideo, Prado

Aún sorprendido por la revelación —o la fantasía—, Hernán vuelve a iniciar otra jornada esperando la llamada de Aurora, y como ésta no se produce, se decide a realizar su diaria y casi automática procesión hasta la clínica.

Esta vez nadie le impedirá entrar, se dice, y no le importa toparse con su familia ni con sus reproches. Si lo enfrentan les dirá la verdad y tiene las cartas como prueba. Atrapado en esos pensamientos llega durante el horario de visita pero en recepción le informan que Mara fue dada de alta a primera hora de la mañana. Regresa frenético y pasa en su coche varias veces frente al edificio donde ella está viviendo, como los días anteriores hiciera frente a la clínica pero a pie. Se trata de una de esas construcciones de dos plantas compuestas por cuatro pequeños apartamentos. No ve ningún movimiento en la puerta común, pero las ventanas del primer piso están herméticamente cerradas. Si antes le hubiese sido difícil verla en la clínica ahora le resultará imposible si está recluida en la casa de sus padres.

Así pasan los días sin que nada pueda saber de ella. La llama una vez y cuelga porque reconoce la voz del padre del otro lado del tubo. No le importa sentirse un cobarde incapaz de enfrentarlo y por ello renuncia sin culpa a pedir lisa y llanamente que le pasen con Mara. Al no importarle ese humillante anonimato realiza dos llamadas más pero nunca atienden Mara o Aurora.

Y aquí nuevamente debemos volver a Julia porque Hernán se comporta extrañamente y ella lo nota. Está ansioso y guarda largos silencios. Cada vez tiene menos gestos de cariño hacia ella y evade el sexo. Hernán lo hace porque espera que la reacción de Julia sea desnudarse y ofrecérsele pero ella no responde de ese modo y eso acrecienta una dormida nómina de desencuentros entre ambos. Julia acepta esa veda pensando que es una etapa y que pronto volverán a la normalidad. Pero poco a poco Hernán se da cuenta de lo que realmente espera. En efecto, él espera que Julia reaccione como reaccionaría Mara pero también sabe que eso es imposible.

Se dice que debe olvidar todo el asunto pero un día encuentra un sobre en su consultorio. La recepcionista le dice que lo dejó una mujer gorda, de dientes amarronados y poco pelo. Es Aurora que trae otra carta de Mara.

Mi amor:

Te he descrito el proceso mental que me llevó hasta el extremo que ya conoces. De regreso al hogar, pensé que deberías conocer cómo me las he arreglado durante el tiempo en que luché tenazmente conmigo misma, pues una parte de mi mente abogaba por abandonar la idea de ese loco plan, y otra por ejecutarlo prontamente.

Mi primera reacción fue dejarlo de lado, desecharlo como se desecha una idea loca y absurda que a la postre no podrá conseguir el fin que persigue.

Para desterrarla decidí entregarme a otros hombres, aunque como te dije, no logré amarrarme a ninguno. Verás que esas entregas conforman pequeñas y graciosas historias que estoy seguro sabrás apreciar como tales.

Ya que estaba sin trabajo, pues bien debes saber lo difícil que es volver a conseguir el que se abandona, retomé mis estudios de literatura en la capital. Viajaba diariamente. Allí conocí a un joven con no pocas veleidades literarias que lo llevaban a caer en un romanticismo casi patético. ¿Puedes creer que a los dos meses de conocernos me propuso matrimonio? Sólo hablaba de una novia que tuvo desde sus tiempos de liceal, y estoy seguro de que ella había sido la única mujer de su vida hasta mi llegada. Por supuesto había sido ella la que lo abandonó. Ya te imaginarás que era casi infantil en el amor, pero lo peor era que luego del sexo tenía la obsesiva, y casi repulsiva diría yo, costumbre de empalagarme a besos y acariciarme suavemente la cabeza. No cesaba de trazarse planes en la vida, planes grandilocuentes, en los que por supuesto estaba yo siempre incluida. Al verbo «amar» le agregaba, invariablemente, el calificativo «siempre». Yo le preguntaba cómo podía saber él, cómo podía tener la seguridad de que me amaría por siempre, y si no lo perturbaba el saber que yo no gozaba de esa misma certidumbre. Me respondía que el amor, el verdadero amor, es para siempre, y que lo que él sentía por mí era el verdadero amor. Me decía que su amor era tan grande que le bastaba con eso, que le bastaba amar aun cuando no recibiera en contrapartida un amor de la misma intensidad. Era uno de esos hombres que quedan detenidos en el idealismo veinteañero. Una especie de poeta venido a menos y cursi. Yo me lo imaginaba como un cultor del tiempo absoluto. Todo en él era «para siempre». Ni se le cruzaba por la mente que el amor se acaba. Y el amor era para él una necesidad vital. El amor era para él calidez y ternura, ceder y dar.

Llegó así un punto en que todo me pareció excesivamente melodramático, por lo que decidí terminar con él. Se lo comuniqué con un tono deliberadamente brutal. Confieso ahora que lo hice casi como si se tratara de un experimento. Quería ver su reacción. Estudiarla. Tenía una morbosa curiosidad por descubrir que haría ese hombre que se pensaba viviendo en un «amor para siempre», que se concebía a sí mismo, como me lo repetía una y mil veces, en una «nube de felicidad». Se desesperó, lloró y hasta me rogó. Se cubría la cara con ambas manos y no podía evitar ahogarse en su propio llanto. Aceleraba su voz y se revolvía nerviosamente el cabello. Tuve de pronto frente a mí a un hombre que no podía explicarse el por qué de mi decisión y no se sentía con el valor necesario para enfrentarla. Y eso es lo peor que le puede suceder a un hombre, ya que no podía dejar de humillarse por ello.

Supe en ese momento que podría hacer con él lo que mi antojo quisiera y por eso lo atraje una o dos veces más con el solo objetivo de verlo humillarse nuevamente al instante de comunicarle mi abandono. Lo hice fríamente, diría que calculadamente. De modo invariable terminaba llorando, la cabeza apoyada en mi pecho. Yo nada decía y sólo le acariciaba maternalmente su nuca. En esos momentos mantenía la distancia del observador, me veía a mí misma como el científico que en su laboratorio inyecta al ratoncillo y espera con paciencia a que comience a retorcerse de dolor. Cuando comienzan los espasmos de las patas traseras anota meticulosamente en su libretón. Espera luego a los espasmos de las patas delanteras y cuando llegan vuelve a anotar con fruición, y así hasta el rictus definitivo. ¡Era tan obvio que deseaba experimentar el mismo poder que tú ejercías sobre mí!

De ese período guardo, birlada entre burlas, ayes y por favores, una carta, o proyecto de cuento, de diario, de desahogo o qué sé yo qué, perpetrado por mi entonces pendular amante. No resisto el transcribirte esas líneas, de tono wertheriano, que estoy segura te divertirán tanto como a mí:

«Sólo la fría daga o la estruendosa bala quedan para poner fin a esta desdicha que me aqueja, pues he perdido toda esperanza, no ya de recuperar a Mara, sino siquiera de comprenderla. El de ayer ha sido el más terrible y el más definitivo golpe de los tantos que, en corto lapso, ha asestado a mi desguarnecido corazón. Ay de mí. Ya ni la frondosa copa del árbol que acaricia mi ventana, por la cual se filtran las estelas solares en símbolo de perenne vida, y a cuya vera he escrito tantos versos, es capaz de brindar una pizca de alegría a mi pobre y atribulada alma. Sólo la escritura puede mantenerme en pie y por eso escribo y escribo. Como Nervo para consolarse de la pérdida de su adorada Ana, su luz, su rayito de sol, su sonrisa fresca en la mañana, al igual que Mara para mí. Pero el poeta tenía un mayor consuelo, pues se justifica quedar absorto ante la muerte y uno termina por respetar el misterio divino. Yo, en cambio, no soy capaz de encontrar respuesta alguna, de descubrir el ignoto motor que guía las acciones de la mujer que amo. No hay palabras para describir la humillación padecida, tanto más intensa por su contraste con la profunda alegría que había despertado en mí su llamada. Estaba yo sumido en la atroz amargura del abandono, de la soledad, cuando suena el teléfono y es ella, es su voz cantante trayendo, con sus primeras palabras, la excitación de la esperanza. Que deseo verte nuevamente, que he reflexionado, que creí no iba a extrañarte pero que sí, que debes comprender que me encuentro muy confundida. Y la alegría abriéndose paso, primero en llanto, después en risa, y el nudo del estómago que se afloja, los músculos que se distienden, que dejan ahora respirar, que permiten hinchar los pulmones; y a correr a su encuentro, rapidito, veloz, otra vez a verte, mi amor.

»Ay, ¿y para qué? ¿Para qué habré dado rienda suelta a mi ilusión, desbordada como un río que rompe su dique? Sólo pretendí ayudarla a calzarse. Habíamos hecho el amor, cual en un lecho de rosas, y luego de la unción de cuerpo con cuerpo, de espíritu con espíritu, comenzó a vestirse. Se incorporó como una Venus después del placer, los pechos hinchados por las constantes caricias y una sonrisa de madona dibujada en el rostro perfecto. Juro que vi allí, en ese preciso momento, a la madre de mis hijos, pletórica de amor filial y abnegación hogareña. Inundado por ese sentimiento, diría que impulsado por esa visión, corrí, presto, a ayudarla. Entonces me hinqué junto a la cama, tomé sus zapatos y me dispuse a calzarla. Lejos de la sonrisa que íntimamente esperaba, de la caricia amorosa y del gesto de tierno agradecimiento que imaginaba ella me prodigaría, salió, no de su boca sino de entre sus dientes apretados, sin moverlos ni separarlos, la palabra que escupió a manera de cruel e inesperado latigazo: servil. La repetía mirándome fijo, con una mirada que atemorizaba por su frialdad. Los ojos enormemente abiertos, sin pestañear: servil. Los dientes apretados, inmóviles, como en un rictus de odio. Servil. Yo, entretanto, atónito, pasmado, arrodillado a sus pies. Servil. El zapato en mi mano. Servil. Y entonces algo más inesperado aún. Viendo que no salía yo de mi asombro, se recostó hacia atrás en la cama, apoyándose en ambos brazos y levantando la pelvis hasta colocar su sexo a la altura exacta de mi rostro. La vi hacer un gesto de esfuerzo sin entender nada, cuando de pronto, desde la profundidad de su uretra, saltó con inusitada furia un chorro de orina que, desafiando prácticamente la ley de gravedad, fue a estrellarse justo sobre mi cara, ojos, nariz, boca, y a correr por cuello y pecho hasta que terminé arrodillado en aquel inmundo charco.

»Entre el asco y la sorpresa, oí su risa, una risa sórdida y sonora. La mire con largueza, como implorando una explicación, los ojos aguados en lágrimas y el zapato todavía en la mano.

»Tengo buena puntería, idiota, dijo; y enseguida se vistió y se fue.»

Divertido ¿no? Como no le amaba terminé olvidándolo y sólo supe que a los pocos meses se había enamorado perdidamente de una estudiante de teatro.

Mi próxima aventura fue un señor con aspecto de oficinista que conocí en un centro nocturno. Fuimos a la cama esa misma noche. Me desnudé rápidamente y, sin darle tiempo a hacer lo mismo, me arrojé a sus pies. Tendrías que haber visto la cara de ese pobre hombre parado y tieso, aún con el saco puesto, cuando me tiré boca abajo a sus pies y comencé a lamer sus zapatos. Pasaba lentamente y con deleite mi lengua por el cuero ácido y áspero mientras me revolcaba a sus pies. Debió de pensar que estaba frente a una especie de loca, pues me hizo velozmente el amor y nunca más supe de él.

Como ya habrás adivinado, no encontraba quien pudiera extraer mis posibilidades, quien pudiera exprimir mi condición para que diera sus mejores jugos, y por esa razón probaba sin suerte un hombre tras otro. O era pésima estrella o castigo divino. O bien la «normalidad» es mucho más común de lo que uno podría imaginarse. Lo cierto es que deambulaba como un vampiro necesitado de sangre, ávido de ella para sobrevivir, y que a su paso sólo encuentra cuerpos secos y mustios, casi vacíos del preciado líquido, debiendo conformarse con sorber esos restos coagulados, cuya única razón de ser pareciera ser recordarle la abundancia de otras épocas.

Debido a esa pobreza espiritual de mis amantes, en razón de su culto a la cópula veloz y a la caricia, toqué fondo. De la misma manera que un drogadicto no tiene otra alternativa que pagar para vivir sus paraísos lo mismo terminé haciendo yo para acceder a los míos. Respondí un aviso que anunciaba extraños y sádicos placeres para mujeres como yo. Concurrí casi semanalmente en el horario acordado a un viejo departamento de dos ambientes en la ciudad vieja de Montevideo. Y allí, durante una hora exacta, reviví los juegos que antaño nos prodigábamos.

La sesión duraba una hora y el pago se efectuaba al inicio. Existe una ambigua relación entre quien vende sexo y quien lo compra. A poco que se reflexione sobre ello uno se percata de que son posiciones ambivalentes. Quien paga tiende a pensarse superior porque cosifica el sexo del otro, lo reduce a un mero bien de cambio y, como lo compra, puede disponer de él a su antojo. Entonces elige y ordena y el vendedor obedece porque debe cumplir con el contrato. Pero el vendedor a su vez no puede evitar, dentro de su aparente obediencia, el mirar con cierto desdén al comprador. Con toda seguridad, porque lo percibe como un pobre ser que debe pagar por algo que se puede tomar, y el pagar denuncia su incapacidad de tomar. El sexo del otro es algo que puede ser comprado o puede ser conquistado. Es un objeto que sólo admite esas dos opciones, en todo caso contradictorias. Quien conquista no paga, y quien paga lo hace ante su imposibilidad de conquistar, rindiéndose a ésta. Si alguien entrega su sexo por obra de la conquista, está destinado a someterse. Si lo vende, está, íntimamente, sometiendo al comprador, pues éste sucumbe a su necesidad y con ello admite su incapacidad para conquistar. Por ello, como compré, ese hombre se puso entonces a mi disposición.

Te confieso que al poco tiempo abandoné esas visitas, y no por la tarifa, que debo decir parecía razonable. Tampoco fue porque el placer prodigado no fuera intenso, pues incluso en aquellas sesiones perfeccioné mis apetencias. Fue con ese hombre que comencé a experimentar con las agujas. Llevaba mi propia cajita con agujas de diversos tamaños, la abría dejándola en la mesita de luz para que él las usara picándolas en mi cuerpo. Luego me acostaba con los ojos vendados a la espera de los pinchazos y cada uno de ellos me acercaba a la ansiada cima, al pináculo del placer. Llegué a vivir orgasmos sin necesidad de ser penetrada, sin necesidad siquiera de ser tocada en la tenue protuberancia que corona y domina los labios profundos. Mientras que para otras mujeres reside allí el centro del placer, la cúspide de su gozo, descubrí que para mí ese epicentro se había desplazado hacia otras regiones. Más que el descomunal tamaño de su miembro viril, me importaba lo que podían hacer sus manos. Más que una caverna ansiosa a la espera de abrazar aquella maza dura y latiente, era yo un cuerpo erizado a la espera de que obraran sobre él. La llama de una vela pasando rápido por mis pezones, calentándolos pero sin llegar a herirlos, obró el primer milagro. El éxtasis llegó voluptuoso y ajeno al húmedo ámbito que latía entre mis piernas; como la orilla anhelada y a la que al fin se llega; como el descubrimiento que persigue el alquimista; como la Verdad que obsesiona al sabio y al místico. Así, entre convulsiones, pareció llegar la revelación. Ya el placer no residía en un punto localizado y convencional del cuerpo sino en todo él. Muy pocas veces hice, técnicamente hablando, el amor con mi compra. Cada vez con más frecuencia ello no me resultaba necesario.* Pero más allá de esas anécdotas, sucedía que todo era demasiado irreal y sobreactuado y, lo más importante, la verdadera razón, fue el descubrimiento que esas citas me provocaron. Como ya lo anticipé en mis primeros escritos, la enfermedad que padezco es sólo un modo de expresar el amor. Con tales encuentros sólo satisfacía mis hormonas, mas no la química integral de mi cerebro.

Es en este momento que Hernán interrumpe la lectura porque reflexiona que Mara desnuda cada vez más su condición y su pasado y, como no sabe hasta dónde puede llegar, por primera vez siente temor de ella.

Hasta hace una semana atrás Mara era una sombra más de su pasado. No diríamos que era una mujer olvidada pero sí que estaba oculta o adormecida en los pliegues de su memoria. Ahora es el centro de su atención, es un peso que desplaza a todos los demás que componen su vida. Pero por primera vez en estos días Hernán quiere pensar en sí mismo, quiere verse a sí mismo como si se desdoblara y fuera un espectador de los acontecimientos, imparcial y reflexivo. Y entonces es cuando se ve como un tonto que sólo espera cartas sabiendo que quien las envía las dosifica para jugar con su ansiedad. O se las anuncia y luego las retrasa o guarda silencio y luego se las hace llegar de improviso.

Claro que tiene una opción. Puede desentenderse de todo, de las cartas, dejar el juego y continuar con la vida que tenía hasta hace pocos días. Es también en este momento que retoma la lectura.

Había perdido el interés por toda cosa que no fuera el placer de la esclavitud y la humillación. Dejé de buscar empleo y me sostenía gracias a que Aurora compartía su sueldo conmigo, aunque casi no salía y por lo tanto mis gastos resultaban mínimos. Mi habitación era un desorden, abandoné a mis amistades y pasaba las tardes encerrada en mi cuarto. Tampoco leía, no miraba televisión y ni siquiera daba alguna caminata en los días hermosos y cálidos. Acurrucada en un rincón dejaba volar la mente hacia el centro de todo mi interés: el sufrimiento. Comencé así a tratar de provocármelo yo misma, lo que se convertía en una forma de masturbación. En la soledad de las tardes cerraba con llave mi habitación y las arrojaba hacia el otro lado por debajo de la puerta, de modo que permaneciera literalmente encerrada hasta que alguien me liberara. Por cierto que cuando Aurora volvía de su trabajo era la encargada de tal tarea, y sólo lo hacía cuando tenía la certeza de que mis padres no volverían a casa antes que mi hermana, pues no quería que ellos sospecharan de mi extravío, aunque creo, con dolor, que a esas alturas ya lo intuían. Adivinarás que el sentido de ese ejercicio era convertir mi cuarto en una especie de celda por cierto que sin agua ni comida. En alguna ocasión no bebía desde temprano para poder sentir sed durante mi encierro de las tardes. Debía soportarla hasta que llegara mi hermana y una vez ella corriera el cerrojo podría beber copiosamente. Algunas veces, si llovía, un hilo de agua se extendía por la delgada línea cóncava que surcaba el marco de la ventana. Entonces yo la recorría con mi lengua para apenas refrescarla. Quiero que te imagines esa escena. Quiero que me veas desnuda, hincada frente a la ventana y contorsionando la lengua para poder lamer las gotas de agua que se juntaban en la rendija. Claro que no moriría de sed de no hacerlo, pero me causaba placer, sentía mi jadeo y el latir apresurado de mi corazón. Otras veces iba al baño y orinaba de pie, apretadas las piernas para que el líquido corriera por ellas, otras veces lo juntaba ahuecando ambas manos bajo mi entrepierna y luego lo vertía sobre mi pecho en un acto casi bautismal.

Mi hermana me ayudó mucho en toda esa etapa. Cuando descubrió mis íntimas parodias me devolvía a la libertad cual un silencioso cómplice. Limpiaba el cuarto antes de que llegaran nuestros padres y con esmero borraba todo rastro de mi locura. Parecía comprenderme plenamente y mi confianza en ella era total. En esa hora larga que mediaba entre su llegada y el regreso de nuestros ignorantes padres la convertí en mi instrumento. Necesitada de castigo era ella la que me azotaba. Ataba mis manos al caño del regadero de la ducha y allí descargaba un cinturón en mi espalda. Al principio fue renuente a hacerlo pero tanto insistí que accedió. Comenzó con tímidos golpes pero no me bastaban y le pedía, más bien le ordenaba que pusiera más fuerza, más empeño. Casi pegadas a mis ojos estaban las frías baldosas que revestían la pared del baño. Fijaba mi vista en ellas, en sus extraños arabescos que nada significaban e imaginaba que eras tú quien empuñaba el cinturón y entonces me sentía otra vez tuya, otra vez a tu merced, otra vez dispuesta a tu uso.

La obsesión había ganado todos los rincones de mi conducta, todos los pasillos de mi mente. Por esa misma razón, movida por ese impulso, comencé a devorar comidas que antes me asqueaban. Mi mente se convencía de que alguien me ordenaba hacerlo y entonces los sabores insoportables se volvían insípidos, inoloros, las consistencias gelatinosas se tornaban sólidas. Tragaba sin aspavientos, y en lo íntimo crecía la excitación: esos siempre rechazados platos eran ahora una especie de afrodisíaco. Incluso en las noches, a hurtadillas, degustaba las sobras que se habían acumulado del día anterior. En otras ocasiones sacaba subrepticiamente comida de la heladera, la ponía sobre el piso de mi habitación, y allí la deglutía sin otros instrumentos que mis manos y mis dientes.

Todas esas acciones aberrantes me provocaban placer. Y ciertamente reflexionaba sobre ello; ciertamente me estaba asustando de mi morbosidad. Siempre que se está en los límites se tiene exacta noción de ello. Nadie los traspone por mero desconocimiento, nadie los cruza por ignorancia. Los límites están siempre claros en nuestra consciencia. Pero era mayor la fuerza de mi instinto que esas vallas. Una y otra vez me decía a mí misma que debía romper con ese círculo macabro. Me determinaba a hacerlo y entonces volvían las tardes solitarias y con ellas las imágenes a la mente en violenta procesión, sucediéndose como si fueran parte de una cinta fílmica que no se detiene ni aun cerrando los ojos. Entonces todas las cosas mudaban su significado. La comida no era simple comida; miraba la cerradura de la puerta y veía más allá de su sencilla función de abrirse y cerrarse. Su función era ahora encerrarme o liberarme y dejarme a merced de la mano que movía la llave. Los brazos de una silla ya no eran un cómodo apoyo sino que los visualizaba aptos para que atenazaran a ellos mis muñecas. Las cosas todas, el mundo todo, parecía distorsionarse en razón de la función que mi obsesión le asignaba. Era natural entonces que ello me privara de otros intereses. Un obseso consciente de su obsesión tiende a forjarse una feroz lucha con su naturaleza. Y en esa lucha o sucumbe la razón o sucumbe aquélla. Llega un momento en que ambas no pueden convivir ni conciliarse. Por eso mi condición me impulsó a buscarte, a tomar la iniciativa en esa búsqueda por mera desesperación, y a renovar mi compromiso de sometimiento a ti.

Como comprenderás, dejaron al poco tiempo de bastarme esas íntimas satisfacciones que había aprendido a prodigarme, ya que mi mente no cesaba de atormentarme con nuevas y constantes fantasías. Si había llegado a modificar mis gustos gastronómicos imaginando tus órdenes, órdenes cuya única finalidad era sumergirme en la náusea y el asco, era inevitable que esas órdenes imaginarias se extendieran a otros ámbitos. De la misma manera que tragaba tripas casi crudas pensando que eso te deleitaba, comencé a imaginar que me entregabas a hombres nauseabundos, que asquearían a cualquier mujer, y me solazaba construyendo las más diversas escenas de decrépitos miembros a los que debía revivir en tu presencia, gordos protohumanos y sucios vagabundos a cuyos oscuros deseos insatisfechos me condenabas a plegarme.

Reflexioné largamente sobre esas fantasías. ¿Por qué llegué a desear que me sumergieras en el asco? ¿Por qué me complacía en imaginar tu deleite ante cosas que me causaban profunda aversión? La respuesta es la misma que ha signado toda nuestra historia: deseaba entregarme a ti completamente, deseaba sentir que disponías de mí a tu antojo. El tan vulgar «soy tuya» que las mujeres decimos a los hombres se había exacerbado en mí, se había instalado con la potencia de un deseo insaciable, lo quería llevar hasta sus últimas consecuencias, hasta sus más insospechados límites. Porque ¿cómo puede alguien ser «de otro» si no se somete a cualquiera de los designios de esa otra persona? ¿Cómo puede alguien «pertenecer a otro» de diferente manera que la que yo había concebido? Pertenecer como pertenecen los objetos, las cosas, ser algo que se pueda tirar, golpear, usar, despreciar y prestar. Hay un modo absoluto de «pertenecer» y a él había llegado. Si existe un grado máximo en la pertenencia a él quería arribar, y no otro significado cabe asignar a las locas fantasías que mi mente tejía. Había edificado mi propio mundo, le había puesto paredes a mi mente y entre esas paredes construía una existencia donde sólo había lugar para ti y yo. Imaginaba cuáles podían ser los absolutos del uso, los extremos de la pertenencia y los vivía entre esas paredes mentales en las que me refugiaba. Allí, en ese mundo, me desvivía por complacerte. Me ponía en tu lugar y gozaba imaginando las arbitrariedades y caprichos que luego, al regresar a mi cuerpo, harías caer sobre mí.

Es en este tramo que Hernán se sorprende a sí mismo profundamente excitado. Casi instintivamente guarda la carta en un cajón de su escritorio y se encierra en el baño contiguo a su consultorio. Se baja el pantalón y de pie inicia el proemio de su masturbación con rítmicos movimientos. Su mente comienza a dibujar frenéticamente imágenes de Mara. La imagina completamente maniatada y sometida a toda clase de dolores físicos. Las correas caen cada vez con más fuerza sobre su espalda hasta casi arrancarle la piel. Cuando siente que el fluido está a punto de irrumpir agudiza su delirio, extrema las visiones. Ve entonces que él está en la escena y toma un cuchillo con el que realiza al azar tajos en los muslos de Mara. En el preciso momento en que ella, entre gritos se contornea, gime y pide que la sigan flagelando, irrumpe a borbotones la volcánica erupción y al agotarse desaparece el cuerpo mutilado de Mara.

Como siempre sucede, el aplacamiento que sigue a la excitación hace que Hernán se avergüence de las fantasías a que recurrió para estimularse. Hay determinados estímulos eróticos que resultan capaces de generar una grave sensación de culpa después de que cumplieron su finalidad. Cuando comienzan a operar son imposibles de detener, pueden más que las más profundas ataduras culturales. Pero cuando cumplieron el fin de elevar la excitación, cuando ésta languidece, cuando se ingresa a la calma que le sigue, se siente remordimiento y vergüenza. La persona se percibe a sí misma como la protagonista de una situación patética. Un homosexual travestido se ve a sí mismo de una manera durante el acto amoroso y de una muy otra cuando pasado el placer ve su reflejo en el espejo del cuarto. En la primera hipótesis se percibe deseable; en la segunda ridículo y patético. Entre una y otra imagen sólo media la excitación. La primera es vista a través del lente de ésta; la segunda se percibe de manera distinta porque aquélla está ausente y ya no se es víctima de la distorsión que provoca. Presa de esa sensación, limpia con un trozo de papel el piso del baño, se acomoda la ropa y regresa a su escritorio.

Así fui sobrellevando ese tiempo con una amarga consciencia: la de tu falta. Pareciera que siempre algo falta en mi vida. En nuestros viejos tiempos, aunque no lo sabíamos, faltó realismo a aquellos juegos inocentes, a aquellas parodias que ensayábamos al abrigo de nuestro dormitorio. Hoy, que estoy preparada para un mayor realismo, faltas tú. Ya en la soledad de mi voluntario encierro, ya en mi buceo en el asco, faltas tú. Faltabas para dar vuelta la llave o para contemplar mi descenso, para cerrar la puerta o para elegir mis amantes. Al retornar la consciencia de esa falta, tomó cuerpo la sensación de que todo era un sucedáneo, un delirio inútil. Ése es el momento en que se ve la luz y uno se detiene. La sed, el encierro, el asco, se justifican si tú los provocas y si ellos te complacen haciendo evidente mi sometimiento. ¿Por qué entonces continuar así? Debía intentar atraer tu atención, recordarte mi existencia, existencia que seguía pendiente de la tuya. Pasadas entonces tales necesarias experiencias, volví al curso de mis antiguos pensamientos y vi que ya no había razón alguna para no ejecutar el plan que me había trazado.

Ahora sí, y para finalizar, creo que ha llegado el momento de proponerte nuestra cita. Me costó elegir el lugar. Seguramente recordarás aquel pub de Carrasco. Tiene para mí un particular significado pues allí fue nuestra primera cita. Recuerdo que ese día pedí para salir antes del trabajo, fui a la peluquería y estuve pronta casi una hora antes del momento convenido, esperando ansiosa que pasaras a buscarme. Esa misma noche me besaste al retornarme a casa, lo que siempre recordaré como un maravilloso gesto.

Te espero mañana a las 21 horas; y desde ya te adelanto que aguardo con gran ansiedad nuestro encuentro.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 1999
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Fecha de publicaciónOctubre 2001
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