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Ella sólo quería estar desnuda

Capítulo IV

Los manuscritos de Mara

Andrés Urrutia
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaMontevideo, Prado

He decidido contar la historia de una esclavitud voluntaria, porque aunque parezca paradójico así debo definir mi condición, mas no se tardará en descubrir que ninguna condición es, en esencia, voluntaria. Pero en una primera y sencilla acepción, la idea de ser una esclava voluntaria se compadece con mi historia y además me gusta el término. Suena bien y contiene el mensaje que quiere dar. Algunas personas se consagran a ser amos, en sus pequeños o grandes empleos, en sus pequeñas o grandes historias de amor. Otras personas, quizás las más, no se consagran ni a una ni a otra cosa. Pues bien, yo he decidido consagrarme a la esclavitud. Primero porque por alguna extraña razón me provocaba un placer casi animal, y luego, meditadamente, porque vi que a la vocación se le aunaba la idoneidad y la aptitud, razón por la cual eso era lo que yo mejor tenía para ofrecer a quienes me rodeaban. No sé cómo ni cuándo decidí convertirme en tal. Obviamente no fue una decisión consciente sino una revelación del carácter o tal vez un desarreglo genético. Seguramente nació conmigo y sólo precisaba algo que lo despertara. Ese algo fue Hernán. Y como lo que despertó esa vocación fue un hombre, concluyo en que la esclavitud es mi forma de amar.

Dijimos ya que Mara estuvo antes que Julia. Desde el comienzo le profesa a Hernán un amor que podríamos calificar de religioso, que se parece más a la devoción que al compañerismo. Quizá ello derive de que lo persigue hasta que logra su atención, y cuando consigue ese primer objetivo trata de sustituirse a otros nombres que no son personajes de esta historia porque ya no forman parte de la memoria de Hernán. Borra con perseverancia esos nombres y así pasa a integrar su vida.

Atendía un respetable salón frente al sanatorio, al que Hernán siempre cruzaba a comprar cigarrillos. Tenía el cabello profundamente negro y largo hasta la espalda de modo que no podía pasarle desapercibida como en efecto no le pasó.

Hernán sabe que nada anormal tuvo ese principio. Él tenía treinta y un años y ella veintidós. La diferencia de edad a nadie le pareció desproporcionada cuando comenzaron a mostrarse juntos. Tampoco levantó mayores comentarios la circunstancia de que un joven y promisorio médico eligiera a una vendedora que apenas había concluido sus estudios secundarios, y cuando se mudaron juntos fue sin más preguntas la señora de Hernán.

No hay que pensar que se trató para él de una mera atracción física pese a que era inocultable la incidencia que en su elección había tenido la belleza de Mara. Pronto se reveló como una mujer amable, de buen carácter y preocupada por el bienestar del hogar. Todo ello parecía propio de una mujer a la que nunca antes se la había visto con un hombre. Sabemos esto porque en los pueblos como el que nos ocupa, son esta clase de informaciones las que aparecen como más fáciles de obtener, pues en ellos todos parecen vigilar las conductas de todos, y resulta entonces relativamente sencillo el saber si la gente es buena o mala, si engaña o bebe en exceso, si van bien o mal sus negocios y si tienen una vida feliz con esposos y esposas.

Casi un mes después de una primera cita en un lugar bailable y acogedor en las afueras de la capital, ella se desnudó en un motel. (Hay que decir también que en los pueblos o ciudades del tipo que nos ocupa, los jóvenes suelen huir en las noches para alejarse de las miradas detectivescas y obtener, en verdaderas ciudades y entre la muchedumbre, un poco de intimidad). Hernán la miraba y era para él como un botín intocado, y en ese momento comprendió el instinto de posesión que podía despertar la virginidad.

Ahora Hernán reflexiona acerca de la autodenominación que se da Mara. Y, en efecto, concluye en que durante todos estos años se comportó como una real esclava voluntaria. Siempre acató y nunca mostró el menor signo de rebelión. ¿Eran sus gustos sexuales el origen de esa naturaleza? ¿O más bien eran éstos una simple consecuencia de aquélla? No se plantearía esta pregunta si no fuera porque Mara abre esta suerte de confesión o carta suicida con los primeros. Y se pregunta si es eso el símbolo de una simple conducta desviada que condiciona todo lo que a la postre sucediera. ¿Y por qué reconstruir con ese detalle tramos tan íntimos de la vida que tuvieron en común? No es difícil suponer que a Hernán le resulta extraño todo lo que está comenzando a vivir y por esa razón empieza a preguntarse sobre los reales motivos de Mara y Aurora para proceder como lo hacen. Sin encontrar una respuesta vuelve entonces a retomar la lectura.

Como no podía ser de otra manera mi peculiar vocación comenzó a revelarse en la cama. Por supuesto que estuvo pudorosamente oculta en nuestros primeros encuentros, hasta que la familiaridad que concede el tiempo me ayudó a ir revelándola con prudentes pero directos mensajes que él supo captar a la perfección. Y digo que no podía ser de otro modo porque tan condenable y vergonzosa es a los ojos del mundo la condición que poseo que la misma sólo podía manifestarse detrás de las paredes que me protegían de aquél. Vergonzosa y condenable sí, pero a los ojos de un mundo que todo lo etiqueta en normal y anormal, en arriba y abajo, en derecha e izquierda. Vergonzosa y condenable, pero para un mundo que es incapaz de distinguir entre los lúdicos avances eróticos y la vida exterior. Un mundo al que le cuesta permitirse públicamente las oscuridades y las luces de las fantasías en las alcobas porque cree que ellas revelarán a la postre las posiciones sociales. Grandes hombres, ubicados en posiciones sociales eminentes han gozado sintiendo el látigo empuñado por alguna ignota mujerzuela. Escritores, filósofos, estadistas, no pudieron impedir, con mayor o menor esfuerzo, la divulgación de sus gustos por la flagelación, y sin embargo, todavía quienes presentamos algún grado de inclinación hacia esos exquisitos placeres, debemos soportar ser catalogados como fenómenos, aparecer en los sesudos libros de texto como curiosidades, para que los adalides de una de las más blandas ciencias vengan en tropel a ensayar con nosotros sus recetas. Y en verdad, por alguna extraña razón de la naturaleza sólo podía extraer placer del dolor y la humillación. (Se dice que Rousseau «parece haber sido un anormal con pequeño masoquismo», Nerio Rojas, op. cit., pág.197. Hoy se sabe también que Michel Foucault, filósofo del poder, no pudo sustraerse a los encantos de una escenificación del sometimiento y, en la década del setenta, aprovechaba las conferencias que dictaba en los Estados Unidos «para visitar los centros de sadomasoquismo que habían proliferado en algunas zonas de California». El País Cultural, Montevideo, 28 de enero de 2000.) Esta no tan inusual característica se presentó, como digo, a través de una simple predilección sexual, causa por la cual no le dispensé demasiada atención ni fue objeto de preocupación alguna de mi parte. De la misma manera que en la intimidad de nuestros lechos solemos desatar nuestras más profundas fantasías, así juzgué yo esta naturaleza que empezaba a revelarse. Tenía para mí idéntica trascendencia que la elección de la posición amorosa, y mal podía entonces endilgarle algún viso trágico como ahora le asigno. Como cuando en los avatares del juego erótico sueña una mujer con ser tiernamente asida y lentamente penetrada, sueña otra ser tomada con violencia y dejar al arbitrio viril la conducción de ese momento. Tanto una como otra fantasía aparecen despojadas de monstruosidad o consecuencias. Tanto una como otra forman parte de ese mundo íntimo que nos forjamos con el otro. Por tal causa mal podía entonces sospechar que una suerte de condición trágica —en el sentido griego del término— me haría su presa. Mal podía sospechar que la forma elegida de gozar de mi amor estaba revelando una voracidad que sólo podía conducir a una única manera de existir. Intuía, sí, que deseaba ser objeto de placer, ser manejada por él, que quería su bota encima de mí, recibir sus órdenes y satisfacerlo. Lo fui descubriendo poco a poco. Al principio me contentaba con buscar la posición de mayor pasividad cuando hacíamos el amor; enseguida comencé a plegarme a todos sus deseos, tuviera o no apetencia, e increíblemente ello me la provocaba. Luego imaginaba ser violada por él, tomada sin deseo de mi parte, ser un cuerpo absolutamente servil a sus caprichos; y ello exacerbaba mi excitación, potenciaba mi capacidad de goce. Así entonces quise dejar entrever mis adicciones para poder liberarlas.

Y afirmo que esa revelación fue posible porque él pareció ir comprendiendo a la perfección mis velados mensajes ya que cuando hice totalmente explícita mi naturaleza, la amalgamó a la suya con naturalidad y sin ningún esfuerzo. No está de más recordar ese episodio porque a partir de él lo tácito se hizo evidente. Antes existieron sólo pequeñas y veladas actitudes de mi parte, tan triviales como excitantes.

Pero vayamos al instante que considero trascendente, aunque sé que la trascendencia es básicamente subjetiva, depende de las sensaciones y de los oscuros deseos de quien participa del momento. Así supe enseguida que había llegado la oportunidad. Era una casi aburrida reunión con amigos. Mientras yo hablaba, él y dos personas más, un hombre y una mujer, me escuchaban en silencio y bebiendo. Mientras las palabras retumbaban, deseé en lo más hondo de mi ser que me mandara callar, que me ordenara guardar silencio y que me hiciera un gesto, apenas perceptible pero evidente, para que me fuera. Y que todos lo notaran, y que me dijera que sólo podía, de ahí en más, hablar con su permiso, para que yo, avergonzada, debiera obedecerle.

La imagen se me presentó con la potencia de una fantasía sexual. Una más de mis hasta ahora inconfesas fantasías. La escena era burda, irreal, hasta grosera, pero se la conté cuando quedamos solos. Entonces dijo: «Si eso te provoca un orgasmo lo haré.» Es por esa respuesta, tan directa y certera, que juzgo una cabal comprensión de su parte hacia mi naturaleza.

Y quise que lo hiciera. Había sido suave con mi virginidad y deseé que hubiera sido violento. En ese entonces asociaba aquel inconfesado pensamiento con la incomparable excitación que me produjo su respuesta y le contesté: «Hazlo.»

Hacía pocos meses, dos o tres, no lo recuerdo con precisión, que compartíamos un pequeño departamento, pero esa conversación fue el punto de partida de nuestra historia.

A partir de ese momento desnudé completamente mi voluntad de sumisión. Teníamos, en las noches, nuestro pequeño mundo donde jugábamos al poder. Ideamos poco a poco y juntos un pequeño catálogo de divertimentos sexuales que contemplaban, no por obvios, acabadamente la condición que describo. Me figuraba entonces que nuestras paredes eran como aquellos castillos que describía Sade. En ellos la única ley era la del deseo. Los amos descargaban sus apetencias sobre los resignados esclavos; perdida toda esperanza de libertad, éstos estaban destinados sólo al deseo y la posesión.

¿Cuál es —se pregunta Hernán— esa condición que se autoasigna Mara? Ve ahora que ella por supuesto trasciende una simple fantasía erótica. Se dice que todos tienen tales fantasías y que a la postre ellas no condicionan una existencia. Le parece ahora que el relato que está leyendo es deliberadamente superficial y que no revela el verdadero mensaje escondido tras las palabras. No sabe si es un prólogo irónico a lo que ya conoce como continuación o si es un recordatorio ejercicio sexual de Mara que sublima el deseo en la escritura. Lo cierto es que tiene la potencia de una confesión y se pone a pensar en ello.

Se dice que la confesión es la desnudez absoluta pero pueden imaginarse dos clases de ella. Está la confesión religiosa, que permanece entre el confesor y el confesante, en la que incluso este último apenas ve el rostro del primero porque están separados por un entramado de madera. Se trata de una confesión parcial. Se confiesa porque el pecado está resguardado por el secreto. No hay miradas cómplices o lastimosas que contemplen al confesante, y se sabe que el confesor se llevará el pecado, por más terrible que éste sea, a su tumba. Por supuesto que si el confesante es creyente está desnudo a los ojos de Dios, pero si es creyente cree también en que Dios todo lo ve y entonces está siempre desnudo ante Él aunque no ejercite el sacramento de la confesión. Por lo tanto ésa es una desnudez con privacidad.

Pero está también la confesión que el reo hace en el juicio. Esa confesión, a diferencia de la primera, carece de toda privacidad. Es entonces mucho más sencillo confesar del primer modo. En el segundo el confesante se enfrenta no sólo a su propia vergüenza sino también a las miradas condenatorias del público y del juez. Una cosa es confesar entre las sombras y una muy otra es hacerlo ante oyentes ávidos y curiosos.

Es en este instante en que Hernán se percibe a sí mismo como un confesor, pero es un confesor extraño porque es también parte de la confesión. Resulta estar en una posición singular. Si juzga a la confesante se juzga a sí mismo. Si la absuelve se absuelve a sí mismo y esa absolución carece de toda validez. Si la condena tiene por tanto que autocondenarse y no quiere hacerlo por un natural instinto de defensa.

Le es inevitable el preguntarse por qué fue elegido como confesor si carece de la imparcialidad de tal y por consiguiente de su autoridad. Y es ese razonamiento el que le mueve a pensar que en realidad no se trata de una confesión, o que más bien el aire de confesión que tiene es un aire engañoso tras el cual se oculta otra cosa.

Veamos. En las actuales condiciones la confesión de Mara debió de asumir la forma del póstumo mensaje de un suicida. Y si la confesante quería asegurarse que ese mensaje llegara a su confesor debió de ser enviado directamente por el suicida. Por ejemplo, yendo al correo a despacharlo momentos antes de quitarse la vida. La participación de un tercero no encaja porque en tal caso la conducta lógica de ese tercero no sería otra que la de tratar de evitar el suicidio. Y si el suicidio se frustra, menos aún encaja que igualmente ese tercero alcance la confesión a su presunto destinatario luego de la frustración y conociendo la misma. No, entonces no puede tratarse del último escrito de quien decide su propia muerte y quiere, por algún extraño instinto, hacer saber los motivos de su decisión.

Pero si no se trata de una confesión justificante ¿qué es lo que justifica revelar esta historia? Y más aún, ¿cuál es el sentido de recordársela a uno de sus protagonistas? No obstante, desecha esas especulaciones para volver a sumergirse en el pormenorizado relato que de la intimidad de sus noches hace Mara. Por alguna extraña razón desea releer esos pasajes a sabiendas de que su esposa duerme ignorante en otra habitación. Parecería que esa lectura tiene para él el sabor de un pequeño engaño, de una traición inocente incapaz de dañar a Julia.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 1999
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Fecha de publicaciónJunio 2001
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