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Fecundación fraudulenta

Episodio 19

Ricardo Ludovico Gulminelli
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MAR DEL PLATA
Sábado, 29 de abril de 1989

Mabel Sandrelli había llorado mucho, la irritación de sus verdes ojos, la expresión angustiada de su rostro y su enfermiza palidez, le daban un aspecto sombrío. Acosada, dolorida, inconsolable, comprendió que necesitaba buscar el amparo de un corazón amigo. Los trece años de la muchachita se hacían evidentes no solamente en su aniñado aspecto, sino también en su incontenible desesperación. Vivía un calvario, una pesadilla de la cual no podía despertar, llena de sensaciones trágicas.

No le habían enseñado a interpretar las voces que brotan de los mas íntimos rincones, ni las tendencias indómitas, implacables, ancestrales. Se pretendía que como Ulises desoyera el canto de las sirenas, pero sin atarse a ningún mástil, que desatendiera por alguna inexplicada razón el inapelable llamado de la especie, el voraz apetito que cada una de sus jóvenes células tenía. La falta de información que en toda materia se considera incultura, en cuestiones de sexo se califica de moralidad. Como si la ignorancia fuera aconsejable en algunos andariveles del saber.

Pese a su apariencia infantil, Mabel tiene cierta hermosura aunque nada deslumbrante. Está muy lejos de tener la impactante y carismática belleza de su hermana Alicia; sin embargo es ágil, delgada y alegre. Sus labios siempre están adornados por una amable sonrisa, pero desde que se enteró de que estaba grávida, se transformó en una sombra que parece arrastrarse. Sus cabellos son lacios y obscuros, su piel muy blanca, su mirada verde y cálida. Mide un metro setenta de estatura, pero su físico es algo esmirriado, no ha logrado aún un auténtico porte de mujer. Poco hace que ha dejado de jugar a las muñecas y ya se encuentra involucrada en una situación límite, tremendamente conflictiva, que no sabe cómo afrontar. Se sentía una miserable, torturada por la voz de su conciencia, una repudiable asesina que no vacilaba en destruir a su propio hijo. Necesitaba refugio, apoyarse en un hombro amigo, en alguien que aplacara su sentimiento de culpa, que no la juzgara severamente. La imagen de Tomás, el sacerdote del vecindario, irrumpió en su memoria. ¿Sería factible encontrar consuelo con él? Parecía muy bueno, nunca atacaba a la gente en sus sermones, a Mabel le agradaba su estilo humilde y cariñoso. Había logrado hacer de la Iglesia del barrio una de las más concurridas, todos lo querían y lo respetaban, sería un desahogo confesarse con él. No vaciló más, dirigió sus pasos hacia el pequeño templo que con sus rojas tejas coloniales y sus paredes blanqueadas a la cal se destacaba entre las modestas y despintadas casas del barrio. Apenas había traspasado el umbral, se encontró frente al padre Tomás.

Es diminuto, de no más de un metro cincuenta y cinco centímetros de estatura. Su avanzada calvicie y los espejuelos que deforman sus pequeños y vivaces ojos azules, le hacen aparentar más edad que los cincuenta y seis años que tiene. Su ínfima nariz aguileña, su leve papada y su sonrisa frecuente conforman una figura que, aunque esmirriada y enclenque, irradia en conjunto cierto aire de respetabilidad. El padre Tomás se siente muy cómodo portando los hábitos; le han permitido disimular su naturaleza enfermiza, una debilidad física que en su juventud lo acomplejaba. Ha encontrado refugio en la Iglesia. Gracias a ella, se siente importante, capaz de dirigir destinos ajenos, de influenciar a sus fieles. Demasiado tiempo ha vivido padeciendo dolorosas experiencias de ser ignorado por el mundo, ridiculizado por su insignificancia. Ama su actividad y agradece a la institución que le ha brindado cobijo.

Mabel se desplomó demudada sobre el confesionario, tomó las manos del religioso, llorando desconsoladamente.

—Padre, estoy embarazada —dijo desesperada—, ¡ayúdeme por favor!, ¡no sé qué hacer!, ¡no sé a quién pedirle ayuda! No puedo soportarlo más, es terrible, demasiado para mí. No lo soporto, no puedo más, por favor, ¡ayúdeme! Padre, sé que no está bien lo que le voy a decir, pero no puedo tolerar la idea de tener un chico. Soy muy joven, me da mucha vergüenza. Mis amigos, los vecinos, mis compañeros, ¿cómo podrían entenderlo? Me rechazarán, se reirán de mí o me tendrán lástima. Busco su apoyo padre, ¡déme su consejo!, ¡oriénteme! No puedo ser madre, no me siento preparada.

El padre Tomás era un hombre sencillo. Estaba en esa parroquia de barrio con excelentes intenciones, tratando de brindar a sus semejantes lo mejor de su persona. Pero no era fácil; la crisis económica que vivía el país había hecho estragos en la vecindad, cotidianamente debía enfrentar problemas de miseria, de incultura, de violencia y de embarazos no queridos. Pero en esa oportunidad, había algo que agravaba la situación: la escasa edad de Mabel.

«Esta niña no podrá sobrellevar sola semejante carga», pensó el sacerdote, «¿podré realmente ayudarla? Va a ser difícil, no tengo experiencia propia en temas sexuales, tendré que recordar lo que me enseñaron en el seminario mis profesores, hace tanto tiempo ya... Es una ironía que yo tenga que dar respuesta a los interrogantes de esta criatura; estoy lleno de buenas intenciones, pero de vivencias nada. En fin, no debo preocuparme demasiado, después de todo mi inseguridad es una consecuencia lógica del celibato...»

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónNoviembre 2000
Colección RSSNarrativas globales
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