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Fecundación fraudulenta

Episodio 23

Ricardo Ludovico Gulminelli
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MAR DEL PLATA
Jueves, 4 de mayo de 1989

—Ha llegado la hora de la verdad —dijo Álvez—, tengo todo preparado, la dosis está lista. No te pongas nerviosa, pensá que es un momento de felicidad.

El médico estaba a solas con Juana Artigas en su consultorio, dispuesto a inyectarle el semen de Roberto Burán. Juanita estaba ovulando, era el momento adecuado para que fuera inseminada artificialmente. Tendría pocas horas de fertilidad, Álvez tomó muchas precauciones, no podía equivocarse en el cálculo. Juana estaba alterada, la situación la desequilibraba enormemente, la angustiaba. No podía dejar de pensar que estaba dando un paso gigantesco, sin retorno. Iba a concebir un hijo. En las últimas noches, se había atormentado al pensar en la gravedad de su decisión, en la incidencia que tendría en su futuro. Al principio dudó, estuvo a punto de arrepentirse, pero finalmente decidió seguir adelante. Aún abrumada por la responsabilidad, por el temor de las consecuencias, optó por correr los riesgos. Esperaba lograr la seguridad económica que siempre había anhelado y, a la par, compartir su futuro con Álvez. Él le había asegurado que repartirían el dinero que pudieran sacarle a Burán, que pasarían más tiempo juntos. Esta posibilidad ilusionaba a Juanita que nada veía con más agrado que estar junto a su galante ginecólogo.

—Juani, estás en el justo punto —dijo Álvez—, tu temperatura indica que estás en plena ovulación. Le daremos una buena recepción a los espermatozoides de nuestro pichoncito, desnudate chiquita, ¿querés?

—Che, Esteban, no me va a doler, ¿no es cierto?

—No seas cagueta, Juani, ¿no confiás en mí? Bajate la bombachita ¡dale!, esta vez con fines científicos, ¿eh? Perdoname, pero en esta ocasión no te puedo hacer nada más, y no es por falta de ganas, ¡te lo juro!

—Me revienta que hagas bromas con estas cosas —dijo Juana—, es un asunto muy serio. Vos te matás de risa porque la que queda embarazada soy yo, sos un piola bárbaro.

—¡Bueno, mi amor! —dijo Álvez—, no te pongas así, estás muy susceptible, ¿acaso no tratamos ya este tema? ¿No quedamos de acuerdo en que la decisión estaba tomada?, ¿estás dudando ahora?

—¡No!, bueno, ¡no sé! ¿qué querés que te diga?, esto me resulta dificilísimo. Tengo que abrir las piernas para que me inocules semen de un pobre tipo al cual estafaremos, ¡tiemblo al imaginar la bronca que se va a agarrar!, nos va a querer destruir. Podríamos ir presos, ¡casi nada!, y vos pretendés que me ría a carcajadas, que no le dé importancia al asunto. ¿Quién es el desubicado aquí? Seguramente vos, ¿no te parece?

—Pero, nena, no veas solamente lo negativo, te olvidás de algo, se te acabaron los problemas económicos, si quiere arreglar el «paquete», Burán se tendrá que poner como un «duque». En el peor de los casos, tendrá que pagar una cuota mensual muy jugosa, que vos administrarás. Tu situación siempre va a ser acomodada, además, ¿no me volviste loco durante meses diciendo que querías tener un chico? ¿Y ahora?, ¿te olvidaste de eso?

—Sos un desgraciado, mil veces te expliqué que yo quería tenerlo con vos, no te hagas más el estúpido ¡bien lo sabés!

—Mirá, Juanita, te soy sincero, ya te lo dije hasta el cansancio, no quiero tener más hijos. Vos me conocés, no me pidas más de lo que puedo dar. Para vos la opción es muy sencilla, o tenés un hijo de cualquier hombre, sin beneficio económico alguno, o aprovechás la oportunidad y lo tenés de un ricachón. No sos ninguna tonta, te das cuenta de que te conviene la segunda posibilidad. Siendo así, te aconsejo que dejes de atormentarte, terminala, ¡tomá una decisión! Pero escuchame, una vez que nos larguemos a la pileta, ¡se acabó!, no me vengas después con arrepentimientos, ¿está claro?

—Está bien, ya lo tengo resuelto, espero que no tenga que lamentarlo. Pero no puedo hacerlo así, tan rápida, tan mecánicamente, deja que me acostumbre a la idea. ¡Dale!, convidame con un vaso de whisky, con hielo por favor.

Juana se reclinó sobre un sillón buscando relajarse, salir del estado de tensión que la embargaba. Aún para una mujer tan dura y cerebral como ella, incursionar en un terreno tan peligroso era preocupante. De allí en más, si quedaba preñada, caminaría permanentemente sobre un campo minado; cualquier error u omisión podría ser fatal. Se enfrentaría a un rival de peso, ella no relativizaba la oposición que haría Roberto Burán. Lo conocía, él no era ningún imbécil, no se dejaría avasallar gratuitamente. Si por algo mantenía la calma, era porque estimaba que el plan diagramado por Álvez rozaba la perfección. Creía que no tenía puntos débiles, por lo menos no de consideración. En cuanto al peligro de su integridad física, pensaba que Burán no sería capaz de emprender actos de violencia contra ella. Lo había tratado bastante; era legalista por convicción, pero no sabía cuáles eran sus límites, tendrían que cuidarse. La idea de vivir sin apuros económicos la deleitaba, deseaba compensar tantos años de sacrificios, de privaciones. Por otra parte, estaba convencida de que una «pequeña» mordida al patrimonio de Burán no le provocaría ningún daño sustancial. ¿Qué problema tendría Roberto si le quitaban un milloncito de dólares?, seguramente ninguno. En cambio, a ella le vendrían muy bien. Además, aunque no se lo había comentado a Álvez, Burán no le desagradaba como padre de su futuro hijo, era inteligente, sano y no mal parecido, ¿qué más podía pedir? Sí, podía pedir que fuera rico, y lo era. Darle más vueltas al asunto parecía medio ridículo; deseaba ese chico, su instinto maternal cada vez la acicateaba más, necesitaba aplacarlo. Después de todo, casi se había acostado con Roberto en el pasado. Estuvo a punto de hacerlo. Luego dejó de frecuentarlo abruptamente, de no haber sido por eso, seguramente habrían tenido relaciones sexuales, de allí a quedar embarazada había un solo paso. Todo esto era para ella importante, porque aunque no fuera su pareja, tener un chico de Roberto le parecía bien.

«En definitiva», pensó Juanita, «lo único repudiable es que le estamos imponiendo fraudulentamente un hijo a Burán, pero este problema ético no me quita el sueño. Después de todo, si no me acosté antes con él, fue por casualidad. Lo preocupante para mí es el riesgo de que nos descubran; eso sí no me gusta nada, ¿pero cómo nos lo probarían?, no imagino cómo.»

Desde el punto de vista del interés de su hijo, Juanita no dramatizaba. Si en lugar de Burán otro hombre la embarazara, ella jamás le diría a su hijo la identidad del padre. No tanto para evitar molestarlo —lo que no le afligía— sino para que él no la fastidiara. El hijo tendría que ser únicamente suyo; con Burán habría algunos inconvenientes que ella tendría que superar. Con un poco de esfuerzo, su hijo se convencería de que la concepción había sido natural. La versión de Roberto sería fantástica, no la creería nadie. La suya, en cambio, estaba muy bien fundamentada, su hijo estaría seguro de que el progenitor era un mal tipo que no había dudado en negar su paternidad. No lo querría ver jamás, si Burán ponía la plata toda junta, tenderían un manto de silencio sobre lo pasado y disfrutarían una fortuna con el chico. En el peor de los casos, tendría la administración de una suculenta cuota alimentaria, ocupándose ella de que el pequeño no sufriera daños psicológicos serios, aunque considerando la conflictiva situación que se iba a generar con su padre, era casi imposible de evitar. Por todas estas razones, Juanita estaba resuelta a seguir adelante. Para una mujer como ella, esto significaba prever todas las consecuencias, no reconocer fronteras ni tener vacilaciones. Poseía una personalidad fuerte, superior; era capaz de engañar a cualquiera, de fingir inocencia, de representar cabalmente el rol de víctima. Juanita tomó el whisky lentamente, saboreando cada sorbo con delicadeza y satisfacción. Miró al médico y le preguntó:

—Decime, querido, ya que me voy a poner en tus manos, me gustaría saber, ¿qué conocés vos de inseminación artificial?, ¿dónde lo aprendiste?

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónNoviembre 2000
Colección RSSNarrativas globales
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