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Fecundación fraudulenta

Episodio 57

Ricardo Ludovico Gulminelli
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—Mire, Rocío, ni a mi confesor le habría dicho tantas cosas privadas como a usted hoy. No siento la necesidad de reservar nada. Además, esta conversación nos hace bien, digamos que es una terapia bilateralmente concertada; mediante consentimiento tácito, ¿no le parece?

—Ya lo ve —dijo ella sonriendo—, lo bueno de conversar entre abogados es que se comprende todo aunque se hable difícil. Volviendo a lo que le decía, como lo veo tan amplio, me preguntaba si en su vida privada aplica sus enseñanzas, más concretamente... Usted, Burán, que parece tan liberal, ¿lo fue con Alicia? Al parecer la amaba mucho...

—Lo fui, y la amaba, es complicado describir cómo. Cada sentimiento tiene un matiz diferenciador, un contenido especial. Sentía por Alicia muchas cosas, era para mí una armoniosa mezcla de niña y de mujer, sensual, cariñosa. Me tenía atrapado, apasionado, feliz como un jovencito. Por otra parte era como una hija, o como una juvenil sobrina; la cuidaba, me preocupaba sinceramente de su futuro, sin pretender atarlo al mío. Desde el inicio de nuestra vinculación, dejé las cosas en claro, ella siempre supo que era libre, que podía salir de mi vida cuando quisiera. La ayudé económicamente para que estuviera en condiciones de ejercer su autodeterminación, no quería someterla con mi dinero. Siempre quise que, si estaba conmigo, fuera porque realmente lo deseaba. Si no hubiera anhelado que fuera dichosa, no la habría querido bien. Si ella se hubiera enamorado de otro, cosa por otra parte muy previsible, en cierta forma habría estado satisfecho. La diferencia de edad entre nosotros es muy grande, suponía que eso podía producirse. Es natural que una muchacha, tarde o temprano, se vea tentada a buscar el contacto de jóvenes como ella... Yo quería, y aún quiero, primordialmente su felicidad.

—¿Debo suponer que aún la ama? —interrogó Rocío.

—No, bueno, en realidad no sé, creo que ya no... Ahora no pienso tanto en Alicia, ni me despierto agitado cuando sueño con ella. Creo que el golpe que recibí al saberlo todo afectó a la imagen que yo me había formado. Fue como si se derrumbara ante mis ojos. No le guardo rencor. Pese a todo pienso que me ha dicho la verdad, me ha demostrado más de una vez ser desinteresada. Simplemente nuestra relación se agrietó, el cristal de la copa se fisuró. ¿Cómo arreglarlo? Imposible, estas cosas no tienen remedio. Mantengo de ella su recuerdo, revivo frecuentemente los momentos que compartimos, tan hermosos. Soy muy afortunado por haberlos podido vivir. Difícilmente la vida me dé la oportunidad de volver a tener una experiencia tan grata.

«Aún la quiere», pensó Rocío, «habla como si yo no existiera, no le importo. Es claro que no le resulto apetecible. ¿Por qué me molesta eso? Después de todo apenas nos conocemos, no estamos obligados a sentir nada...»

—Deduzco de sus palabras que usted ya ha bajado los brazos —ironizó ella—. ¿Supone que no le sucederá nunca más nada emocionante? No parece coherente con lo que antes dijo...

—Rocío —dijo Roberto con deliberada dulzura—, ¡cómo se nota que usted es una brillante abogada! Está acostumbrada a interpretar al milímetro cada expresión. Piense que soy un ser humano, sea más benévola conmigo. Cuando hablo de Alicia, no puedo evitar ponerme melancólico. Recuerde que hace pocos días teníamos un proyecto común, aunque transitorio quizás, no por eso menos importante. El vacío que Alicia llenó volvió a desocuparse. No es lo mismo que antes, porque todavía conservo la tibieza que me dejara en el alma. Me ha dejado capacitado para seguir amando; éste es el más maravilloso regalo que pudo hacerme. No estoy resentido, no tengo nada que reprocharle. Lo que hizo sé que tiene su justificación. Ella no fue culpable, sino esta cruel sociedad que deja a adolescentes pobres como su hermana Mabel en el total desamparo. Es nuestra moral severa, rígida, que nadie cumple, pero que tanto se pregona. Dicen que los actores son neuróticos porque viven fingiendo; en este país, como en muchos otros, todos somos farsantes compulsivos. La doble formulación ética ha sido aceptada socialmente. Deberíamos esforzarnos para establecer normas más humanas, que puedan ser respetadas. Se violan así, sin discriminación, tanto las reglas superfluas como las realmente esenciales.

—No me contestó, doctor. ¿Entonces?, ¿no ha bajado los brazos?

—Si tengo que razonarlo concretamente, con la más firme seguridad le digo que no. La capacidad de querer que aún conservo me permite tener esperanza. Por otra parte, no me voy a conformar con tenerla, sino que voy a actuar para que se produzcan resultados positivos. Creo sinceramente que volveré a amar, tal vez más de una vez. Pero también sé que, cualquiera sea la relación que entable, debo encararla sin preconceptos, evitando la búsqueda de algo que ya pasó. Las comparaciones son horribles y negativas. Por suerte cada persona es un universo; hay que explorar el corazón de los seres que se nos acercan, buscar cosas buenas. Son tan distintas las circunstancias... Por ejemplo nuestra conversación, tan agradable, no se imagina qué distinta es, a las que normalmente mantenía con Alicia. Ella no hablaba demasiado, generalmente me escuchaba, me consideraba como una especie de pariente que oficiaba de profesor, de guía y de amante. En cambio con usted, la situación es diametralmente opuesta: encuentro una interlocutora que examina mis ideas, las controvierte, las analiza críticamente. Me obliga a pensar más, a exponer mejor mis pensamientos, a profundizar los temas. En definitiva, me enriquece. Y todo esto, muy positivo, sin renunciar al deleite de estar junto a tan hermosa mujer.

Rocío se ruborizó de un modo incontrolable; la transpiración bañó su rostro, no sabía qué decir ni qué hacer.

«¿Cómo puedo evitar que él se dé cuenta de mi turbación?», pensó ella. «Creerá que soy una tonta, que me descontrolo fácilmente. No tiene sentido fingir, él ya se ha dado cuenta de todo...»

Se resignó Rocío a quedar en evidencia, pero más allá de lo estético, de las emociones que estaba haciendo ostensibles, se sintió hondamente reconfortada. Había logrado sentir; fue un incendio benefactor, un amable estremecimiento...

«¡Qué bueno es!», se dijo Rocío, «esta sola sensación justifica la noche.»

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónFebrero 2001
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