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Fecundación fraudulenta

Episodio 21

Ricardo Ludovico Gulminelli
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Suspirando, la muchacha contestó:

—Un compañero, padre, un chico de mi curso que me invitó a estudiar una tarde a su casa. Sin darnos cuenta casi, nos encontramos como jugando a que éramos novios, para mí fue la primera vez. No sentí nada, sólo un poco de dolor y bastante vergüenza. Duró un ratito. Apenas entró en mí; casi nada le diría. Pero ya lo ve, igual quedé embarazada. Aunque parezca mentira, padre, ¡se lo juro!, fue así.

—Y el muchacho, ¿qué dice a todo esto?

—No sabe nada, padre, no me animo a decírselo. Se aterraría. Además, luego de lo que hicimos, los dos nos sentimos incómodos, nos peleamos. Yo no quiero volver a verlo, ni confiarle nada.

Molesto, el religioso dijo:

—Qué ligereza, hija mía, qué ligereza!, ¿cómo pudiste obrar tan irresponsablemente?

Ella creyó que el padre la estaba criticando, por no haber utilizado algún método anticonceptivo.

Entonces dijo:

—No imaginaba que pudiera quedar embarazada, padre, ignoraba qué precauciones tomar; recién ahora me he enterado de algunas. Sabía algo de los preservativos, pero eso siempre creí que correspondía a los hombres, ni se me cruzó por la cabeza la posibilidad de comprar uno, además cuando fui a la casa de mi amigo ni soñé en tener relaciones con él. Todo fue inesperado, ahora mismo no me explico cómo llegué a hacerlo... Fue como un juego. Las caricias me entusiasmaron, padre, perdí la cabeza, no me di cuenta. No pensé, era algo nuevo para mí, me gustaba, me hacía sentir tan bien... No me pareció algo malo, disfrutaba que me tocaran, ¡no sé por qué no me dijeron que esto podía pasarme!

Los sollozos la estremecieron, no pudo seguir hablando. El religioso le acarició la cabeza y le dijo:

—Llora, hija mía, las lágrimas purificarán tu alma y Dios te perdonará. No te sientas culpable del destino que el Creador te ha fijado. Esta vida que hoy germina en tu vientre, mañana será para ti una causa de inmensa dicha. Agradece por sentir este dolor, será tu bienaventuranza en el futuro. Tampoco te lamentes por no haber utilizado algún medio para evitar quedar embarazada. Dios los prohíbe, el ser humano no debe acudir a procedimientos antinaturales para impedir que la vida se genere. Es necesario evitar y combatir al materialismo. El hombre debe entender que la vida debe comunicarse y propagarse exclusivamente por medio de la familia, a través del matrimonio uno e indisoluble. Tú tendrás que comenzar de nuevo, es imprescindible que encauces tu vida al lado de un marido que te quiera y perdone tus errores. Los métodos anticonceptivos son una plaga, una peste. En lugar de aumentar el pan, limitan los nacimientos. Es absurdo y contrario a lo que Dios ha dispuesto. No tenemos derecho a alterar el Plan del Creador. No nos está permitido limitar a nuestro arbitrio el don de generar vida. Permitir que el hombre regule libremente la procreación supone ignorar su debilidad, fomentar la infidelidad y la degradación moral. Creeme, muchacha, gracias a esas maléficas prácticas, la mujer es muchas veces tratada como si fuera una cosa, un mero objeto sexual. Nuestro organismo ha sido dotado magníficamente por Dios. No podemos alterar sus funciones ni dejar de respetar su integridad.

Mabel no podía comprender todo lo que el religioso le decía con tanto énfasis; su mente juvenil no estaba preparada para asimilar tantos axiomas juntos. Lo poco que entendía era doloroso, porque significaba una condena moral a su estado, a sus actos y aspiraciones. No podía dejar de reconocer que el sacerdote tenía razón cuando exaltaba la inhumanidad del aborto, su crueldad. Creía que esto era irrefutable, pero seguía sintiendo la imperiosa necesidad de desprenderse de su inocente lastre. Ésta era su realidad, por más aberrante que fuera, aunque significara su más absoluto envilecimiento. Todo era preferible antes que dar a luz un hijo; la sola posibilidad le provocaba náuseas. Sin embargo, ante tanta energía del sacerdote, se le hizo evidente que aún los anticonceptivos estaban prohibidos por la Iglesia, esto sí que no lo entendía. Deseosa de encontrar alguna contradicción en los argumentos del religioso, preguntó:

—Pero, padre, no entiendo, ¿significa que yo estaba condenada de antemano?, ¿que no tenía posibilidad de prevenir lo que me iba a pasar?

—Jovencita, no es así, tu sugerencia es muy simplista. Lo que pasa es que estás dejando de lado los principios del catolicismo. Tú erraste el camino, pero aún puedes volver a transitarlo. El amor solamente puede ser plenamente logrado en el matrimonio, sólo entre esposos puede comunicarse sexualmente una pareja. Ya eso nos demuestra una primera gran equivocación de tu parte. Debiste evitar las relaciones extraconyugales. No te hago culpable, ya que es evidente que no te han inculcado cabalmente la enseñanza de Cristo. Pero ahora debes tomar conciencia y redimirte. Los esposos pueden llegar a la máxima intimidad y Dios los bendice. Pero no tienen control sobre el poder de dar vida que les fue concedido. Tampoco es admitido, ni aún dentro del matrimonio, que se realicen cópulas voluntariamente infecundas. Esto es deshonesto, porque obstaculiza el Plan de Dios, no se puede hacer un mal para evitar un bien. Las jóvenes como tú, niña mía, necesitan aliento para que no cometan desviaciones. Dios las obliga a seguir el recto camino. Esto es aplicable también a los gobernantes. ¡Quién sabe lo que llegaría a suceder si una autoridad permisiva autorizara sin límites la contraconcepción!

Mabel quería encontrar algún fundamento para su autojustificación; la dialéctica del sacerdote parecía irrebatible, se sentía cada vez más perdida, más pecadora. Pese a todo, le parecía demasiado severa la filosofía que Tomás pregonaba.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónNoviembre 2000
Colección RSSNarrativas globales
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