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Fecundación fraudulenta

Episodio 74

Ricardo Ludovico Gulminelli
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MAR DEL PLATA
Lunes, 19 de febrero de 1990

Adolfo Bernard estaba en su estudio, evidentemente nervioso, su pie derecho subía y bajaba golpeando el piso con ritmo veloz, mientras con la mano izquierda se mesaba sus gruesos bigotes. Se le había confiado una tarea delicada, decisiva, redactar la denuncia por defraudación contra Juana Artigas y su cómplice Álvez. A las nueve de la mañana en punto, el timbre sonó, tras la puerta se encontraba Alicia Sandrelli, acompañada por Fernando Ridenti y por Federico Lizter.

—Hola, chicos —los saludó Adolfo—, recién terminé, creo que no me olvidé de nada. Puse todo, hasta los mínimos detalles, quiero que el relato sea bien claro.

—¿Quedaste conforme? —preguntó Federico.

—Sí, creo que está consistente, te aclaro que parece una telenovela. Cuando el juez la lea, se sorprenderá.

—No me caben dudas —aseguró Fernando—. ¿Ya vino a firmar Estela Cáceres?

—No, en cualquier momento —dijo Adolfo Bernard—. ¿Y vos?, ¿cómo estás Alicia?, se te ve bien.

—Gracias, estoy tratando de enmendar mis errores, no sé qué pensarás de mí.

—No he cambiado de opinión respecto de vos —contestó Adolfo.

Alicia replicó:

—¿Ya era mala desde el principio?

—No seas tonta —expresó Fernando—, abandonemos por un rato el masoquismo, ¿sí?

—Tenés razón —contestó la muchacha—, lo que pasa es que siento un poco de vergüenza al estar con ustedes tres, después de lo que pasó... Prometo callarme...

—Bien, ¡argentinos a las cosas! —exclamó Federico sonriendo—, dame que quiero leer la presentación.

A los veinte minutos, aproximadamente, llegó Estela Cáceres; en su rostro se reflejaba la terrible tensión que había sufrido en las últimas horas. Estaba pálida, arrugada, con grandes y oscuras ojeras, evidentemente no había podido dormir. Todos trataron de calmarla haciéndola sentir bien, le ofrecieron asiento amablemente y le explicaron las particularidades del trámite. Habían decidido que, como denunciante, actuaría solamente Roberto Burán; Estela y Alicia serían nada más que testigos. La idea era hacerle firmar a Estela Cáceres una declaración completa, para que después no se arrepintiera de decir la verdad, cosa que podía suceder si Álvez la intimidaba.

La secretaria de Álvez tomó con pulso tembloroso el papel que le querían hacer suscribir, apenas podía hablar. Balbuceante, dijo:

—Está... bien. Esto... era... lo que yo había dicho.

Y estampó su rúbrica... Todos se miraron aliviados: estaba dado el paso fundamental, sin esa mujer no se podría conseguir nada.

Ella miró con ojos de ansiedad a Fernando, diciéndole:

—Doctor Ridenti, tengo en mi poder los datos del departamento que alquila Esteban; saqué una fotocopia del certificado de expensas comunes, pero antes perdóneme, quisiera que cumpliera su palabra. No es que desconfíe, pero es importante para mí...

—Por supuesto, Estela —reconoció Fernando, que extrajo de su bolsillo un rollo de billetes verdes y se los entregó a la asustada mujer.

—Cuéntelos, Estela, por si acaso, aunque yo ya comprobé el importe. Son diez mil dólares, lo que habíamos acordado, ¿está conforme?

—Sí —respondió Estela Cáceres, apretando entre sus manos el dinero, como si temiera que se lo fueran a robar.

—Doctor Ridenti —prosiguió diciendo Estela—, si se llegaran a encontrar los espermatozoides, recuerda lo que me prometió, ¿no?

—Por supuesto —acotó Fernando—, tres mil dólares más. Quédese tranquila, los tendrá... Mientras usted cumpla con nosotros, no habrá problemas.

Adolfo no pudo evitar inmiscuirse:

—Lo único que le pedimos es que diga toda la verdad, que colabore con nosotros como lo acordáramos. Como amigos somos muy leales, si no nos traiciona lo seguiremos siendo siempre. Si nos defraudara, seríamos enemigos peligrosos, queda claro esto, ¿no?

Estela Cáceres comenzó a temblequear, los dientes le castañeteaban, los ojos se le llenaron de lágrimas, con voz entrecortada, susurrante, dijo:

—No... los voy... a... trai... cionar. Lo... juro.

Fernando creyó necesario atemperar el clima.

—Está bien, Estela, no se inquiete, no debe temernos... Comprenda, estamos defendiendo a un hombre inocente y tratando de salvar a un niño. Nuestra causa es justa, no lo olvide... Usted tendrá su premio, tenga la plena seguridad de que así será. Yo la acompañaré a su casa... Le recomiendo que hoy no vaya a trabajar. Álvez se daría cuenta de que le sucede algo extraño, usted no lo podría disimular...

—Y... ¿qué le voy... a decir? —preguntó Estela.

—Que está enferma —contestó Adolfo—, simplemente eso. Despreocúpese de lo demás, Álvez ya no puede perjudicarla con sanciones. Usted renunciará de todos modos apenas realicemos el allanamiento de su domicilio. Mientras tanto, debe permanecer en silencio, él no debe sospechar nada. Acuérdese que tiene trece mil dólares más a cobrar, no haga nada que signifique perderlos. Si él la llama, que conteste su mamá. Que diga que le duele la garganta, que está afónica, cualquier pretexto. No converse con él, no queremos arriesgarnos a que advierta algo raro en su forma de expresarse; usted está muy alterada, ¿comprendido?

La secretaria de Álvez seguía trémula, Adolfo Bernard la aterrorizaba, él se había propuesto ser enérgico, autoritario. Consideraba imprescindible una cuota de presión, para que ella no negara luego sus afirmaciones; sabía que el ginecólogo tenía mucha influencia sobre ella, que de un modo enfermizo ella lo amaba, no descartaba la posibilidad, incluso, de que también le ofreciera dinero. Estela Cáceres era la pieza fundamental de su estrategia, no podían darse el lujo de perderla. Adolfo, antes de que ella se fuera, insistió:

—Perdone, Estela, quiero remarcar algo: ¿quedó claro que no debe hablar con Álvez?

—Sí, doctor —musitó Estela.

—Bien —agregó Adolfo—, que no se le olvide, estaremos vigilándola, para su protección personal, por supuesto. Hemos contratado a un investigador privado que hará guardia en su departamento. Nadie podrá entrar, a menos que usted lo acepte. No cometa la imprudencia de abrirle la puerta a Álvez, o a cualquier enviado de él, ¿entendido?

—Sí, sí —contestó la angustiada secretaria.

Fernando salió con la mujer para llevarla a su casa. Federico Lizter y Adolfo Bernard llevarían la denuncia a tribunales, allí la firmaría Roberto y la presentarían en el juzgado de turno. Pensaban entregársela en mano al mismo juez, para que no pudiera filtrarse ningún comentario sobre la denuncia. Álvez era muy conocido, cualquiera podía advertirle de lo que estaba pasando. Esas novedades solían venderse muy caras; cualquier error implicaba el riesgo de fracasar y si Álvez se enteraba haría desaparecer todos los indicios.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónMarzo 2001
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