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Fecundación fraudulenta

Episodio 6

Ricardo Ludovico Gulminelli
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MAR DEL PLATA
Viernes, 21 de abril de 1989, a las 23 h

Alicia llegó a su casa espiritualmente desgarrada, las caricias de Álvez aún ardían en su piel, estaba sufriendo su pobreza como nunca, hasta la denigración. Jamás su barrio le había parecido tan miserable, tan oscuras sus calles. Llena de angustia, avizoraba sin embargo una luz de esperanza, supuso que tal vez podría rescatar a Mabel de su ingrato destino. Debía lograrlo para evitar así que todo trascendiera, que la pesadilla continuara. Sus padres ya estaban dormidos.

«Por suerte», pensó, «evitaré conversar con ellos, no tendré necesidad de fingir que todo está bien.»

Era un matrimonio que sólo subsistía en el plano formal, cónyuges que compartían la cama sin tener intimidad de pareja. No existía entre ellos más diálogo que el necesario pues cada uno había aprendido a vivir independientemente, sólo sus hijas los unían.

Cuando estuvo frente a la habitación de Mabel, Alicia golpeó a su puerta suavemente. Una voz quebrada le indicó que podía entrar. Así lo hizo, encontrándose con un cuadro desalentador. Su hermana tenía la congoja reflejada en el rostro, los ojos irritados, enrojecidos: indudablemente había llorado mucho. Mabel se levantó de la cama, abrazándose a Alicia con desesperación, sollozando sobre su hombro como un niño que busca amparo. Había estado toda la tarde a solas con su amarga aflicción.

Mabel apenas tiene trece años, todavía no ha aprendido a mentir. Es bella, sin tener la impactante y carismática hermosura de Alicia, delgada, flexible y saludable, imaginativa y romántica. Una larga cabellera negra realza sus ojos verdes. Cuando quedó embarazada, su vida dio un vuelco radical, dejó de ser una fresca e inocente jovencita sin preocupaciones, para convertirse en una dolorida adolescente obligada a conocer el infierno. Hace apenas dos años jugaba a las muñecas, ahora repentinamente la acosa la desazón, la desesperanza, problemas que ni hubiera soñado tener. Experimentó su primer contacto sexual, ignorándolo todo, no creyó que podía ser madre... Ese pensamiento ni siquiera rondó su mente cuando tuvo relaciones con su compañero de colegio, tan sólo habían jugado a ser amantes. Fue así, no otra cosa que una fantasía de niños. Se daban trato de novios, representando un rol que no sentían, ni siquiera experimentó placer. Mabel sólo sintió dolor y vergüenza. Un incontenible impulso erótico se había apoderado de ella, una extraña ansiedad que exacerbó sus sentidos. La televisión, la radio, las revistas, la habían bombardeado con imágenes de sexo, de lujuria, de amor pasional y de infidelidad. Fue confundida por un afiebrado mensaje, por una engañosa educación.

«Estoy embarazada», pensó. «Dios mío, ¡no puedo creerlo! ¿Por qué nadie me lo advirtió? ¿Por qué mi familia, mis profesores no me previnieron? ¿Cómo pude ignorar las consecuencias? Algo sabía sobre el tema, tendría que haberlo imaginado. No tengo perdón, ¡qué estúpida fui! Parecía tan lindo, me gustaron las caricias, la emoción del goce que imaginé sentiría después, el entusiasmo me hizo olvidarlo todo.»

Fue así como Mabel conoció el amor. Tarde descubrió su equivocación: que las secuelas podían ser permanentes, definitorias, que su esquema de vida se derrumbaba.

«¿Como haré para ir a la escuela con panza?», meditó, «la sola idea me parece insoportable. Los chicos del colegio se reirán de mí; puedo imaginar cómo se burlarán, aunque delante de mí finjan que nada sucedió. Me van a despreciar, a pensar que soy una pecadora, no me desearán más que para acostarse conmigo. Los muchachos son machistas, limitados, ninguno me verá con buenos ojos. ¡Dios mío!, ya no podré ir a bailar como antes con mis amigas, tan despreocupadamente, ni aparentar inocencia. Será imposible ocultar lo que pasó ante los demás, no podré negar a mi hijo. Mamá y papá no podrán perdonarme, me torturarán todos los días. Aunque se esfuercen por excusarme, sé que les resultará imposible. Puedo imaginar sus reproches, no puedo tener esperanza. ¡Voy a abortar aunque me cueste la vida!»

Mabel sabía que los intentos de Alicia por encontrar un médico accesible habían sido infructuosos. Eso la descorazonaba. Ningún profesional había aceptado darles una mano; ninguno quería comprometerse con una menor de edad, para colmo con dificultades de coagulación. Sabía que todos pretendían montos astronómicos, inalcanzables para ella; al recordarlo, la niña lloraba desconsoladamente.

«Yo misma me provocaré un aborto», pensó. «Deberé intentarlo. Sé que con una aguja de tejer se puede, no me importa que sea peligroso si no encuentro otra solución. Alicia me ayudará, estoy segura. Si tengo alguna hemorragia grave, ella no me dejará morir, me llevará rápido al hospital. ¡Lo juro!, no continuaré este embarazo, aún a riesgo de mi vida.»

Estos pensamientos acosaban a Mabel. Temblorosa, agobiada, no cesaba de sollozar, se sentía una miserable, autocensurándose duramente.

Era la cruel protagonista de su propia historia, la malvada exterminadora de su bebé; no podía encontrar Mabel a una represora más eficiente que a ella misma. Por eso, cuando Alicia llegó, para ella fue como si se abriera una válvula de puro oxígeno, una puerta de salida de su espantoso mundo interior. Ya no soportaba la tortura de su propio enjuiciamiento, su hermana la comprendía, suspiró aliviada al verla y, luego de abrazarla muy fuertemente, sollozó sobre su hombro durante algunos minutos. Finalmente, Alicia se separó de Mabel diciéndole:

—Mi amor, no llores más, he encontrado la solución para tu problema. Hay un doctor amigo que se comprometió conmigo a «hacértelo» en aceptables condiciones económicas. Será una atención especial porque conoce a nuestro primo, le debe muchos favores. Dentro de cinco días tenemos que ir a visitarlo para arreglarlo todo. No sufras más, chiquita, te lo ruego. ¿No ves que me destruye verte así? Andá, hacelo por mí, ¿sí?

Fue demasiado para la niña que, desahogando toda la angustia acumulada, se puso a llorar tan fuertemente que apenas podía respirar.

—Gracias, Alicia, muchas gracias, toda la vida te lo voy a agradecer. Te quiero mucho, si no fuera por vos... Nunca más lo haré, te lo juro, creémelo, nunca más te voy a causar problemas. Perdoname, perdoname, por favor.

—No, Mabelita, no quiero que te culpes. Sos una nena, yo te tendría que haber explicado cuáles eran los peligros, no me costaba nada hacerlo. Lo que te pasó a vos le sucede a muchas jóvenes. Te confieso que a mí me ocurrió, cuando tenía diecinueve años: mi novio me dejó embarazada, tuve que hacerme un legrado. Juan era de mi edad, tan irresponsable como yo. No me arrepiento de lo que hice, aunque me duele recordarlo. Ahora tendría un chico de cinco años. Es triste pero ya está hecho, no puedo ser hipócrita. Tomé la decisión pensando más en mí que en el bebé. Aun así creo que no me equivoqué. No tengo que rendirle cuentas a nadie; tampoco vos ahora: es tu cuerpo, tu futuro, tu problema. No pienses en los demás, ellos siempre condenan fácilmente.

Alicia comprendió que había hecho bien en aceptar la turbia oferta de Álvez; todo estaba justificado para evitar el sufrimiento de Mabel, aun renunciar a su propia dignidad. Le dijo suavemente:

—No te inquietes, chiquita: vas a ver cómo se soluciona todo muy pronto. El doctor Álvez me dijo que no nos preocupáramos, que no existen riesgos, es un profesional muy responsable, de muy buena reputación. Te tratará muy bien, estarás atendida en un consultorio especializado, provisto del más moderno equipamiento. En suma, tendrás lo mejor; dentro de unas semanas, esto será para vos como una pesadilla que casi habrás olvidado.

—¡Nunca, Alicia!, ¡nunca podré olvidarlo!, ¡jamás olvidaré que fui tan estúpida!, que maté a mi hijo... Dios no me perdonará.

Los sollozos la ahogaron nuevamente.

—Escúchame, Mabelita, por favor... Te lo suplico de rodillas, si vos querés, no me hagas sufrir más, estoy agobiada, desmoronándome. Si querés agradecerme algo, supera tu angustia. Sé fuerte, querida, hacelo por mí, es lo único que te pido. Si me querés, podés lograrlo... Decime, ¿lo intentarás? Tenés que optar entre dos cosas malas. Ya elegiste una, tomaste una decisión, ¿para qué seguir torturándote? No es tan grave, tu bebé todavía no está formado, es un embrión sin desarrollo, ni siquiera sabemos si llegado el momento, podría nacer normalmente. No te atormentes pensando que lo vas a eliminar; a mí me pasó lo mismo, sin embargo seguí viviendo.

—Yo, Alicia, no sé si podré hacerlo.

—Podrás, te lo aseguro, pensá en vos, no cabe otra cosa en una situación como la que estás sufriendo. Todos lo hacen, se vuelven muy prácticos. ¡Vamos, Mabel!, sonreí por favor, ya sabés que hay una salida. ¿Sí? Contestá, hacelo por mí, hermanita...

—¡Sí! —dijo Mabel dejando de llorar, esbozando una mínima sonrisa— ¡Sí!—continuó diciendo, volviéndose a abrazar fuertemente a Alicia.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónOctubre 2000
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