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Ella sólo quería estar desnuda

Capítulo VII

Al día siguiente

Andrés Urrutia
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A la mañana siguiente Hernán se levanta con dolor de cabeza por el alcohol, pues es de suponer que luego de su cita con Aurora se ocultó hasta tarde en alguna whiskería para leer el mensaje de Mara. Su primera impresión es la de haberlo soñado todo pero al minuto reconoce la realidad. Preguntas tales como «¿qué se trae Mara?» o «¿en qué se está él metiendo?» es lo primero en que piensa antes de saltar de la cama. Se levanta, pasa por el escritorio y mira de reojo el portafolios en el piso porque en él está ocultó el cuaderno de Mara. Comprueba que está intacto y sigue viaje a la cocina.

En ella está Julia preparando el desayuno. Se besan, se sienta a la mesa y se apresta a beber el café. Como Julia nada sospecha hablan de cosas intrascendentes.

Pero Hernán se va a su trabajo dudando qué hacer. La reacción que se le presenta como más lógica es llamar a Aurora, y ya que ella ofició de correveidile, exigirle que ponga las cartas sobre la mesa. Al fin y al cabo ya están todos grandecitos para tamaña tontería. Puede decirle entonces que si lo que esa ridícula dupla de hermanas quiso fue hacerle sentir culpable por el intento de suicidio de Mara, no lo han logrado en absoluto. Después de todo, Mara no hizo nada que ella no quisiera hacer.

Eso es, se dice como al borde de una revelación. Considerándose un tonto por no haberlo visto antes, resuelve que lo que ambas hermanas buscan es una tortuosa forma de reprocharle y estimular su culpa. Pero inmediatamente concluye que en definitiva sí le cabe algún reproche, pero que si le cabe a él, también le cabe a Mara. Lo que primero vio como una última confesión lo ve ahora como una inesperada forma de recriminarle. Porque ¿quién podría imaginar que una mujer, luego de ingerir cantidades de fármacos para quitarse la vida, le envíe a su ex amante, de su puño y letra, un relato de la historia que vivieron juntos, si no es con el fin de decirle que es él el único culpable de su actual situación? La diferencia entre una y otra visión es sustancial. Porque si fuera lo primero, es decir, la confesión, debió haber sido escrita antes del frustrado intento de suicidio. Pero Hernán ya descartó esa idea, y entonces su redacción debió ser posterior. Ello indicaría que o bien Mara no recuperó la cordura luego de un acto tan extremo o bien que algo trama.

Decide entonces salir de dudas y llama a Aurora. La cita se vuelve a concertar en la capital no sin alguna resistencia por parte de ella. Hernán la convence diciéndole que lo que deben hablar puede ser de gran ayuda para Mara.

La confitería es la misma que la de la primera cita. Está frente al mar y tiene una terraza con mesas y sombrillas cubriendo las mesas. Como se sientan afuera deducimos que corre el verano. Se trata de uno de esos lugares donde esposas y jubilados concurren cerca de las seis de la tarde a tomar té o café con leche y masas. Hernán admira a la gente que espera la hora del té como él espera la hora del whisky. Se le antoja que revelan una mayor paz interior y que poder conciliar el sueño sin alcohol los hace en parte superiores a él.

Comienza preguntándole si no leyó el cuaderno, a lo que recibe una respuesta negativa. Le dice que ha pensado en ir a ver a Mara, pero lo dice como quien saca el alfil de su casilla esperando la reacción del adversario. A Aurora no le parece conveniente y entonces Hernán mueve su otro alfil. Insiste porque argumenta que le será más fácil verla mientras ella permanezca internada en la capital que cuando regrese. Y si bien, como dijimos, se trata de una nueva jugada, en caso de tener que ir realmente a verla lo prefiere así porque piensa que en la capital estará fuera del alcance de Julia.

Luego de apurar el café pide una copa porque nos acercamos a las ocho y está anocheciendo. Con el primer sorbo insiste en que no puede creer que Aurora no haya leído el escrito de su hermana.

Dijiste que podía ser su diario pero parece escrito para ser leído por un tercero, le enrostra, y los diarios no tienen otro destinatario que su propio autor. Tampoco tiene el tono telegráfico y desordenado de un diario y parece escrito de un solo y largo tirón.

Aurora le pregunta por qué le extraña tanto que ella no lo leyera. Bueno, dice Hernán, es tu hermana y por otra parte siempre está la curiosidad. Te admiro por vencerla, aunque si cambiásemos de posición quizás yo sí lo habría leído y te contestaría lo mismo. Por eso debo pensar que sí, que lo has leído y hablarte partiendo de ese presupuesto. Y es por esa manera de razonar que las próximas palabras de Hernán se parecen más a una justificación que al pedido de explicaciones que lo movió a concertar la cita.

No me hace sentir orgulloso el que lo sepas, comienza a decir como inculpándose. No finjas desconocer de qué hablo. Mal puedo no sentirme desnudo ante ti y ya sabes lo que eso significa. Debes saber, continúa, que si bien cada línea es cierta jamás tuve la explícita intención de ¿cómo es que dice ella? ¿graduar su dolor? Bueno, lo que sea. Así procedí porque la necesitaba. Nunca conocí a una mujer como tu hermana. Creo que deliberadamente buscaba generar en mí una especie de soberbia, quería que me emborrachara con ese poder que ahora ella dice haberme concedido. Era su forma de atarnos. La recuperaba con persistencia porque en algunas noches de soledad y whisky llegué a pensar que necesitaba de su esclavitud, y la abandonaba por la sencilla razón de que sabía que podía recuperarla.

Hernán se interrumpe, pide su segundo trago y enseguida se encuentra ahondando su confesión. Aurora es la última persona que se imaginó podría recibirla. Cuando vivía con Mara sus relaciones con Aurora eran meramente formales, parcas. De ella todo le desagradaba y le era extremadamente difícil hallarle algún atractivo. Y no hablamos de su aspecto, que por cierto no admite dos juzgamientos distintos, sino de su carácter. Si ella fuera una palabra sería la palabra «anodina». Si fuera un color estaría en la gama de los opacos. Es uno de esos seres que pasan por el mundo sin dejar la más común e intrascendente de las huellas y parecen más un error de Dios que una manifestación de su voluntad. Pero ante ese ser desventurado escupe Hernán una rápida e involuntaria confesión sin saber con claridad que es lo que lo está llevando a traicionar su propósito. Puede ser el alcohol —está acabando su segundo vaso— o que la aún fresca confesión de Mara hace nacer en él la necesidad de la réplica.

Desde siempre he tenido el temor a la pérdida, le dice. Temor a perder mi empleo, temor a perder a una mujer. Por eso me enfrascaba en relaciones a medias. Al involucrarme poco sabía que no tenía necesidad de abandonar porque en esos casos el abandono está siempre presente, es una posibilidad permanente admitida tácitamente y que por lo tanto no requiere un mayor esfuerzo. Es más, en esos casos el abandono no se trata de algo real, corpóreo, y por no serlo carece del riesgo que le es inherente: la pérdida irremediable y absoluta de toda posibilidad de recuperar. Ese riesgo era inexistente con Mara, por lo que su garantía de permanente servidumbre era a la vez el detonante que promovía su abandono. ¿Por qué me casé entonces con Julia? La sed de cambio, de vivir una vida estable y plácida, de engordar y beber.

Porque también debes saber que Mara no dice toda la verdad. La sola lectura de sus notas puede dar una imagen parcial de los verdaderos motivos de nuestra separación. Llegó un punto en que la vida con ella se volvió insoportable. Quería controlar todos los aspectos de mi vida, terminó por desarrollar una obsesión no sólo en contra de otras mujeres sino también de cualquier tipo de actividad en que ella no participara. Si me reunía con amigos a tomar alguna copa y me demoraba en volver a casa, la encontraba llorando al borde de la cama, me decía que la estaba desplazando, que estaba construyendo una vida en la que ella no tenía cabida. Imagínate, esa sensación a raíz de un simple encuentro con colegas luego de un día de trabajo. Y así siempre. Siempre un cúmulo de reacciones cada vez más desproporcionadas. Sí, ése es el término exacto, dice como reflexionando para sí en voz alta. La desproporción. Una vez se le metió en la cabeza que yo tenía algo con una telefonista del sanatorio. Venía entonces a verme todos los días. Al mediodía me traía el almuerzo aunque sabía que yo prefería comer fuera. Llegó a esperarme al final del turno con cualquier excusa. Lo pueril de sus explicaciones e inventos no podían ocultar lo que en verdad era su motivación: una cierta vigilancia fruto de unos mal disimulados e infundados celos. Poco a poco esas actitudes se fueron reiterando y haciéndose cada vez más frecuentes. Creció en ella la necesidad de conocer cada uno de mis pasos, de saber dónde me hallaba a cada momento del día. Si llamaba al sanatorio y no me encontraba se desesperaba. En una de esas ocasiones dejó abruptamente su trabajo y comenzó a deambular por las calles a pie. Se fijaba en cada bar, en cada tienda, fisgoneó en el estacionamiento del único hotel decente de la ciudad y llamaba cada quince minutos al sanatorio desde teléfonos públicos para saber si yo había regresado. Como no tuvo éxito en su búsqueda volvió y preguntó nuevamente a la enfermera. Ésta le dijo que no sabía dónde estaba, que sólo había avisado que regresaría en una hora. Entonces se fue. En realidad había ido al hospital público donde un colega quería consultarme acerca de un paciente. Cuando volví a casa Mara hizo un verdadero escándalo. Casi se ahogó en llanto y amenazó con irse. Sólo se calmó cuando tras casi una hora logré convencerla de la verdad de mi historia. Me reprochó empero no haberla avisado antes de salir.

Como comprenderás, continuó, me sentía cada vez más asfixiado, con cada vez menos espacios. La contracara de esa obsesión comenzó a parecerme grotesca. Como ella intuía que su persecución se me estaba haciendo intolerable durante el día, pretendió compensarla complaciéndome en las noches. Llegaba y encontraba la mesa románticamente puesta y a Mara a su lado ataviada con la más atrevida lencería y dispuesta a realizar las más excéntricas fantasías. No comprendía que eso sólo no bastaba. Su enfermiza obsesión estaba opacando los placeres de nuestra intimidad. Luego de sufrir sus desplantes a mis compañeras de trabajo, que me ocultara las invitaciones a reuniones sociales, que fingiera enfermedades cuando debía viajar a algún congreso, no podía verla en las noches sino como un ser obsesivamente lascivo y nada más. Cuando abría la puerta de casa y me recibía desnuda ya no veía a aquella mujer cuya estudiada sumisión nublaba mis sentidos y exacerbaba mi libido hasta límites nunca antes vividos. No, ahora esa imagen se me figuraba de otra manera. Ante mí tenía a una mujer extraviada y que utilizaba su propia lascivia para hacerme olvidar el tormento a que me sometía durante el día. Una noche estallé y le dije que se vistiera, que no fuera ridícula, que estaba dando un espectáculo patético. Comenzó a temblar y a ahogarse, como si el enfrentamiento con la realidad fuera en ese momento demasiado para ella. Le di un sedante y no hablamos más del asunto, pero ya nuestra convivencia estaba llegando al final. Es cierto que busqué a otras mujeres; es cierto que comencé a hacerle desplantes, pero hay que entender que era mi forma de reaccionar, mi manera de liberarme, de volver a respirar.

De pronto Hernán advierte que se ha desviado el curso planeado de la conversación. Nada puede reprocharle a Aurora puesto que fue él quien lo desvió. Revela entonces el real motivo de la convocatoria, que no es ayudar a Mara sino exigir cuentas, lo que sabe que en el fondo es tanto como ayudarse a sí mismo. Le dice así que sólo tiene dos cosas claras. La primera, que le ha entregado ese cuaderno por alguna razón, y la segunda, que existe otro con la continuación. Saca entonces el texto de dentro de su portafolios, lo abre en la última página y se lo muestra apoyando el dedo índice en la última frase.

Aurora le vuelve a desconocer toda intención o complicidad y ahora es ella la que mueve su alfil. Le dice que puede hacer algo por él, y que ese algo es tan sencillo como trasladarle la pregunta a Mara, pedirle a ella de su parte una explicación y llamarlo para transmitirle su respuesta.

En eso quedan al irse. Hernán entonces dedica un tiempo a caminar por la costa porque desea reflexionar. No hay duda que el mensaje de Mara es una suerte de reproche, pero ¿debe él realmente sentirse culpable de algo? Existen incontables parejas que se abandonan, se dice, y no por ello alguien intenta quitarse la vida. Cierto que en algunos casos sucede, pero ¿en esos contados casos hay que achacarle a la otra parte el haber provocado esa decisión enfermiza? Quien toma ese partido lo hace mediando una reflexión íntima, personal, independiente. ¿Por qué pensar que el otro ha de alguna manera incidido en ella? Por supuesto que un abandono puede ser la causa de tal proceder, pero ¿hay que seguir de ello que en esos caso le está a una persona vedado el abandonar, cuando éste es un hecho casi cotidiano, diríamos que hasta natural? No. Si así fuera, habría que concluir en que existen personas que tienen un deber especial, el de permanecer atadas a otras para que éstas no ejecuten un acto que en esencia es una decisión personal, y eso sería una carga que no se le puede imponer a nadie, un sacrificio inmoral. De ninguna manera entonces el suicidio puede ser imputado a otra persona más que al suicida mismo. Puede identificarse la causa del suicidio —un engaño, una enfermedad, etcétera—, pero nunca puede afirmarse que el suicidio fue a causa de otra persona. A lo sumo habrá sido a causa de un acto de esa otra persona, pero si ese acto no es en extremo reprobable, si se trata de un acto que la mayoría de las gentes lo sufren sin que sean conducidas por él a tan drástica decisión, ninguna culpa cabe endilgarle al autor del mismo.

Pero puede pensarse también que su caso excedió el mero abandono, que no fue un acto único y definitivo sino una especie de movimiento pendular, de atracción y rechazo. Y aun así —se pregunta— ¿cuál es su culpa? ¿No le bastaba a Mara simplemente negarse para poner fin a ese movimiento? ¿Acaso no le hubiera bastado cerrarle las puertas, no contestar sus llamadas? ¿Qué le impedía hacerlo? ¿Se le puede achacar a él culpa por buscarla cuando ella siempre estaba pronta a arrojarse a sus brazos? No. Mara es un ser adulto, normal, que sólo sufrió un desengaño amoroso. No es culpa suya si lo dramatiza, si lo lleva a estos extremos. Se convence entonces de que no tiene mayor responsabilidad en lo sucedido y que tampoco la tiene si estos escritos que recibe son el fruto de alguna especie de desvarío. De la misma manera en que uno no puede ser culpado por la decisión de autoeliminarse que adopte de otra persona, tampoco puede pensarse que sea responsable por el desorden mental de aquélla.

Inevitablemente se pregunta si debe seguir con esto. Los escritos de Mara revivieron en él épocas dolorosas, ya que nunca se había visto a sí mismo como un manipulador. Muy por el contrario, cuando la buscaba, lo hacía sinceramente. No quería volver a vivir con ella pero tampoco concebía perderla definitivamente. ¿Por qué culparse si ella también seguía su juego? Cuando así piensa no la concibe como una mujer que no podía decir «no» sino que lo hace porque prefiere pensar que tenía libertad de elección. Tuvo esa libertad cuando dejó a aquel hombre que ahora no recuerda como se llamaba. Cierto que él le dijo estar arrepentido y amarla, pero hay cosas que se dicen en momentos de pasión y los celos empujan hacia esos momentos. Por ello no puede decirse que no fuera sincero. Al fin y al cabo eso sintió en ese instante. No podía soportar el pensar que la perdería para siempre. Supone que ese hombre se llamaba Pérez e imaginaba a Mara como la futura señora Pérez y eso justificaba su desesperación y por lo tanto su obrar.

Cuando llega a su casa es nuevamente tarde y tiene una escena con Julia. Le dice que se encontró con un amigo en Montevideo y se demoró tomando un trago con él. En el fondo Julia sabe que no la engaña y no cree en absoluto que la demora se deba a alguna aventura. Es sólo que no le gusta que llegue tarde y así se lo hace saber.

Hernán ve que las cosas han rodado bien con su esposa durante este año y medio de matrimonio. Le gusta su compañía y disfrutan de pequeños placeres juntos, placeres a los que nunca antes les había dado importancia. Aprendió con ella a disfrutar de paseos cotidianos, de largas caminatas, días de campo o el sabor de las charlas. Les gusta especialmente leer un libro juntos, comentarlo, analizar un personaje como si se tratara de un ser real, como quien habla de un amigo o de un conocido, juzgar sus actitudes o descubrir sus defectos. Esto era para él la antítesis de su relación con Mara. Los encuentros con ella tenían el único sentido del sexo. El erotismo lo dominaba todo, desde la comida hasta los diálogos. Cada palabra, cada paseo, eran un pretexto para hurgar en el sentido sexual de todas las cosas. Se embadurnaban el cuerpo con comida y se lamían mutuamente hasta saciar su apetito; se tocaban constantemente y sus miradas tenían siempre una inequívoca picardía. Si bien ello estaba ausente en su matrimonio con Julia, en modo alguno pensaba que no estaba satisfecho con su forma de ser. Es desenfadada y alegre en la cama, y el sexo es entonces un condimento más de una existencia plena. No tienen desencuentros en ese plano, y Hernán llega a preguntarse cómo es que no los tienen cuando todo es tan diferente con ella. No alcanza a comprender la razón, aunque por un segundo parece vislumbrarla. Se trata de una de esas verdades relámpago, que aparecen y se van en una mínima fracción de tiempo durante la cual se la ve con claridad y al instante siguiente se la olvida, y no puede ser enteramente reconstruida pese a los mayores esfuerzos. Eso le sucede y no puede asir ese fugaz pensamiento. Sabe que estuvo al borde de una verdad fundante de su personalidad y no puede reconstruirla.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 1999
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Fecha de publicaciónJulio 2001
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