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Ella sólo quería estar desnuda

Capítulo XI

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Andrés Urrutia
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Regresé algunas veces más al pueblo. Quería aprehender su cadencia, conocer un poco más ese ambiente y esa gente, empaparme del mundo que había rodeado a mi personaje cual si fuera un periodista en busca de datos para su crónica.

Pareciera que en las tardes de ese pueblo sus calles angostas rebosan de automóviles. No es que haya tantos sino que hay demasiados para el espacio de que disponen para circular. Las veredas que bordean esas calles son todavía más angostas en proporción a su función. Resulta imposible no chocar con el gentío que deambula por las mismas recorriendo las dos o tres cuadras que nuclean a casi todos los comercios del lugar. Entre zapaterías, almacenes y alguna tienda de ropa se mezclan las oficinas públicas, que parecen ser el motor principal de toda esa actividad. Pero apenas uno cruza ese increíble centro donde al lado de los más modernos aparatos electrónicos cuelgan chacinados caseros, el hormigueo desaparece. Paradójicamente las veredas pasan a ser más anchas y a estar protegidas por frondosos árboles que las ensombrecen cálidamente. A sus costados, se erigen casas antiguas, de puertas dobles y altas de madera gastada, con ventanas de doble celosía y en algunos casos hasta con claraboyas que sólo se divisan desde la vereda opuesta.

Cerca de las cuatro de la tarde muchas de esas casas comienzan a abrir sus puertas en una sincronización que hasta parece estudiada. Algunas personas sacan sillas plegables que recuestan contra las fachadas y allí se sientan. Unos solos. Otros en grupos pequeños y familiares. A veces juegan a cartas o leen un libro. Otros sólo fijan la mirada en la casa que, calle por medio, se les enfrenta como todo paisaje. Se saludan unos a otros, cambian alguna palabra y luego cada uno permanece sentado en el perímetro que corresponde a su morada.

El edificio donde aún viven los padres de Mara está a una cuadra de ese pequeño y bullicioso centro comercial, sumergido entre esos árboles, casas y sillas. Es el único que levanta dos plantas del suelo y por lo tanto parece erigirse rampante y dominador sobre los demás. Ahora mi disfraz sería el de un mediador inmobiliario que estaba buscando chacras en el lugar por encargo de un importante inversor. Y así me presenté en el café donde advertí que acostumbraba ir aquel hombre que, por verlo precisamente salir del edificio y por su edad, juzgué debía de ser el padre de Mara. Tenía un frondoso cabello blanco y la espalda encorvada. Caminaba cansinamente, como si le costara desplazarse por alguna enfermedad o por el solo peso de los años. Al igual que casi todos sus vecinos, vestía pantalón gris y una camisa clara. El café a donde lo seguí a prudente distancia se metía como una cuña entre dos casas semirruinosas. Era un corredor angosto y largo, con un mostrador al fondo. Su única fuente de luz natural estaba en la propia puerta y en el pequeño ventanal que tenía a un costado, pero era tan profundo ese pasillo, que aún en pleno día, debía mantenerse encendida la iluminación, la que consistía en dos tubos de luz blanca, separados casi tres metros uno del otro. Las mesas, con tres sillas cada una, se recostaban alternadamente a una y otra pared, dejando un aún más angosto pasaje entre ellas con destino al lejano y oscuro mostrador del fondo.

Me acerqué a quien juzgué el dueño, pedí un café e, invocando mi disfraz, requerí referencias acerca de alguna oficina dedicada a los negocios rurales. Como mi perseguido estaba también parado contra la pequeña barra y recién había pedido un café con leche, sabedor de que el mismo se dedicaba a ese tipo de negocios según me lo había contado aquel barista que fue mi informante durante mis primeras visitas al lugar, lo incluí con un gesto también a él como destinatario de mi pregunta, y así por segunda vez entablé conversación con ese hombre. Sólo que ahora lo tenía frente a mí. Como dije, parecía un hombre cansado, pero sorprendentemente derrochaba energía al hablar, como si la edad, o la enfermedad, sólo hubiera alcanzado a sus piernas. El dueño del café lo llamó por su apellido y ahí se disiparon todas mis dudas. La conversación se hizo larga y familiar, y como el padre de Mara todavía y pese a su edad, se dedicaba a la compra y venta de campos, festejó la casualidad y terminó invitándome a su casa para que habláramos tranquilamente de futuros negocios.

Era un pequeño departamento de tres dormitorios y un cuarto de estar. Prolijamente amoblado. Sin embargo, en la pared que justamente enfrentaba a la puerta de ingreso, había colgada una marina cubierta de colorinches y con trazos que pretendían ser casi fotográficos; lo que por cierto no pude evitar asociar con el proverbial mal gusto pictórico de los habitantes de estas ciudades.

Allí, sentados en un mullido sillón estampado de flores, me habló de opciones, precios y rentabilidad, mientras su esposa, una señora delgada e indisimuladamente teñida de rubio, limpiaba cuidadosamente y en silencio una y otra vez todas las habitaciones.

Tómese una copa y quédese a cenar, me dijo al percatarse de la hora y confirmando la bien ganada gentileza pueblerina, que tanto nos asombra a quienes nos hemos acostumbrado al cosmopolitismo de las grandes ciudades. Ya hemos hablado demasiado de negocios, agregó, y usted mañana tendrá que consultar con sus clientes.

El hombre había hablado más de una hora, me había presentado ofertas mientras yo garabateaba todo en una libretita limitándome a asentir. Ahora increíblemente me invitaba a cenar y por lo tanto acepté gustoso y excitado. Era la oportunidad de cambiar el rumbo de la charla. Su esposa sirvió dos whiskys y volvió a la cocina a preparar la cena, anunciando unos sabrosos canelones que, según el marido, eran su especialidad. Decidí entonces iniciar mi escalada.

¿Tiene hijos?, le pregunté casi mecánicamente, mientras deliberadamente distraído giraba con mi dedo índice el hielo dentro del vaso.

Dos hijas, me respondió. La menor vive con nosotros, pero la mayor se encuentra en el exterior.

Debe de extrañarla mucho, afirmé intencionalmente, buscando que aquel hombre entrara de lleno en el tema por el cual había yo inventado toda aquella patraña.

Por supuesto, dijo mientras se acomodaba diría que estudiadamente en su sofá. Pero es lo que ella eligió, y aunque la extrañamos mucho sabemos que está muy feliz. Se casó con un ingeniero, viven en Sudáfrica y tiene dos hijos.

¿Sudáfrica?, exclamé realmente sorprendido.

Parece lejos, ¿no? Nosotros apenas hemos podido viajar dos veces a visitar a nuestros nietos. Pero no dejamos de reconocer que pese a ello tuvo mucha suerte, pues acá hay muy pocas oportunidades para los jóvenes. Vea que allá viven en una gran cabaña, con un enorme parque y una piscina rodeada de árboles. Da gusto ver cómo disfrutan los niños. Uno siempre debe preferir el bienestar de los hijos, aun cuando duela tenerlos lejos.

¿Es aquélla su hija?, le pregunté entonces señalando una fotografía que se destacaba por su tamaño y ubicación entre otras que figuraban alineadas sobre una repisa a mi derecha.

Asintió, tomó la foto delicadamente entre sus manos y me la acercó. Bonita, ¿no?, dijo con tono más de afirmación que de pregunta.

Y en verdad lo era. La toma era sólo del rostro. Un cabello oscuro caía sobre sus hombros sin llegar a tocarlos, en dos perfectos semicírculos fijados a ambos lados de su cara y unidos arriba por un cerquillo que cubría casi toda la frente. El rostro, más que ovalado, redondo y delicado, se parecía al de esas jóvenes francesas de mirada perdida y portadoras de un cierto aire de inocencia y profundidad. En él resaltaban dos ojos extrañamente opacos y una boca recta y firme. Pensé inmediatamente en Juliette Binoche, en una niña alegre y despreocupada caminando por los puentes del Sena. No importaba ya cómo la había imaginado antes, cómo la había plasmado en las páginas que a esas alturas tenía escritas y celosamente ocultas. Ese rostro reflejaba paz y hasta un cierto toque de ingenuidad. Creí ver una sonrisa muy leve que apenas se adivinaba mirando atentamente una casi imperceptible curvatura a ambos extremos de los labios.

Es hermosa, dije devolviéndole el retrato, el que con cuidado y esmero regresó a la repisa.

Debe de estar muy orgulloso de ella, señalé inmediatamente con el ánimo de que la conversación no derivara hacia otros carriles.

Así es, asintió. Siempre fue una excelente hija, y le dolió mucho tener que dejarnos. Pero así es el amor. Su marido es un importante ingeniero. Lo conoció cuando la empresa para la que él trabaja construía una carretera aquí cerca y entonces vivía transitoriamente en la ciudad. Ambos se enamoraron a primera vista. Y claro, ella prácticamente nunca había tenido novio. Y bueno, se casaron y la empresa lo trasladó a Sudáfrica y allí están ahora.

Desde la cocina su esposa escuchaba toda la conversación. Ni un solo gesto tuvo ese hombre que permitiera sorprenderlo con un dejo de tristeza o nostalgia. Cualquier persona hubiera creído en la veracidad de su cuento. Hablaba como si él mismo se lo creyera, como si de tanto repetir su inventada historia ya no distinguiera entre ella y la verdad. Esa verdad que no imaginaba era conocida por su ocasional interlocutor.

No pude evitar orillar una sensación de culpabilidad. Me dije que estaba burlándome del dolor de esa familia. Ese hombre, que sin conocerme me había abierto las puertas de su casa, le hablaba orgulloso de su hija, de una hija inexistente, a quien conocía su real historia, a aquel que poseía secretos sobre ella que tal vez ni su propia familia conociera. ¿Cómo podía ese padre hablar tan convencido? ¿Cómo no dejaba traslucir la más mínima expresión de pena? ¿Y cómo, al fin, su esposa, escuchándolo desde la cocina, podía mantenerse en tan hermético silencio?

Poco y nada habló en cambio de su otra hija. Me la enseñó sí en una foto familiar que se ubicaba con mucho menor destaque en la repisa. Era en verdad como me la había imaginado. Gorda y baja, pelo muy corto y desprolijo, de facciones groseras que por fortuna no se reflejaban con nitidez en la fotografía. Apenas dijo que aún vivía con ellos, y que llegaría en cualquier momento de su trabajo.

Y efectivamente conocí a Aurora esa misma noche. Lucía peor de lo que podía apreciarse en el retrato familiar. Parecía que por alguna enfermedad cutánea estaba perdiendo el cabello, y la totalidad de sus dientes eran de un color marrón oscuro. Su carácter parecía responder a su aspecto. Era huraña, hosca, dejaba traslucir un permanente mal humor que me imaginé no podía ser sino fruto de una muy profunda frustración. Casi ni habló durante la cena. Mientras su padre y yo retomamos la conversación acerca de nuestros negocios, la miraba disimuladamente. Su vista estaba fija en el plato y devoraba con avidez. Llegué a sentirme incómodo por su presencia y deseé que la velada terminara cuanto antes.

Respiré aliviado luego de despedirme en la puerta. Convine con el padre que al día siguiente me contactaría con mi inversor y le llamaría. Decidí caminar por el pueblo. No serían más de las diez de la noche, el clima cálido y el silencio invitaban a la caminata.

He aquí el resumen de mi encuentro con la familia, que por cierto ninguna pista pudo darme sobre la situación y paradero de Mara. Tuve la sensación de que todo era un camino sin sentido, que estaba perdiendo lastimosamente mi tiempo.

Volví al café donde por la tarde había pergeñado el encuentro. Caminé hasta el mostrador donde todavía estaba quien se me figuraba era su dueño y pedí un whisky.

¿Cómo le fue con Don M...? me preguntó.

Es muy amable, le dije, luego de hablar de negocios me invitó a cenar.

Pobre Don M..., suspiró. ¿Le contó la historia de su hija en Sudáfrica?

En ese momento se fijó mi atención. Mi interlocutor podía conocer algo que me interesara. Claro, pensé, debía haber oído esa historia cientos de veces, y aquí todos conocen la historia de todos. Me propuse tirarle de la lengua.

¿Qué tiene de extraño esa historia?, pregunté.

Que nadie la cree, respondió mientras llenaba mi vaso. La cuenta a todo el mundo. Pero la verdad es que su hija desapareció de un día para el otro. No es lógico que no se casara en su pueblo, o por lo menos que a nadie de aquí invitaran a la boda. Vea usted que esa familia está en el pueblo desde hace casi sesenta años. Nadie sabe muy bien que sucedió con su hija. Pudo haberse peleado definitivamente con ellos, pudo correr detrás de un tipo y olvidarse para siempre de sus padres. Hace cinco años que no se la vio más por aquí y que el pobre M... repite la misma historia.

No me lo hubiera imaginado, le dije. Me mostró su fotografía, era una mujer muy hermosa.

Sí, admitió. Vaya uno a saber qué se le cruzó por la cabeza para irse así, para no volver nunca más. Siempre fue una muchacha extraña. Hasta intentó suicidarse, suerte que la encontró su hermana. Su padre contó siempre la historia de una crisis nerviosa. Por exceso de estudio decía, y aunque nadie dijera nada, aunque nadie le hiciera ninguna pregunta, siempre se encargaba de dejar en claro que no había sido un intento de suicidio. La llevaron a la capital sin siquiera parar aquí. Fue todo un revuelo. Pobre M..., ahora evitamos el tema con él porque, si no, termina hablándonos de sus nietos, de Sudáfrica, ¿no le mencionó lo de la piscina?

Asentí con la cabeza mientras tomé un largo trago. El whisky bajó por mi garganta quemándola. Pobre hombre, murmuré, quién lo diría, ¿no? Pagué y me fui. Al día siguiente lo llamé, le dije a M... que volvería con mi cliente para ver las tierras y quedamos en volver a hablarnos.

Volví a comunicarme con él dos días después según lo convenido, y con una excusa le propuse un compás de espera, ya que mi cliente debía viajar urgentemente a Europa y no podría desplazarse hasta la ciudad a visitar los campos. Nos despedimos amablemente y nunca más volví a llamarlo. Me había acercado demasiado y nada había obtenido.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 1999
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Fecha de publicaciónOctubre 2001
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