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Ella sólo quería estar desnuda

Capítulo VI

Historia de Mara

Andrés Urrutia
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Advierto que deberán perdonárseme pequeñas ironías, pero fácil será comprender el por qué de las mismas.

Acabo de decir que describiría nuestros siguientes juegos eróticos. Por cierto que no han sido ni remotamente parecidos a los que acabo de narrar. Quizás porque —como ya lo he indicado— los simulacros no bastan y su reiteración, cuando se es demasiado voraz, conduce al hastío, él se convirtió en una especie de director o administrador de mis desgracias.

Ahora que ha transcurrido el tiempo y puesta a revivir esos otrora trágicos episodios, no puedo sino admitirles una evidente analogía con la desnudez. Y creo no equivocarme al afirmar que veo también como me provocaban un similar placer, a tal extremo que de poder hacerlo volvería a regodearme en él. Ése es para mí y hoy el sentido que le he descubierto a mi conducta. Una conducta que creo buscaba los absolutos, la insaciabilidad. Quizás no lo sabía entonces, pero perseguía el concepto descarnado, llegar a su núcleo, experimentar su médula y sus límites.

La administración de que hablo comenzó casi imperceptiblemente. Apenas sí se empezó a traducir en ínfimos detalles. Demostración de aburrimiento, comentarios despectivos, cada vez más frecuentes y punzantes, y un creciente desinterés. No tengo hoy la menor duda de que a partir de algún momento él se convenció de que podía humillarme con el peor de los desplantes sin que mi devoción se atenuara y mucho menos desapareciera. Y se adivina entonces que ante tal seguridad, por lo demás no equivocada, era inevitable la escalada de heridas que se sucedieron, sabiamente dosificadas con el aparente fin de librarse de mí. No puedo todavía explicarme cuál era su móvil. Tal vez le fue ganando la desidia que corroe a las parejas con el tiempo, el tedio de la monotonía, que combinado con mi sumisa devoción explotó en un sádico espectáculo del cual se creyó su director.

No contaba, por supuesto, que en tanto más me humillara más se fortalecía mi lealtad. Y ahora, puesta a hacer un ordenado inventario de tales livianas monstruosidades no puedo más que sorprenderme al pensar en todo lo que he soportado, y a la vez estremecerme por lo que me sé capaz de soportar.

Comencemos entonces, como se dice usualmente, por el principio.

Él percibía que mi desorbitada pasión por ser poseída (en la más amplia e imaginable acepción del término) era proporcional a mi temor a la infidelidad. De la misma manera que incondicionalmente estaba destinada a sometérmele, el dolor más agudo consistía en sólo imaginarlo con otra mujer. Quería ser irremediablemente poseída pero también poseer, deseaba ser dueña de todos sus pensamientos, de todo su tiempo y colmar todas sus expectativas. Todo lo vivido, empero, me ha hecho reconocer que ese sentimiento no era sino contradictorio con la condición que yo misma deseaba asignarme. Sin embargo, de la misma manera que el preso se sabe a merced de su carcelero, se vanagloria y goza con la preferencia que éste le profesa. Igual quería yo, émula de esclava, la exclusividad del amo. Debo admitir que en ese entonces, como se dice comúnmente, confundía los papeles, pero ello se debía a que la consciencia de mi vocación y condición no se había aún perfeccionado lo suficiente. Si hoy me lo preguntaran no vacilaría en afirmar que sería indigno de una buena esclava no sólo la exigencia de exclusividad al amo sino su sola apetencia. Pero como estábamos ambos hastiados de la simulación, ese error mío de apreciación fue pretexto bastante para nuevos ejercicios.

Nos habituamos a divertirnos en centros nocturnos de la capital puesto que nuestra ciudad parecía ocultarse tras un telón negro después de las diez de la noche. Recuerdo que él comenzó en distintos pubs o discotecas a coquetear delante de mí con otras mujeres. Lo que daba principio con furtivas miradas y sonrisas, en parte provocadas por el alcohol, terminaba frecuentemente en un desembozado desconocimiento de su acompañante: obviamente quien esto narra. Sentados a la barra y bebiendo whisky, siempre conseguía incorporar a otra mujer a la conversación. Salía entonces a bailar con la desconocida y quedaba yo mirándoles. En muchas ocasiones veía cómo esas mujeres giraban el rostro para fijar en mí sus ojos y se reían descaradamente. Hasta que una vez, al ver que él, entre las tenues luces de la pista y casi codo a codo con otra pareja de bailarines, besaba a una de ellas, aguardé pacientemente a que volviera a la barra y, en un susurro, lo amenacé con un escándalo.

Dijo que nada nos ataba, que si no me agradaba la situación podía dejarlo, y callé. Una y otra vez se sucedieron esos escarceos y una y otra vez amenacé con abandonarlo. No lo hice.

Poco a poco comenzó a hacerme comentarios irónicos sobre sus compañeras de trabajo, a darme burdamente a entender que se estaba fijando en otras mujeres. Noté que fuera cual fuera el lugar donde nos encontráramos, se tratara de una fiesta, de una reunión social, o hasta en encuentros ocasionales, no dudaba en dirigirse acaramelada y estúpidamente a cualquier mujer que se le cruzara. Se reía con ellas en mi presencia, les hacía veladas insinuaciones, les alababa la vestimenta o los ojos, las tocaba mientras conversaban, todo como si estuviera solo, todo tal cual mi presencia no le importara, o mejor dicho, cual si no le importara mi humillación, que por lo demás resultaba tan evidente que en ocasiones llegaba a incomodar a sus interlocutoras.

Pero veo ahora que todo concluía en un pueril juego de adolescentes. Quizás debió llevar a esas mujeres desconocidas a nuestro hogar, debió ordenarme que me sentara frente a la cama y hacerles el amor delante de mí. Gozar a otra mujer ante mis propios ojos y luego, exhausto, despedirla sin llegar a tocarme e inmediatamente dormirse. Más de una vez he imaginado esa escena y más de una vez también mi posterior comportamiento. Estoy segura de que mientras él dormía, cansado por el amor, yo, a su lado, con mi mano izquierda apretaría mis pezones y clavaría en mi caverna los dedos de mi mano derecha abrazados en un apretado racimo, para así llegar al éxtasis reviviendo la escena que pocos minutos antes se había desarrollado ante mí.

En lugar de eso se limitó a concertar encuentros a mis espaldas. Lo que es por lo menos un decir. Yo sabía perfectamente a qué respondían sus habituales llegadas a altas horas de la noche pese a las usuales excusas. Volvió a ver que había un mundo por descubrir fuera de nuestras paredes, pero nunca se animó a incluirme en él. Comencé a representarle la habitualidad, el monótono decurrir de los días y las noches. En suma, la contracara de su reconquistada libertad.

Se preguntarán qué había sucedido a estas alturas con nuestras ya vistas depravaciones. Sucede que todo lo que se repite languidece. Siguiendo esa misma ley palideció nuestro interés en ellas.

Hernán había decidido por ello ejercer el poder que yo misma le había otorgado, seguramente con el objetivo de que fuera yo quien lo dejara para evitarse el siempre engorroso trance de proponer la ruptura. Y es que existen personas, y él es una de ellas, a las que les cuesta sobrellevar la carga del abandono, y tal vez más por un exacerbado sentido de la culpa que por una exacta noción del daño que pueden provocar.

Puedo afirmar hoy sin temor a equivocarme que nunca llegó a explorar las reales posibilidades de mi sufrimiento. Nunca llegó a advertir hasta dónde podía pulsar las cuerdas de mi sumisión y ello quizá le movió a abandonarme antes de tiempo.

Pero sigamos con los hechos. Su próximo paso fue la separación formal. Y como sus continuas humillaciones no lograron quebrantar mi permanencia, debió él asumir la iniciativa por su deseo. Sin embargo, hay que indicar que su abandono parece hoy haberse producido con el solo fin de recuperarme cuantas veces se le antojara.

Como le es totalmente imposible vivir en soledad, comenzó a repartir su tiempo libre entre distintas mujeres. Sé incluso que a una de ellas le contó, entre risas y alcohol, mis predilecciones en la cama.

No obstante, a los dos meses de su ahora sí recuperada y completa libertad comenzó a llamarme. Había dejado de trabajar en el comercio frente al sanatorio ya que afortunadamente su dueño tenía otro local enclavado en el centro mismo de la ciudad, y accedió sin mayor dificultad a que me trasladara a él. No quería cruzarme con Hernán todas las mañanas ni estar pendiente de la puerta del sanatorio para no más verlo entrar o salir. Ello, sin embargo, no impidió que un día apareciera por mi nuevo puesto con un pueril pretexto, que conversáramos unos minutos y que se despidiera con un «te llamaré». Nos volvimos a encontrar y su único propósito era llevarme a un hotel. Por supuesto que obedecí. Ni siquiera pasamos la noche juntos, y a la mañana siguiente lo llamé a la casa que había alquilado casi en las afueras de la ciudad. Supe por su cortedad que había otra mujer en su cama, a la que seguramente recogió luego de satisfacerse conmigo. Se lo pregunté directamente, contestó que sí y colgó. Ese día debí tomar calmantes para ahogar el llanto, la rabia, la desesperación. Me hundí en el sopor del sueño inducido hasta que me despertó el teléfono. Era él para disculparse. Me dijo que ningún compromiso nos ataba pero que su mente nada más podía ocuparse de mí, que nada serio había entre él y su ocasional acompañante. Me citó y fui. Me llevó a su nueva casa y me hizo el amor. Anudados en su cama, próximos al éxtasis me dijo entre gemidos que tocara la cama, que en esa misma cama la noche anterior había poseído a otra mujer. Lo repetía una y otra vez porque parecía excitarlo, mientras que yo, boca abajo y cargando su cuerpo en mi espalda, hundía la cara en la almohada y lloraba. Tantas veces repitió su peripecia de la noche anterior que llegó un momento en que no pude ya soportarlo. Salí de debajo de él con violencia mientras le gritaba e insultaba; tiré contra la pared una botella de vino a medio beber que teníamos sobre la veladora y creo que hasta intenté golpearlo. Me calmé al poco rato, tomé mis cosas y me fui repitiendo para mí que debía poner fin a esos encuentros.

Igualmente continuó buscándome. Y aun así continué respondiendo a sus llamados. Cada uno o dos meses me aferraba a su sexo. A veces una o dos horas en un hotel y otras se quedaba a dormir en el departamento. Me tomaba salvajemente y luego pasaban meses durante los cuales me ignoraba por completo. Vivía pendiente de sus llamadas. El teléfono se había convertido en una obsesión a tal extremo que me imaginaba su timbre y corría a atender sin darme cuenta de que ese sonido no era otra cosa que una alucinación. Durante esos intervalos me crucé dos veces con él. En ambas estaba con la misma mujer. La primera vez me vio y apenas me saludó con un gesto. La segunda vez estaba con ella en una confitería. Bajaba del autobús y los vi a través del ventanal. Sentados a la mesa con dos cafés, él extendía constantemente su brazo derecho para acariciarle el cabello. Eran cerca de las siete de la tarde. Durante la mañana de ese mismo día había llamado para citarme a las nueve. Ya había anochecido y me quedé oculta tras un árbol contiguo a la parada mirándolos y me fui tras media hora de fisgonear. Como nuestra cita era en mi departamento, fui, preparé la cena y me dispuse a esperarlo. Llegó puntualmente. Cenamos, hicimos el amor y se fue. Pude haberle hecho preguntas, haberle dicho que lo vi, pero sentía temor. Si le hacía una escena quizá dejaría de llamarme o espaciaría aún más sus ausencias. El temor a perderlo era superior a mis celos. Me dije que debía acostumbrarme a compartirlo con otras, que debía soportar esa condición sumisamente.

¿Se preguntarán el por qué lo hacía? ¿Por qué consentía en entregarme a él a su solo llamado? Creo que eso también avalaba esa sensación de pertenencia a la que me he referido. La entrega completa, el derecho de uso que le había conferido sobre mi cuerpo y mente, sólo podía ser total y veraz si soportaba que no lo ejerciera. Así como podía tomarme cuando y cómo quisiera, de igual manera podía no hacerlo y esta opción le daba tanto poder sobre mí como la otra. Y hay que decir que ello me congraciaba con la más pura y arraigada condición humana. ¿O acaso este torpe animal de dos patas que somos no ha buscado, desde sus mismos albores, forjarse de mil maneras un amo? Desde que bajamos de los árboles erigimos totems e iglesias; inventamos oraciones y nos autodesignamos siervos de alguna divinidad. Turbas enteras de siervos voluntarios y temerosos alabando a su amo, revolcándose en una querida servidumbre y reforzando su devoción en proporción directa a los desdenes de aquél. Porque ¿qué extraño fuego anima a este bípedo con habla a solazarse en ser siervo de dioses que le envían plagas, que lo castigan con guerras y desgracias? La madre, con su recién nacido deforme a cuestas dice: soy tu sierva, Señor, y si ésta es tu voluntad, la acepto. Lo mismo dicen el inválido y el miserable. ¡Qué profunda vocación servil entonces nos anima! ¡Qué honda necesidad de tener un amo, de amarrarse a él! A lo largo de la historia ese amo nos ha azotado, nos ha diezmado con sus iras pestíferas, ha desatado su odio y ha creado el incomprensible martillo del azar, y aun así tememos que nos abandone. Aun así nos vanagloriamos de decirnos sus siervos, de mostrar la mejilla destrozada y ofrecerle la mejilla sana. Luego de recibir miles y miles de latigazos, sólo queremos volver a Él. Nos aterra profundamente el solo pensar por un momento que estamos solos, que ese amo no es más que una sutil creación de la química de nuestros cerebros a modo de catarsis contra el miedo a morir. Concebirnos libres de esa fuerza, dueños de nuestro destino, arrojados a un mundo atroz pero que podemos descubrir y dominar excede nuestra capacidad. Nuestra condición, nuestro temor, nuestra naturaleza, exigen un amo. Y si tantos millones de infelices acentúan su devoción al amo cuanto más grande es su desdén, ¿quién soy yo para no seguir esa naturaleza ante los tímidos desprecios del mío? Cuando tal condición se encuentra en la médula de la especie, ¿por qué negarla? Olvidémonos por un instante de la circunstancia de que el tal amo sea una idea o sea de carne y hueso y sangre. Vayamos sólo a la otra cara, la de la servidumbre electiva. Y entonces ¿por qué es digna de repulsa la mujer golpeada que se ata a su marido vago y ebrio y no las miles de madres cuyos hijos mueren de terribles enfermedades y siguen adorando a un amo que, por el poder que ellas mismas le endilgan, podría haber evitado esas muertes inocentes? ¿Qué es, en esencia, lo que me diferencia de estas últimas? Nada, absolutamente nada y por lo tanto, si ellas nada tienen para reprocharse a sí mismas, mucho menos lo tengo yo. De la misma manera que esos ejércitos de inválidos continúan alabando y cantando salmos a quien, pudiendo liberarlos de sus cadenas opta por ajustarlas, yo también elegía esa misma opción, yo también elegía alabar a quien apretaba insoportablemente mis ligaduras y nadie tiene la autoridad necesaria para condenarme por ello. Ése era mi consuelo.

Ahora sí me sentía en verdad desnuda frente a él y por lo tanto a su disposición. Curiosamente las sensaciones emanadas de aquellos juegos vinculados a la vestimenta y la desnudez se habían materializado en otro pendular juego de recupero y abandono. Sólo que ahora la pasión me desbordaba cuando disponía de mí y el dolor, un dolor esta vez sí real e insoportable, me agobiaba cuando dejaba de hacerlo. Estaba experimentando realmente la servidumbre, estaba literalmente desnuda a los ojos del amo. Imaginaba estar encerrada en una celda cuya única llave la tenía él. Esperando ansiosa a que la puerta se abriera y apareciera allí para tomarme violentamente y arrojarme luego otra vez a la oscuridad. La sensación era contradictoria. Por un lado temía el dolor del abandono, pasaba noches enteras imaginando que en ese mismo instante estaría amando a otra mujer, lloraba dibujando su cuerpo desnudo en brazos desconocidos, recorrido por otra boca y por otras manos. Pero al mismo tiempo me fortalecía pensando en que yo todavía estaba ahí, que en cualquier momento volvería a llamarme, que no podía dejar de hacerlo. Me descubría entonces experimentando un extraño y morboso placer. Un placer que nacía de sentirme usada, de sentirme casi un objeto que él podía venir a tomar cuando lo deseara.

En ese entonces le era fiel. Mi fidelidad, mi rechazo a la sola idea de estar con otro hombre, acentuaba esa loca sensación de pertenecerle. Era una situación casi patética. Me guardaba para él, para cuando quisiera tenerme, y el solo imaginarme con otro hombre hasta me causaba una sensación de culpabilidad.

No obstante, y como todavía conservaba cierto grado de cordura, traté de deshacerme de esa sensación. Ayudó mucho que luego que una noche me hiciera el amor en su automóvil pasó siete meses sin llamar ni destinarme el periódico uso que me tenía asignado. Entonces, por primera vez desde nuestra separación conocí a un buen hombre. Se acercó y me abrió las puertas de su casa, conocí a su familia y casi fui feliz. Me trataba con ternura y paciencia. Al igual que la ex esposa del ebrio se aferra al abstemio así me aferré yo a este hombre.

Por lo pronto no era amor lo que sentía por él pero sí algunos de sus más felices sucedáneos. En ocasiones ciertos gestos, ciertas actitudes, ciertas pequeñas condescendencias, pueden tener un importante efecto sobre la química cerebral cuando estamos inmersos precisamente en sus opuestos. Del mismo modo que responde el perro, responde el humano. Como cuando aquél es castigado por el amo y viene un vecino a acariciarlo se arremolina en éste y lo festeja, igual hacemos nosotros. Este hombre me tuvo consideración. Me obsequiaba, pasaba casi a diario por mi trabajo a dejarme el almuerzo y me llamaba en las tardes para conversar de cosas sin relevancia porque los temas no importaban y sólo deseaba conversar. No era ni servil ni un tonto enamoradizo, y apareció en ese instante, como el vecino que rasca el lomo al perro y le acerca un plato con comida.

Uno podría preguntarse qué es el amor. O es una simple reacción química o bien una compleja sumatoria de condiciones tales como experimentar paz, afecto, sentirse acompañada, divertida y respetada. Creo en fin, aunque para ello deba acudir a un brutal reduccionismo, que no es más que una simple reacción química que no podemos controlar y que no necesariamente nace de la sumatoria de tales condiciones. Porque ésta sin la reacción sólo se le parece, mas no sobrevive largamente. En cambio, la existencia de la reacción química persiste aun cuando estén ausentes todas las condiciones que digo componen el concepto «amor».

Había resuelto conformarme con los componentes no necesarios y olvidar la química. Y pareció fácil por la ausencia de referencias de Hernán. Pero al poco tiempo reapareció, probablemente porque se había enterado de mi nueva esperanza. Volvimos a vernos pese a que debía ocultarse para consagrar nuestras citas, a las que ciertamente no pude negarme. Al prolongarse esa situación comenzó a jurar amor y arrepentimiento por partes iguales hasta que me convenció de terminar con aquel hombre al que me había asido como a un madero en el océano.

Lo hice pese a que lo vi sufrir. Sentí culpa pero también poder. Todo es, al fin y al cabo, como una extensa cadena de mando. El amar desguarnece y subyuga. Entendí que aquel hombre me amaba con la misma intensidad con que yo amaba a Hernán, y que ambos estábamos irremediablemente perdidos. Ello demuestra mi incapacidad para concebir el amor como una relación entre iguales, como una idílica unión de dos seres fundada en la gentileza. Estimo que siempre es así en el fondo de las cosas y todo lo demás no pasa de ser una simple cubierta, un tenue velo que una vez se le arranca deja aflorar la parte más oscura de nuestro instinto. Pensemos por ejemplo en la tan manida necesidad de protección que decimos tener las mujeres. ¿Qué es eso sino la necesidad de contar con un protector, con una especie de Señor bueno a cuyo vasallaje nos sometemos bajo el pretexto de sentirnos cómodas y seguras? Pero el vasallo es vasallo tanto del Señor gentil cuanto del Señor perverso, y podemos preguntarnos si esa necesidad de protección no es la versión tamizada y edulcorada de la necesidad de vasallaje.

Ya se podrá adivinar que la recompensa a mi decisión fue escasa. Pudimos volver a vernos en público, y debo reconocer que durante casi un mes compartimos cerca de diez o quince veladas, aunque sólo volvió al departamento para pasar en él la noche no más de tres o cuatro veces. Al mes siguiente no llamó más que en dos oportunidades y luego desapareció de mi vida por igual período. Nada me había prometido y nada le exigí yo. Y tampoco quise recuperar al hombre que había abandonado aunque estaba segura de obtener su perdón.

Esta historia se repitió en otras dos ocasiones. Bastaba que yo iniciara algún nuevo romance, que llegara a sus oídos que me habían visto con otro hombre, para que reapareciera y por lo tanto para que yo negara toda esperanza a mis ocasionales pretendientes. De igual modo, y con la misma matemática precisión, se sucedía su abandono.

A los casi tres años de este pendular uso que me proporcionaba, decidí ponerle fin. Convencida de que mi capacidad de dolor se había colmado, dirigí mis esfuerzos a buscar empleo en otra ciudad. Lo conseguí y tras una rapidísima mudanza me encontré a más de trescientos kilómetros de mi calvario. Debo entender por lo que siguió que me subestimé, que el pozo negro de mi dolor era mucho más hondo de lo que pensaba y que aún cabrían otras sabias y sutiles dosis.

Con la ayuda de mi padre obtuve trabajo en una empresa importante de una ciudad del litoral del país. Allí alquilé un diminuto departamento de un ambiente en un no muy buen barrio. Al principio, la soledad era aplastante, sin embargo, me justifiqué ante mi familia diciéndoles que era una importante mejora laboral que debía aprovechar, y al mismo tiempo una manera de escapar del círculo vicioso en que me encontraba. Resulta curioso como asociamos el desplazamiento físico con el olvido, como si el movernos, si el mudar el cuerpo de lugar, tuviera alguna relación con el proceso mental de la memoria. La posibilidad de la partida, de no ver las mismas paredes, los mismos rostros, se nos figura como estar al borde de la ruptura del círculo, de estar a un paso de hallar el quiebre a un eterno retorno.

Pero esa visión esperanzada carece de fundamento. A la brevedad contrastó con el lógico aislamiento a que necesariamente debía someterme una nueva ciudad, un nuevo trabajo y nuevas caras. Al principio pasaba los domingos caminando al borde del río. El domingo es el peor de los días de la semana y las caminatas eran tan largas como él. Durante esas tardes cálidamente azules recordé una vez más al hombre que abandoné ante la insistencia de Hernán. Fue mi segundo hombre y reviví las noches en su pequeña casa junto a la estufa. Ese recuerdo me hacía reflexionar sobre los contrarios. El maltrato nos hace añorar la gentileza, pero ¿por qué al tiempo ella sola no basta? ¿Por qué mi peculiar condición me lleva a añorar el maltrato durante la gentileza y a ésta durante el maltrato?

Estando yo en esa especie de caldo de cultivo fértil una vez más reapareció Hernán. Luego de extensas charlas telefónicas, con reproches y llantos, volví a entregarme a él en forma sistemática todos los fines de semana, en los cuales viajaba a mi nuevo hogar con un renovado entusiasmo que sin duda alimentó mis expectativas. Obtuvo entonces que mi devoción fuera más fuerte que la promesa de una nueva vida. Me pidió que volviera con él y lo hice. Abandoné mi nuevo empleo y como ya nuestro antiguo departamento había sido nuevamente arrendado, volví a casa de mis padres. Me dijo que todavía estábamos demasiado heridos como para volver de inmediato a vivir juntos y que intentaríamos asemejarnos a un noviazgo.

Tuve su favoritismo, y creo que hasta su exclusividad, por algún tiempo. Igualmente y como siempre, volvió a dejar de llamarme. Esta vez sí me creí asistida del derecho a preguntar, y por toda respuesta supe que hacía poco había conocido a otra mujer, que vivía en la capital y que era con ella con quien tenía pensado estabilizar su vida.

Así me encontré, otra vez en nuestra común ciudad, sin nuestro departamento y sin el trabajo que había dejado voluntariamente por otro al que también dejé para volver con él.

No fue éste sin embargo nuestro último contacto. Dos veces más lo vi durante su noviazgo con Julia. En tales ocasiones pasó revista a todos nuestros divertimentos como quien desea potenciarlos para recordarlos vivos. Como el amo que debe liberar a su siervo ejerce despiadadamente su poderío hasta el último instante de servidumbre, así me obligó a entregarme a él en un baño de su lugar de trabajo. Y al llevarme a casa, en la penumbra de la escalera que conduce al departamento paterno, hizo que me arrodillara en los escalones para ejecutar una subrepticia fellatio. Cumplí su orden aterrada de que se abriera alguna puerta, de que mis propios padres pudieran verme en la penumbra, de rodillas sobre dos escalones mientras Hernán aferraba mi cabeza contra su entrepierna y la movía a su antojo tirándome del cabello. Nada hacía yo, él manejaba mi boca a su arbitrio, cual si tuviera una cosa entre sus manos. Cuando el esperma brotó furioso y a borbotones comenzó a gritar «trágalo, trágalo», y lo hice entre aspavientos. Enseguida se fue. Al día siguiente extremó nuestras ideadas torturas a las que gustosa me sometía al punto tal que, por momentos, el dolor llegó a opacar al placer.

Supe inmediatamente que había decidido poner fin a nuestros encuentros, mas no lograba descubrir el motivo. Su confesa relación estable con otra mujer no podía serlo, pues si realmente me conocía, debía de saber que estaba en condiciones de soportarlo. Sin embargo, a los pocos días comprendí, aun sin entenderlos, los móviles de esa decisión que yo intuí a través del inusual salvajismo de nuestro placer. Y no fue por él sino por los lógicos comentarios que se difunden en una ciudad pequeña que me enteré de su inminente casamiento con Julia. Enseguida vi el valor que él podría profesarle a ese acto, y que esa ceremonia, ese segundo que es apenas relevante en la historia del hombre, podía ser una línea divisoria entre el hoy y el mañana. Supe que para él una cosa era dividirse entre Julia y yo permaneciendo soltero y una muy otra estando casado.

Fácil será imaginar la sensación que tuve con tal noticia. No fueron celos ni desesperanza. Me arrobaba el mismo temor que debe embargar a un preso acostumbrado a la cárcel ante la proximidad de su libertad. Nos basta con imaginar a alguien cuya vida entera, o su mayor parte, desde su adolescencia, ha transcurrido en reclusión. Pasan veinte, treinta años, y de pronto, sabe que al día siguiente debe enfrentar un mundo desconocido. No conoce otras reglas que las de sus carceleros y ha llegado a acostumbrarse a éstos como un niño a sus padres. No existe para él otro mundo que el que conforman esos muros donde se aprende a servir y a callar. De golpe, de manera tan brutal como si se tratara de una amputación, se le arroja fuera y no le queda otra perspectiva que vivir perdido y desorientado.

Me figuro por otra parte que ese último día en prisión, el guardia se ensañará con el preso por el temor a perderlo. Porque, ¿qué es él sino la sombra de su recluso? Al desaparecer éste aquélla deja de proyectarse, desaparecen juntos porque cada uno necesita del otro para ser lo que es. Y como sabe que ambos ingresarán en la nada, el carcelero descargará su más brutal castigo sobre el pupilo. A su manera, fue lo que él hizo.

Debí enfrentarme entonces con mi libertad y tuve tiempo para evaluar y reflexionar. Los años de separación habían sido más que los que habíamos vivido en pareja. Esa reflexión me asustó. Había sido tomada y descartada durante más tiempo que aquel en que me había dispensado su exclusividad. La etapa en que teníamos nuestro hogar, en que recibíamos amigos y nos comportábamos cual una pareja común aparecía mínima, irrelevante, frente a la otra etapa. La del eterno retorno, la de huir y volver. La idea de regresar siempre al mismo sitio como si ello fuera parte de una condena infernal aterra. Basta imaginar que alguien estuviera condenado a revivir periódicamente el dolor más extremo de una enfermedad. Cuando se cree próximo a la cura, cuando el cuerpo se acomoda al alivio, regresa a los dolores que lo anudan como una consecuencia lógica e inevitable del aparente alivio que siente. Luego de varios retornos ya no quiere el alivio porque sabe que es la antesala de su sufrimiento, aprende a vivir en esos ciclos y a temer la calma. Mi tiempo de enfermedad había superado a mi tiempo de salud, era cual si ocupara la totalidad de mi existencia, a ese tiempo me había amarrado y ahora me expulsaban de él. Hice un último intento y llamé a Hernán pocos días antes de su boda. Le dije que no tenía por qué renunciar a mí, que podía tomarme cuando quisiera, que si tenía temor a que su esposa lo descubriera podríamos encontrarnos en otra ciudad, que contara con mi discreción. No me importaba en ese momento humillarme. El miedo al abandono era infinitamente mayor que el temor a la humillación. Ahí estaba yo, casi entre llantos, implorando un lugar en la vida de un hombre, un lugar cualquiera, por pequeño que fuera, por mínimo y denigrante que se lo considerara. Mendigando ser una amante ocasional, prefiriendo ser una aventura para mitigar el aburrimiento. Ya no tenía proyectos de vida, planes, nada. No me interesaba formar una familia, tener hijos, envejecer con alguien. Sólo quería un pequeño espacio, por humillante y ridículo que fuera. Le dije que podía hacer conmigo lo que deseara, que me ocultaría del mundo para verlo, que consagraría mi vida a esas citas, donde, cuando y cómo él quisiera. Sólo tuve por respuesta un devaluado discurso acerca de que debía encauzar mi vida, que buscara un hombre y me casara. Parecía no saber cómo explicarse, estar sorprendido de mi llamada, no comprender mi actitud. Confieso que hubiera preferido una respuesta menos paternalista y sí más hiriente, que por lo menos me hubiera alentado, que me hubiera dejado una pequeña esperanza, que me permitiera consolarme con que en cualquier momento él me buscaría y continuaría dándome lo que hasta ese momento me había tocado.

Aquellos días están guardados en mi memoria, envueltos en una suerte de nebulosa. Apenas tengo recuerdos vagos que no puedo relacionarlos con tiempos y lugares, y me es difícil hilarlos racional y cronológicamente. Sé que tomé demasiados somníferos, que vagué por muchas calles con la mirada perdida, que alguna vez me oculté frente a su casa con la secreta esperanza de verlo salir o entrar. Que fui dejando pasar los días con la íntima convicción de que Hernán volvería a buscarme como lo había hecho tantas veces antes. Que un día me citaría y me ordenaría desnudarme. Esa sola esperanza me bastaba para ser feliz. Sin embargo nada de eso sucedió. He dicho ya que Hernán nunca llegó al límite de mis reales posibilidades de sumisión, por lo que concluyo que nunca fue un eficaz manipulador de mis desgracias. Me explicaré.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 1999
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Fecha de publicaciónJulio 2001
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