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Fecundación fraudulenta

Episodio 64

Ricardo Ludovico Gulminelli
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MAR DEL PLATA
Viernes, 16 de febrero de 1990, a las 9 h

—Hola, Rocío, ¿cómo estás?, es un gusto volver a verte... Estaba preocupado, pensé que el avión no aterrizaría con este tiempo...

Roberto la recibió en el Aeropuerto de la ciudad de Mar del Plata, las condiciones climatológicas eran pésimas.

—La verdad es que me asusté —contestó ella—. Nunca me acostumbraré a volar. Después de media hora de retraso, no sabía si bajábamos o nos volvíamos a Buenos Aires. ¿Qué tal Roberto?, ¿bien?

—Más o menos. Sabés perfectamente que éste no es mi mejor momento, pero por lo menos estoy sanito...

Partieron hacia la ciudad bajo una lluvia torrencial; la audiencia era a las once de la mañana, tenían todavía una hora para conversar sobre los últimos detalles.

—¿Conseguiste alguna información más? —preguntó la abogada—. ¿Pudiste contactarte con Estela Cáceres?

—Todavía no, estamos en eso... Mañana a la noche, Fernando se encontrará con ella en una confitería del centro; Alicia lo acompañará.

—¿La volviste a ver?

—No, por ahora he preferido mantenerme a distancia.

—¿Por ahora?, ¿estás decidido a volver con ella?

—Quién sabe, el tiempo lo dirá. Tengo mis dudas. Me estoy movilizando sin hacer planes, tengo demasiadas complicaciones como para buscarme aún más.

—Qué extraño Roberto, me sorprende que actúes así...

—¿Cómo así?

—Con miedo, Roberto, creí que te jugabas más... Si sentís deseos de volver a ella, ¿por qué no lo hacés?

—El problema es ése, Rocío; no sé si realmente lo deseo. Estoy muy confundido, actuando prudentemente, no es cuestión de romper todo a cada paso. Son decisiones muy importantes. El retroceso podría ser doloroso, tanto para mí como para Alicia. Además, es posible que ella no quiera ya saber nada conmigo. No me extrañaría que así fuera. Los problemas que estoy viviendo no me permiten pensar equilibradamente en mis afectos. Me llueven golpes de todos lados. Me limito a tratar de salvar la cabeza. ¿No es lógico mi razonamiento? No veo por qué te parece raro. No te entiendo, Rocío, pareciera que estás interesada en que me vincule nuevamente con Alicia, ¿por qué?

—No es así, de ninguna manera; simplemente procuraba ayudarte a ver las cosas. No tengo derecho a meterme en tu vida privada, perdoname.

—No, Rocío, no tengo nada que perdonarte; por el contrario, te ruego que hables conmigo libremente. Preguntame lo que quieras...

—¿Lo que quiera? Tené cuidado, es peligroso darle tantas facultades a una mujer, podría interferir en tu vida.

—Cuidado tendrías que tener vos, Rocío: a lo mejor es una trampa mía. ¿No será que estoy buscando que interfieras?

—¿A mí me lo preguntas?, si no lo sabés vos... Mirá, creo que no estoy actuando como una defensora seria, debo prepararme para la audiencia.

—Tenés razón —dijo él retrayéndose—, disculpame.

—Bien, decime, Roberto, ¿nos va a acompañar alguien?

—Nadie. Federico Lizter tiene algunos problemas que resolver. Los iba a dejar de lado para acompañarnos, pero le dije que no era necesario que viniera. Tenemos la estrategia determinada, ya hemos analizado la demanda, no tiene mucho sentido molestarlo. Igualmente no anticiparemos nada, nos limitaremos a delinear nuestra oposición, ¿vos crees que debe venir?

—No, está bien, Roberto. Decime, ¿cómo querés manejarte en la audiencia? ¿Preferís que hable yo? A lo mejor te gustaría dirigirla vos...

—De ninguna manera, Rocío, confío en tu capacidad, en esta materia sos más competente que yo. Además, estoy muy involucrado, existe el riesgo de que me descontrole, ¿para qué correrlo? Llevá la voz cantante; nosotros tendremos ocasión de dialogar sin que nos escuchen, para intercambiar ideas si resultara necesario.

—Como quieras. Si te parece bien, podríamos ir a tu estudio a dar la última leída a la demanda. Luego, al juzgado. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Burán.

A las diez de la mañana, estaban en la sala del Tribunal. También se encontraba allí Juana Artigas y su letrado, el doctor Sebastián Allegri. Pocos minutos después, llegó la asesora de menores, la doctora María del Carmen Fernández.

La doctora Fernández es baja y regordeta; ha cumplido hace poco treinta y siete años de edad y cinco de función en su cargo. Es una mujer agradable, que actúa con responsabilidad y amor por su profesión. La defensa de los menores, de los incapaces en general, constituye para ella una tarea de máxima importancia; la considera una suerte de apostolado que ejerce con vehemencia y honestidad. Posee una sólida familia que le brinda mucha felicidad. Esta circunstancia le permite mantener el equilibrio en las difíciles situaciones que diariamente tiene que enfrentar.

Un empleado les dio instrucciones de pasar a la sala de audiencias. La doctora Marina Bisson, juez de primera instancia en lo civil y comercial, los estaba aguardando. Ingresaron a un amplio despacho; tras un antiguo escritorio, los observaba una mujer de aproximadamente setenta años de edad, la juez doctora Marina Bisson.

Es una persona muy especial, de refinada educación y gran sentido humanitario. No es una jurista de renombre, ni se destaca por redactar sentencias enciclopédicas, pero sus fallos son justos, equilibrados y en ellos siempre se privilegia el interés de los niños. Es conocida su capacidad para lograr reconciliaciones cuando todo parece imposible; es muy religiosa, tiene una innata bondad de la cual su vida es el mejor ejemplo. Ha recibido una educación muy rígida: pasó su infancia internada en un colegio de monjas. Pese a ello tiene amplitud, comprende al ser humano y lo respeta. Ha aprendido a ser compasiva con sus semejantes: siempre tiene alguna disculpa a la hora de juzgar las conductas desviadas, no le gusta calificar a las personas. No obstante, cuando tiene que decidir, lo hace sin dudar y casi nunca se equivoca. En su juventud era muy hermosa; en realidad podría decirse que lo sigue siendo, una mujer de edad, de una viudez honorable y de riquísima personalidad. Tiene la clásica apariencia latina, cutis muy blanco, ojos y cabellos negros... No es alta, pero su cuerpo es armonioso. Su fino trato, cierto afrancesamiento, le dan un «toque», una apariencia sumamente distinguida. Conversar con ella resulta ameno y enriquecedor; es, en síntesis, una interesante persona y una eficiente magistrada. Responsable, de irreprochable honestidad, no puede desoír la voz de su conciencia...

La doctora Marina Bisson creyó que el problema planteado entre Juana Artigas y Roberto Burán sería como tantos otros que comúnmente veía en su despacho. Estaba acostumbrada a este tipo de situaciones: hombres casados, divorciados, incluso solteros, solían embarazar a mujeres solas. En estas condiciones, ellas frecuentemente deseaban ser madres. Cuando no había dinero de por medio generalmente todo era más sencillo, pero, cuando el interés económico era lo preponderante, los conflictos se complicaban. En ocasiones se suscitaban verdaderos dramas pasionales que la doctora Bisson sabía manejar con mano firme; era una experta en este tipo de procesos. Conocía a Burán por haber intervenido en algunos juicios que él llevara como abogado y tenía una buena opinión en general de Roberto, quien gozaba de una excelente reputación. Siempre había actuado con equidad, sin defraudar a nadie. No era un santo, pero no se permitía transgredir ciertos límites ni perjudicar a sus clientes; otros colegas no tenían los mismos reparos.

La sala era confortable, amueblada con sobriedad pero sin ostentación alguna; en los sillones había cinco plazas, lo justo para que todos se sentaran. La magistrada, detrás de su escritorio, observaba a todos detenidamente, sacaba sus conclusiones preliminares. Juanita estaba callada, expectante; sabía que tenía en su poder las cartas de triunfo, pero era conciente de la inmoralidad de su proceder y temía ser descubierta. Las instrucciones que Allegri le había dado habían sido claras y rotundas: debía abstenerse de emitir palabra, adoptar una imagen de humildad y de desamparo. En lo posible, debía despertar la misericordia de la juez. Sebastián Allegri procuraba sensibilizar a la doctora Bisson y a la asesora; quería convencerlas de que Juanita era una pobre mujer, y que Burán la había utilizado. El astuto asesor de Juana Artigas ignoraba la posición que asumiría la parte demandada. Por ese motivo, prefería que Burán hablara primero. Para proponerlo, levantó su mano derecha pidiendo la palabra.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónFebrero 2001
Colección RSSNarrativas globales
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