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Ella sólo quería estar desnuda

Capítulo VIII

Apuntes del autor

Andrés Urrutia
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Existen ciertos términos, ciertos calificativos contenidos en las cartas, que me ayudan a imaginar los rasgos esenciales de Hernán. Ciertos tonos que me revelan sus íntimas dudas y algo más: una especie de sello personal que calificaría como volubilidad. En algún momento, durante el frenesí que me asaltaba y me impulsaba a sumergirme, con paciencia de exégeta, Champolión en su Piedra Rosetta, en los preciados manuscritos, llegué a dudar de cuán objetivas podían ser mis inferencias acerca del personaje o si, por el contrario, no resultaban más que una introspección del autor, un simple reflejo de la fuerza que movía la mano y la pluma, incapaz de despojarse de sus miedos, de sus cobardías, sus pasiones y ¿por qué no? hasta de sus fantasías. Y así, éstas lo contaminaban todo, invalidaban las hipótesis, convirtiéndolas en meras conjeturas, en vulgares copias, producto de una transmigración no querida, pero a la postre imposible de evitar. Quizás, me digo, he comenzado a tener por Mara la misma obsesión que atormentaba a Hernán, pues, al igual que lo imagino a él, paso horas leyendo estas páginas manuscritas y dibujo en mi mente a su autora. ¿Reacciona entonces Hernán como yo reaccionaría de estar en su lugar? ¿Son sus pensamientos o los míos? ¿Logro, aun cuando sólo sea a través de una vaga aproximación, al menos entrever sus cavilaciones? Cuán difícil es tratar de mantenerse fiel, imparcial, reconstruir no hechos sino dudas, imaginar a otro evaluando opciones, caminos, consecuencias y destinos, cuando no es uno quien deberá sufrir esas consecuencias. Así paso las horas. Inmóvil ante el papel en blanco, huérfano de ideas, cuestionando no ya los resultados sino el procedimiento mismo. Y de pronto, me asalta el consuelo de pensar que ello no importa, que Hernán es un personaje esencialmente secundario, que hay algo más trascendente para mí en los escritos, algo superior por descubrir. Una revelación, un mensaje oculto que se me escapa, que no logro asir; que está ahí, pero que no; que sí pero tal vez; que en otro momento, con la mente más fría y descansada. Y enseguida me digo que el tono eminentemente narrativo de estos manuscritos pareciera estar destinado a alguien más que a Hernán. Pareciera trascenderlo, revelar el ánimo de contar su historia a la humanidad, de desnudarse completamente al mundo ejercitando un impúdico exhibicionismo que me vuelve a centrar en los oscuros laberintos de su cerebro.

Toma cuerpo nuevamente la idea de emprender su búsqueda, de no quedarme en aquellas inocentes visitas a su pueblo, de avanzar un poco más que lo que pude hacerlo en aquella inconducente pesquisa. Conocía la ubicación exacta de la casa de sus padres, el sanatorio donde debieron de ser frecuentes sus escenas de celos, y algún propietario debía de tener aquel salón en el cual ella trabajaba que quizás pudiera saber algo de su actual paradero. Era obvio que pensaba en él porque dudaba contar con el coraje necesario para buscar y enfrentar a su familia, sin duda la más directa de las fuentes posibles. Pero lo cierto es que ni siquiera estaba seguro de tener la valentía para encarar a la más inofensiva de esas posibles fuentes. ¿Qué les diría? ¿Y si realmente daba con ella? ¿Le explicaría que obtuve sus cartas valiéndome de la amistad con el hijo de aquel a quien le fueron confiadas? ¿Que lo que comenzó siendo un objeto de curiosidad científica terminó en el hondo deseo de reconstruir su historia, de conocerla?

Guiado por no sé qué impulso, una calurosa tarde de sábado abordé uno de esos viejos y destartalados autobuses que cubren las líneas entre Montevideo y sus pueblos satélites, con el objetivo de regresar al escenario de mi historia. Descendí frente al mismo bar donde había iniciado aquella superficial pesquisa y tomé la calle que me separaba tres o cuatro cuadras del edificio de dos plantas que, según había averiguado en aquella ocasión, todavía seguía siendo la morada de los padres de Mara. Llegué hasta su puerta y vi entreabierta la ventana del primer piso. Entonces casi como un iluminado corrí hasta una confitería distante a media cuadra y que divisé desde el portal. Entré y pedí con ansia la guía telefónica. Me fue fácil corroborar que el apellido se correspondiera con la dirección y allí mismo me facilitaron un teléfono. Disqué el número indicado y luego de tres tonos me atendió una voz masculina, anciana y pausada. Le dije lo primero que me vino a la mente, que era un viejo amigo de Mara, que nos habíamos conocido cuando frecuentábamos unos cursos de literatura en Montevideo, y que deseaba saludarla, puesto que hacía mucho tiempo no la veía. Muy amablemente me respondió que ella ya no vivía más allí, es más, que hacía años se había radicado en el exterior (curiosamente no me indicó país o ciudad), pero que con gusto tomaría mi mensaje. Me atreví a pedirle el teléfono o la dirección postal, y la respuesta no me sorprendió en absoluto. Su padre —supongo que lo era— se negó a dármelo invocando que ella siempre le daba instrucciones de no hacerlo, que él me tomaría el mensaje y se lo transmitiría cuando ella lo llamara.

No creí oportuno insistir y me despedí amablemente pidiéndole enviara a Mara mis más afectuosos saludos. Por supuesto que di un nombre falso y que muy posiblemente el hombre del otro lado de la línea terminaría por olvidarlo. Me preguntaba, mientras caminaba sin rumbo por las estrechas veredas, si incluso ese hombre tendría, en verdad y todavía, contacto con su hija. Me asaltó la idea de que tal vez su paradero fuera para él tan desconocido como lo era para mí. Pensé que debió de haber recibido muchas llamadas de amigos reales, que al principio le dolían insoportablemente, y que el dolor fue aplacándose con el paso del tiempo hasta acostumbrarse a dar mecánicamente siempre la misma respuesta.

Esa tarde vagué sin rumbo por el pueblo, traté de compenetrarme con su quietud y el silencio que lo ganaba al oscurecer. Me di cuenta entonces que las cartas de Mara contenían en realidad muy pocas pistas para dar con su paradero. ¿Dónde trabajaba, por ejemplo, su hermana? Nunca lo mencionó. Tampoco dio dato alguno que permitiera ubicar la clínica en la que estuvo internada o la identidad de sus amoríos. Parece haber querido contar la médula de su historia sin aderezos, sin dejar rastros, para luego desaparecer misteriosamente. Sólo tenía un nombre, un padre que aparecía como una infranqueable muralla entre ese nombre y mi curiosidad, y el ejercicio literario que me estaba ocupando ya más de la cuenta.

Decidí, ante lo avanzado de la hora, quedarme en un modesto hotel que no contaba con más de seis u ocho piezas. Menos que un hotel parecía una pensión, de esas que acostumbran a trabajar con esa singular raza que son los viajantes de comercio.

Me sedujo la idea de pernoctar en la ciudad de Mara, en esa ciudad baja y modesta que parecía habérsela tragado, haberla borrado de todos sus registros, haberla olvidado o disimulado detrás de una emigrante más. Esta ciudad sabe ocultar bien a sus fantasmas, me dije, a la vez que devanaba mis sesos ideando la manera de obtener más datos. Esa noche, mientras fumaba tirado en la cama, recordé a Azul, el fantasma de Auster, y el modo en que utilizaba múltiples disfraces para entablar conversación con Negro, su misterioso vigilado. Recordé el libro por una fugaz asociación con el título. Fantasmas se llamaba esa novelita aterradora y misteriosa. Como un fantasma estaba percibiendo también a Mara. Presente pero invisible. Tangible en las palabras, en la memoria, en los ojos de los pobladores, que todo lo ven. Pero por otro lado, escurridiza, inasible. Volví a Auster. Yo tenía la ventaja de que nadie me conocía y que mi interés no era abordar subrepticiamente a una sola persona sino a diferentes.

La mañana siguiente se abrió con un sol espléndido, lo que por alguna extraña razón me impulsó a dirigirme al sanatorio del pueblo y encarar a una enfermera cincuentona que por su soltura y familiaridad de trato aparentaba haber trabajado allí desde hacía largo tiempo. Me presenté ahora como un viejo compañero de estudios de Hernán, que luego de vivir durante más de quince años en Europa, volvía de visita a su país y un nostálgico impulso lo había llevado a rastrear viejas amistades.

En un increíble golpe de suerte me dijo recordarlo, pero también que hacía muchos años había abandonado la ciudad. Inventé haberme carteado con él durante mucho tiempo, pero que las cartas, como siempre sucede, fueron espaciándose hasta desaparecer, y que por eso desconocía su actual domicilio. Seguí con la falsa historia y me confesé muy amigo también de Mara, su mujer, y volví a insistirle en que deseaba volver a encontrarlos.

Fue mencionar a Mara para que la mujer abandonara su rostro burocrático, me mirara con extrañeza y me enrostrara que le parecía que yo estaba equivocado, dado que la esposa de Hernán se llamaba Julia, que lo sabía porque a veces había frecuentado la casa. Creí estar ahora más cerca de algo concreto y admití una confusión en los nombres. Los años y la distancia suelen jugarnos malas pasadas. Por otra parte, mi amistad era con él, no con su esposa, así que era comprensible un trabuque en los nombres. Y allí, sin otro señuelo que la locuacidad de mi interlocutora, me enteré de que Hernán y Julia se habían marchado juntos del pueblo hacía ya varios años, que una vez creyó verla a ella caminando sola por una calle de Montevideo pero que por la rapidez con que andaba ni tiempo le dio a llamarla. Se habían cruzado tan velozmente, y ella iba tan abstraída, que no pudo atinar a nada. Lo que más le había llamado la atención, me dijo, fue que cuando se marcharon, a nadie dejaron nueva dirección o teléfono, como si algo hubiera pasado, algo imprevisto, importante. Como cuando avisan de una tragedia familiar y no hay tiempo para nada, ni para despedirse, ni para dejar nuevos teléfonos. Nada. Como si se los hubiera llevado el diablo. Como si estuvieran huyendo, como si algo o alguien les pisara los talones. Creo que hasta hicieron la mudanza de noche, concluyó la enfermera, con lo que inmediatamente entendí que ella tampoco podría ayudarme.

Parecía a esas alturas que se los hubiera tragado la tierra. Existir, existieron. Pero tres de mis personajes habían abandonado el escenario sin dejar ninguna huella tras de sí. Como no podía continuar exponiéndome y deseaba reflexionar sobre los próximos pasos a dar, resolví regresar a la capital. Durante el corto viaje reduje a dos las puertas que podrían conducirme a la tan ansiada información. O hurgaba en las distintas clínicas psiquiátricas de Montevideo, acceder a las cuales me parecía difícil, cuando no imposible, o trataba de entablar algún tipo de contacto con su familia.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 1999
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Fecha de publicaciónAgosto 2001
Colección RSSNarrativas globales
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