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Miramar

La gesta del Pez

Después de la trama

Daniel Rubén Mourelle
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Un golpe sordo dentro del pecho le indicó que el escudo se abriría nuevamente; vio la red de finísimos hilos, sin espacio ni perspectiva, y se encontró frente a Mildin y DerTalbi. La trama de fuego había concluido: el segundo combate con los iunicqs, la despedida de Norah; todo estaba ahora en su memoria como si hubiese ocurrido ayer. La verdad y la ilusión se fundían, lo ocurrido era un espejismo que fluía dentro de su alma; la verdad aparecía del lado donde el ojo la esperaba.

Estaba frente a DerTalbi y Mildin; ayer no sabía quiénes eran, pero hoy los conocía desde siempre. Al beber el Api-Nos, Der no había muerto pues no sabía que debía morir y había entrado en el escudo escapando de los ertubis desde su propio espacio-tiempo. Mildin también había escapado, entrando en el escudo después de haber sido apuñalado.

Allí estaban los tres, como viejos camaradas. El don latía y, en voz baja, también su doble desde el fondo del pantano.

—¿Estás bien? —preguntó Mildin al Pez.

—Sí.

—¿Seguro? —DerTalbi lo miró con preocupación—. Se te ve turbado.

—Lo que pasa es que la memoria acaba de volver y creo que también la totalidad del don.

—Entonces, es el momento de partir en busca del Api-Nos —exclamó Mildin.

—¿Y después? —preguntó DerTalbi, adelantándose al Pez en una fracción de segundo.

—Ya veremos.

El Pez no quiso seguir preguntando; un presentimiento lo detuvo, prefirió esperar.

—Yo tendré que quedarme aquí —continuó Mildin— y esperar a Bruvald, también él debe de haber recuperado el don. Vayan ustedes dos a Miramar y reúnanse con el resto.

DerTalbi sabía cómo atravesar el escudo a voluntad, lo había hecho en múltiples oportunidades; incluso podía elegir el lugar de destino:

—Vamos, Pez —y se desvaneció en el aire.

—Recordá tu poder de levedad —le dijo Mildin al tiempo que se alejaba unos pasos.

El Pez se concentró en el bosque, aferró el cincel-drag de su cinto y saltó. Todo en derredor se convirtió en una mancha roja. Cuando tocó suelo nuevamente, estaba frente a un iunicq; no se demoró a pensarlo, activó el cincel y lo desintegró. Miró a su alrededor, estaba en el bosque; agradeció que el don lo hubiese impelido a tener el cincel en la mano antes de saltar.

La presencia de ese iunicq no había sido casual, sus amigos estaban acampando no muy lejos y era seguro que los estaba espiando a la espera de dar el aviso. El Pez fue recibido con grandes muestras de afecto; allí estaban Ezequiel, Yeie-Sbi, Norah, Horacio y Raé —única mensajera sobreviviente del grupo que luchara sobre la linde oeste del bosque—; eran los últimos que quedaban.

El Pez explicó que los iunicqs eran ertubis, seres provenientes de otro rincón del escudo donde habían luchado contra otros humanos, y mencionó a DerTalbi.

—¿Ertubis? —preguntó Norah—. ¿No son humanos entonces?

—No lo sé con certeza —replicó el Pez—, pero creo que sí. Lo que es más, son humanos por excelencia. En cambio, personas como DerTalbi o como yo somos diferentes a la mayoría. Lo mismo ocurre con las mensajeras y los bravos.

Ninguno pudo ocultar su sorpresa. Ezequiel inquirió:

—¿Cómo supiste eso?

—Es que no sólo recuperé el don, sino que éste creó uno diferente, un doble; guardan distancia el uno del otro pero se enfrentan de ser necesario. Es su modo, creo, de colaborar conmigo. Ambos me confirmaron que las mensajeras podían cumplir con su labor porque eran humanas en parte. Droron debió de saberlo.

—Veo que es casi imposible ocultarte nada —aseguró Yeie-Sbi—, ambos dones terminarán siempre por indicarte dónde mirar.

Norah miró al Pez y éste le respondió con una sonrisa. Sabía que la Extraña no estaba en ella, que había sido derrotada transitoriamente. La Extraña, al igual que una parte suya, seguía en el fondo del segundo pantano y la mensajera había conseguido retener su fuerza; esto hacía que algunos rasgos de aquélla estuvieran presentes, residuos de su paso; atisbos apenas que el Pez amaba también, porque la Extraña mantenía su atracción, habitando en Norah de manera fantasmal, delineando su parte no-humana.

Esa noche, mientras se encontraban reunidos alrededor de la hoguera, el Pez recordó la fiesta del Singlar y la explicación de la Extraña acerca de los misterios de la distracción:

Si sos capaz de deslizar el foco de tu atención hacia un punto vacío, el mundo entero se abrirá, estallará en infinitas posibilidades para la creación que proviene de la propia inventiva. La imaginación podrá circular por posibilidades que un segundo antes parecían no existir.

Las respuestas serán múltiples, nunca una sola. En esa búsqueda de la distracción, están las puertas. Quizá, alguna vez, eso sirva para que nos reencontremos.

Salió de sus pensamientos y dijo:

—Bien —todos los miraron—; tenemos que partir hacia el extremo sur del bosque.

—¡No hay otro modo de encontrar el Api-Nos! —un extraño se aproximaba desde la oscuridad.

—¡DerTalbi! —exclamó el Pez al reconocer a su amigo—. Creí que nunca llegarías.

—Así que vos sos DerTalbi —se adelantó Ezequiel.

—Por supuesto —miró hacia atrás—; me ha sido muy trabajoso encontrarlos. ¿Aún continúan proyectando esa imagen de ustedes en el sendero que está al norte?

—Claro que sí —respondió Horacio.

—Es muy buena; perdí varias horas antes de darme cuenta de qué era lo que andaba mal con ellos. Finalmente recordé alguna de las enseñanzas de Mildin...

—¿Has estado con Mildin? —se sorprendió Norah.

—Sí —intervino el Pez—; los tres estuvimos reunidos dentro del escudo; él mismo fue quien nos indicó que viniéramos aquí. Pero no perdamos más energías, sigamos nuestro camino.

—No hay ertubis cerca —agregó DerTalbi—, así que, por el momento, no creo que tengamos problemas. He desarrollado cierta habilidad para detectarlos a corta distancia —sonrió—; uno de los beneficios de haber sido su presa en tantos lugares y tiempos diferentes.

—¡Vamos, entonces, adelante! —dijo Horacio con entusiasmo.

El Pez notó cómo sus sentimientos hacia los arts habían cambiado desde que ambos dones se enfrentaran. Supo que habría aceptado estar en esa aventura de cualquier manera.

Vivía el clima de ese bosque como algo familiar. El niño le había dado la confianza en su propia fuerza y en sus decisiones; Ezequiel y Yeie-Sbi, que todas sus creencias podían ser cambiadas, también que la muerte no estaba en el futuro sino a sus espaldas; Norah y la Extraña, el arte de la distracción y el amor; Hansel, la confianza en lo inesperado ya que el misterio lo rondaba todo; Horacio y los bravos, la exactitud; DerTalbi, el valor de la diferencia. Lo difícil de esas enseñanzas era darle a cada una su momento.

Al llegar a un codo del camino, el Pez le hizo una seña a Norah para que continuase con el grupo mientras él se internaba en la arboleda. Había sentido un llamado que reconoció de inmediato, era el Rostro-de-la-Noche; apareció frente a él igual que la primera vez. El Pez le preguntó:

—¿Cuál es la llave de los tres disfraces?

—¿Recordás sus nombres?

—Por supuesto: la palabra, la muerte y el tiempo.

—El tiempo es la voluntad del escudo, es decir, capaz de alterarse con tus deseos; sin embargo cada deseo no es más que una mancha en aquel espejo que te mira desde el horizonte.

—Dudoso como todo lo que existe a tu alrededor.

—No digo más que lo que digo. La muerte sostiene ese espejo y por lo tanto te sostiene, es por eso que nunca se aleja más allá; susurra tu nombre cada tanto, pero, cada vez que creas oírlo, un movimiento en el espejo hará que sigas adelante.

—¿Y la palabra? —preguntó el Pez después de un corto silencio.

—Eso que ves; no lo que yo veo o este bosque en particular, sino el mundo, la vida y, por supuesto, el tiempo y la muerte.

El Rostro-de-la-Noche desapareció en medio de un destello; el Pez creyó ver que sonreía. Se sentó contra un árbol y sacó el cuaderno de su mochila, pasó las hojas como tratando de recordar alguna anotación; de pronto, encontró lo que parecía buscar, aunque no recordó haberlo escrito:

Uno de nuestros graves problemas es el hombre: acabemos con él, entonces, y a ver qué pasa; pero no digamos nada más hasta después, si es que en el después quedara algo por decir.

La letra era suya y la anotación le sonó terrible. ¿Cómo es que se inquietaba tanto si estaban los dones resguardándolo? ¿Querrían los arts acabar con el hombre? Le costaba ponerlo en esos términos. ¿Qué sería entonces de la parte humana de mensajeras y bravos? ¿Qué quedaría de ellos después? ¿Y DerTalbi; y él mismo? Una certeza recorrió sus entrañas: el fin del hombre podía ser, para los arts, un remedio peor que la enfermedad.

Se levantó y corrió por el sendero en busca de los demás. Cuando estaba por alcanzarlos, una nueva idea lo taladró como un rayo: ¿Y si hombre fuese solamente una palabra?

—¡Acabar con la palabra hombre! —gritó, deteniéndose—. De lo que se trata es de acabar con el significado de la palabra hombre y su arrogancia moral.

El don seguía presente y cada vez con más fuerza.

—¡Bravo, Pez! —era Mildin, terminaba de materializarse frente a él.

—¿Cómo es que estás acá? ¡El escudo! ¿Y Bruvald? ¿Y tu herida?

—Había otra posibilidad, siempre la hay para cada cosa —replicó con una sonrisa—; pero no podía decírtela, tenías que encontrarla vos solo, utilizando el don.

—Los dones, querrás decir.

—El don, digo bien. El otro es un reflejo, creado para que la memoria bajara sus defensas y no fuera una barrera.

—Quiere decir que dentro mío hay una lucha paralela y similar a la de los arts. Tantas palabras no eran más que un modo para que el don y la memoria encontraran armas con las cuales combatir.

—Sí, así es; ellos también libran sus batallas, pero ¿quién podría asegurar dónde es «adentro» y dónde es «afuera»? —se contuvo dando la sensación de que no todo estaba dicho—. El don tenía que ayudarte contra el verdadero enemigo: la palabra hombre como centro del universo; y, si descubrías eso antes de que el don tuviese la fuerza que tiene ahora, no habría servido de nada. Pero vamos; hay que alcanzar al resto.

—Sí; vamos, vamos —el Pez estaba emocionado, era como si hubiese olvidado sus torpezas, como si sus deseos lograran ubicarse en el lugar correcto a pesar de los indicios en contrario. Mientras corría junto a Mildin, el malestar volvió; pero no dijo nada.

En su cabeza, retumbaba la canción del Ritual del Árbol;* Raé la había cantado durante el Singlar. El Árbol, para los arts, había sido el lugar natal de ése al que llamaban el Anciano; por eso, el bosque era interminable en el Kairós, el bosque era el Árbol. Durante la danza que acompañaba a la canción, cada quien confirmaba su propio nacimiento para hacerse a sí mismo una y otra vez.

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónAgosto 2000
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