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Fecundación fraudulenta

Episodio 49

Ricardo Ludovico Gulminelli
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BUENOS AIRES
Viernes, 29 de diciembre de 1989

—Buenos días, doctor Bareilles...

—Buenos días, Roberto, pasá por favor, ¿has desayunado? Tengo café preparado, ¿querés una taza?

—Si usted toma, lo acompaño, muchas gracias...

Se reunieron en el mismo despacho del día anterior; sobre una pequeña mesa, cerca de los sillones, humeaba amistosamente una cafetera. Apenas se habían sentado, cuando tres suaves golpes en la puerta, anticiparon el ingreso de Rocío Bareilles. Afectuosa, sonriente, inundó el recinto de benéfica luz.

Es una hermosa mujer, que a los treinta y cinco años, conserva los resplandores de la juventud, atemperados por el paso del tiempo, suave, delicadamente. Su ondulada cabellera rubia brilla con tonos soleados y cristalinos, cubriéndola de chispeantes matices dorados. Delgada, de un metro sesenta y ocho centímetros de estatura, camina con flexible seguridad. Su penetrante mirada gris preserva los dulces fulgores de la calidez adolescente. Correcta, educada, su joven informalidad en el vestir es tan fina que la distingue sutilmente. Lleva una larga pollera celeste de liviana tela de jean, alpargatas y una camisa de algodón con encajes, ambas de impecable blancura. Al cuello, un sencillo collar de plata. Este aparente toque de simplicidad refleja nítidamente algunas facetas de la elaborada personalidad de Rocío, pero las sustanciales son invisibles. Los sentimientos que más la conmueven dormitan en inaccesibles rincones de su alma; a fuerza de vivir, lentamente está abriendo los ojos, derrumbando sus rígidos esquemas. Ya ha logrado comprender que es una víctima de sus prejuicios, de su educación dogmática, cerrada y religiosa pero sigue inmovilizada por esas incorpóreas cadenas; no puede evitar que condicionen su conducta. Alejada de las miserias del mundo, como en un soplo se le ha fugado parte de la vida. Si bien se valora como mujer, individualista, reflexiva y humana, se siente aislada afectivamente. En su afán de superación cultural y profesional, se ha alejado de los caminos del amor, adormeciéndose, reprimiendo sus emociones. Entabla relaciones puramente intelectuales que, a la postre, le parecen vacías, busca algo que ella misma desconoce, tiene el alma congelada. Incapaz de permitirse apasionarse, sus vínculos son esquemáticos, se desarrollan en el plano dialéctico, técnico o científico. Actúa eficiente, amablemente, reprimiendo su femineidad, su seductora tibieza, negándose la oportunidad de liberar sus duendes, de conmoverse hasta las lágrimas. Ciertos márgenes no los puede transponer, aunque íntimamente desearía hacerlo. Sencillamente en su cotidiano universo no puede vibrar sentimentalmente, no puede sonrojarse, emocionarse. Hace casi una década que no tiembla de excitación por un hombre, a veces se pregunta si será así, sólo porque no ha encontrado a la persona indicada. Ruega que no se trate de un defecto, de una deficiencia de su personalidad.

«¿Será tan difícil enamorarse?», se cuestiona a veces Rocío.

Ella no quiere vivir sin amor, lo necesita. Frecuentemente, cuando está sola, las ingobernables fuerzas que duermen en su interior, afloran con la violencia de una tempestad, la asfixian, la confunden, aceleran los latidos de su corazón. Siente como si un alocado y excitante espíritu la estuviera rondando con ánimo de poseerla. En esas ocasiones la invade un ilimitado apasionamiento, un desatado deseo que no tiene destinatario, como una brumosa sensación de que alguien seductor e inaprehensible la contempla desde las sombras. Cuando se relaciona socialmente, ese cosmos interior desaparece, ella lo esconde, lo disimula con diplomáticas maneras y esmerada diligencia. Esta inquietante dualidad, la tortura desde hace casi diez años, al principio de modo leve, en forma discontinua y pasajera. Pero luego, estas experiencias se hicieron cada vez más asiduas y prolongadas. No desea prescindir de ellas; son en definitiva las únicas vivencias que la hacen sentirse plenamente mujer. Cuando incursiona en esos velados y estimulantes territorios, cada una de sus células está hambrienta, viva, embriagada por un irresistible llamado ancestral.

Rocío acusó el impacto de conocer personalmente a Burán. Había leído la extensa carta que remitiera y conversado con su padre acerca de él. Estaba frente a un hombre que había paladeado los placeres de la vida y sufrido sus golpes. Burán no temía quemarse en los fuegos de la pasión, no le importaba el ridículo, ni correr el riesgo de equivocarse. Rocío conocía la trayectoria de Roberto lo suficiente como para comprender que no soportaba la mediocridad. La bella abogada estaba especialmente impresionada por la historia de Alicia. Se preguntaba cómo sería ella, cómo habría vivido ese efímero y apasionado romance con Burán; si habría sido feliz, si lo habría traicionado, si fingió por interés que no le molestaba la diferencia de edad. Secretamente, sentía una mezcla de envidia y de admiración por Alicia Sandrelli.

«Realmente, ¿habría amado a Burán? ¿lo amaría aún?», se preguntaba Rocío.

Alicia había sido capaz de brindarse incondicionalmente, sin reparar en obstáculos que para otros hubieran sido insuperables. Aceptó acostarse con un desconocido para ayudar a su hermana y, finalmente, no vaciló en decirle a su amado toda la verdad. No sabía por qué razón ella se inclinaba a creer la versión de esa encantadora muchacha. Por otra parte, se decía a sí misma que carecía del coraje de Alicia, de su firmeza de carácter, imprescindible para ejercer plenamente su libertad de amar, de gozar del sexo, de sentirse mujer. El relato epistolar de Roberto la había atrapado, se interesó en el caso de modo inmediato. Cuando su padre le preguntó si deseaba hacerse cargo de él, no lo dudó ni un instante; luego, cuando se puso a estudiar el problema desde el ángulo jurídico, comprendió que se había metido en un asunto difícil, complicado.

Ante la esperada presencia de Rocío, un tibio entusiasmo, una sensación apenas perceptible, cosquilleante e indescifrable, estremeció levemente a Roberto. La había imaginado así, atrayente, movediza, chispeante, enigmática. Su futuro estaba inevitablemente ligado a esa mujer; de su astucia, de su tesón, dependería en parte su felicidad. De alguna inexplicable manera, la proximidad física y espiritual de Rocío había incidido en su estado de ánimo, dinamizándolo positivamente. No podía negarlo, ella le gustaba...

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónEnero 2001
Colección RSSNarrativas globales
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