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Miramar

La gesta del Pez

En la trama de fuego

Daniel Rubén Mourelle
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Era casi el mediodía; la fiebre lo estaba abandonando y se despertó tranquilamente. Su cuerpo contenía una energía nueva. Se sentó, de cara al mar; la sombra del acantilado caía sobre él, como protegiéndolo.

Ambos dones se habían combinado para realizar un buen trabajo; ahora podía recordar el cuaderno y el sueño con la exactitud que requería el Kairós y el orden que exigía el Cronos. Sabía que el tiempo transcurrido había sido mucho mayor del que pudiera suponer. ¿Cuánto haría desde su entrada al pantano? El cielo estaba despejado aunque habría podido jurar que había llovido durante toda la noche. Imaginó que, durante la fiebre, el escudo transtemporal se debió de abrir muchas veces; ¿de qué lado estaría ahora? Seguía sin sentir hambre, el brebaje de Ezequiel era, sin duda, prodigioso.

Subió por un costado del acantilado y se dirigió hacia el bosque. El cielo se oscureció; una cantidad de nubarrones apareció de repente y comenzó a garuar.

Casi como bajo un reglamento, caminó sin rumbo. Su atención estaba alta; buscaba indicios de Norah, aunque sabía que pronto se cruzaría con Ezequiel o con Yeie-Sbi. ¿Habría pasado todas las pruebas? Ninguno le advirtió que el don podría desdoblarse y regresarlo desde las comarcas de la muerte. No obstante, ambos dones seguían hurgando en su memoria; señal de que algo de vacío aún los rondaba.

El agua le mojaba el cabello y le chorreaba por la cara. Lo alertó el grito de un pájaro; se acercó con cautela. Para su sorpresa, estaba otra vez al borde del pantano; no pudo evitar una sonrisa que se le congeló cuando vio que Elena no estaba.

Nuevamente su interior tembló, alguien se aproximaba: las diminutas hojas secas crujían. Era Norah; avanzaba directamente hacia él. No lo dejó hablar, se le adelantó:

—¿Te gusta? Es mi creación más reciente; es igual al de —titubeó— mi madre.

—¿Es otro pantano? ¿No es el de Elena?

—No; claro que no. Se parece, pero no es idéntico.

—No pudiste hacerlo exactamente igual...

—¿Para qué crear otro igual en cada detalle? De haberlo hecho así, ambos serían el mismo; ciertas modificaciones fueron —buscó la palabra— necesarias.

La voz de Norah, el modo de andar y los gestos ya no eran tan duros como en su encuentro anterior; pero el Pez sabía que la Extraña aún estaba ahí: la piel le estallaba en prevenciones.

—Ya no sos el mismo Pez de hace unos días.

—No sé bien quién fui y eso no contribuye para que sepa quién soy.

—Vive la rosa; pero su mejor espina ha muerto... ¿Vive la rosa?

—Repetís lo que ya conozco —el Pez dejaba que ambos dones tomaran la delantera a su voluntad.

—Puede ser y, en este caso, así es; son palabras de Yeie-Sbi, las cantó una vez y no lo he olvidado.

La garúa había empapado la túnica de Norah, y ésta se le pegaba al cuerpo. El Pez no podía evitar admirarla; la presencia de la Extraña no alcanzaba para reprimirlo, por el contrario, obraba sobre él, alentándolo. El bosque era todo silencio, como quien concentra sus sentidos en un solo punto; embozada en tal quietud, Norah dijo:

—Cuando partas, entre hojarascas, hacia el sitio de la danza, no olvides llevar tu mejor cuerpo —y se internó en las aguas del pantano. Se quitó la túnica y dejó que flotara a la deriva. Allí estaba, inmóvil, de espaldas al Pez.

El silencio se le hacía brutal; el Pez no podía, ni quería, eludir su atracción. Ambos dones luchaban frenéticamente entre sí; la memoria creció.

El viajero avanzó y el bosque se transformó en una mancha borrosa; hasta la figura de Norah se desvanecía ante sus ojos. Ella giró al presentir la cercanía de ese hombre que nacía. Se abrazaron y besaron. Las aguas se levantaron y ambos se hundieron.

La memoria, ocupándolo todo, danzó entre el fuego y su trama:

La fuga... Salem era un destello... El agua nunca calma la sed aunque enfríe la piedra... Confío en mis halcones... La libertad; dolor salvaje...

La Extraña lo adoraba; las aguas eran una danza. La palabra aceleró sus sonidos dentro de las torres de la memoria. El pantano se volvió más y más profundo. El contacto de sus cuerpos dio paso a una descarga eléctrica; temblaban, pero ninguno quería emerger:

Las espaldas se liberan... Sin alardes, los ojos despiden aves... La diferencia entre el prisionero y el gladiador... La poesía fue un toque casual... Apareció sin país ni bandera... Todo final es falso...

Una y otra vez se buscaron en el fondo lodoso; la memoria resbalaba igual que sus manos imprecisas. ¿Eran así las fiestas ancestrales, ésas que ya nadie recordaba? Sabían que la superficie estaba muy lejos, que jamás volverían; por eso, insistieron en la única posibilidad que les quedaba: ellos mismos:

Si hubiese encontrado mi raza en aquel tiempo... Las noches de abril, tan lejanas; detrás de los cielos... La ironía y el acertijo se escudaron en el poema... Un espejo debió romperse; la palabra accedió ante la tortura... La rosa está más roja que nunca... Alguna vez hubo destino...

La Extraña sabía que únicamente junto al Pez podría levantar su reino; se dejó estar sobre el fondo. Por un momento; él volvió a ser aquel prisionero que escapaba de Buenos Aires para encontrarse con lo desconocido; y dejó a un lado el aliento de la muerte. Norah y la Extraña, ambas en lucha, entre sí, aliadas, con el Pez, contra él, en él:

El llanto y la risa agotarán sus botellas algún día... La trampa es el centro; la delgada línea... Cada error es el don, cada tesoro... Muero en la tinta, en ese apenas escucharse... El bien no es libre; el guerrero abandona su refugio... Soy diferente; aún no han podido encontrarme... Doy vueltas; el enigma no se responde... La bandera sigue mutando; los hermanos nunca llegan a Ítaca... Nuevas falsas claves; el cielo, el nido...

La trama de fuego estaba en comunión con la memoria, los vacíos habían partido; apenas faltaba que el don se volviera sobre sí para acabar con su doble. La Extraña y el Pez seguían abrazados, contra el lodo del fondo, esperando la llegada del ahogo. El escudo transtemporal vibró.

El Pez abrió los ojos; el bosque no daba señales de la Extraña; sabía que, de algún modo, en algún recodo de los tiempos, entre el Cronos y el Kairós, ambos seguían en el fondo del pantano y que debería regresar alguna vez. Estaba confirmando lo que habría de convertirse en una cuenta pendiente; se le estaba otorgando una tregua que no sería eterna; como condición, le imponía regresar para cumplir con el final del rito: quedarse allí o luchar por la superficie.


El primer cuaderno del Pez*

Nota inicial:

El Pez tomaba apuntes relacionados con lo que escuchaba, también describía algunos acontecimientos, pero no buscaba ser exhaustivo. Los siguientes fragmentos han sido compilados a partir de copias que él mismo me confiara; algunos son transcripciones fieles, otros son comentarios que él agregara después. — M.D.

Fragmentos:

La montaña dormía; en la boca de la cueva, una fogata se estaba apagando. El encapuchado entró; las brasas alcanzaron para iluminarlo. Aun cuando me encontraba en un ángulo alejado de la entrada, llegué a percibir la duda en sus movimientos. De una bolsa roja, fue sacando objetos, que me eran desconocidos, para ubicarlos en lugares aparentemente prefijados: algunos sobre el piso de tierra y otros sobre las rocas.

Un temblor sacudió la montaña, el encapuchado se arrojó al suelo, dominado por el llanto. Suplicaba perdón.

Después, con más temor que seguridad, continuó acomodando los objetos y mejorando la posición de los que el temblor había movido. Canturreaba la misma melodía que Yei durante los combates.* Un segundo temblor lo hizo correr hasta detrás de una roca, a cuatro o cinco pasos de donde me encontraba.

Me vio, y cayó al suelo como si hubiese perdido el conocimiento; me acerqué con rapidez y, al quitarle la capucha, sentí que el mundo se abría en dos: era yo, yo mismo, presa del terror.

Ese instante, ese darme cuenta, no duró ni un segundo; inmediatamente me encontré en un ámbito de paredes curvas y pulidas; en su centro, había una piedra tan oscura que la luz se hundía en ella.

Yo, el encapuchado, descubrí la incertidumbre dispersa en la noche con sólo mirar aquella roca; en sus profundidades, la mensajera de la niñez gemía entre la niebla y la manchada.*

La negrura creció y me mostró a Norah, adentrándose en el bosque. Grité, llamándola, pero continuó su marcha y entró a la cueva. Vi, casi como si ya lo supiera, cómo me encontraba, inconsciente, y me besaba.

Detrás de aquella roca negra, solo, abrumado por el dolor, los recuerdos y el frío, encontré otra llave. Pensé que pudieran no ser nueve... ¿Qué sentido tendría ese número para los arts? ¿Ése o cualquier otro? Quizá solamente hiciera falta encontrar una llave, una sola; ¿pero cuál? El dolor me arrancaba los pensamientos y me obligaba a estirarme para recuperarlos.

¿Y si las nueve llaves tuvieran relación nada más que con los cofres? ¿Y si las llaves verdaderamente capaces de romper el ciclo fueran las de la voz?

Cambié de espacio nuevamente; esos ir y venir cortaban, más y más, mis amarras con lo conocido. Primero, me envolvió una tarde de primavera: el sol, la brisa, las paredes rugosas pintadas de verde, el patio de mosaicos y el toldo a medio extender. Después, el sonido: gritos, risas, golpes y corridas. Ésta era la siguiente llave y llegaba a mi encuentro.

El sueño navegaba arrancado del mismo sueño, tironeaba sin orden. Pero un fantasma me facilitaba los hallazgos, una sombra que disfrutaba, contemplándome, como un niño traslucido en la manchada.

Una nueva oscuridad me arrastró hasta la respiración de Norah, de regreso en la cueva.

Algo trivial ocurría con la próxima llave; despertar a sueños dentro de otros sueños alejaba las referencias, ver lo obvio se volvía doblemente difícil; lo arduo: encontrar lo que no había sido ocultado.

¿Continuaba Norah rendida ante Dzana? ¿Y si la mensajera hubiese sido una ilusión para que la Extraña pudiera hacerse carne?

Esta llave dependía de la distracción, ese destacado modo de los arts. «Atender la distracción» era el nudo del asunto, una cuestión de certeza y no de práctica, patrimonio del don; se conseguía o no, se tenía o no, era un mérito con aires de ser gratuito. La cuarta llave fue mía con sólo no desearla; sin embargo, continuaba inconcluso.

Vino a mí el recuerdo del Anterior; Hansel me había referido su historia, una de las tantas tardes de garúa, a orillas del mar, cerca del campo de uñas-de-gato. El Anterior, antepasado del Anciano, podía extraer de los corazones sus impulsos más escondidos. Los bravos lo invocaban como último recurso —nadie sabía lo que el corazón pudiera estar ocultando, y muchas veces afloraban marcas que habrían preferido desconocer.


(...)


¿Estaré invocando al Anterior? ¿Será el propio don quien acaba de llamarlo?

Ezequiel me advirtió acerca de continuar el camino con un enigma a medias. Le contesté que sólo su resolución lo completaba. Sonrió ante mi respuesta. Agregué que cualquier parte de un enigma seguía siendo un enigma. Esperó un poco para replicarme:

—La misma respuesta es el enigma.

¿Qué extraña voluntad me llevó a aquellos caminos? Puedo imaginar respuestas que irán cambiando con los años. ¿Será que la manchada guardaba las llaves desde siempre?


(...)


Del Singlar, apenas quedan cenizas brillantes y rojas. Esta mañana, Ezequiel anunció que la gran tarea estaba próxima, la tarea final:

—El elixir más precioso del universo debe ser encontrado, el Api-Nos, el que puede devolver la vida a los dioses-muchos y permitirnos rondar libremente por todas las tierras. Una vez encontradas las llaves y roto el Ciclo del Pez, estaremos en condiciones de ir por él.

Por la tarde, mientras caminaba hacia la costa, escuché un susurro en mi oído:

—No estás solo —me dijo.


(...)


Hoy, me sitúo en aquel recuerdo y lo veo todo; éramos un puñado de rarezas que intentaban sobrevivir, cada quien a su modo y por motivos diferentes, pero también buscadores de lo inesperado, fieles a un destino y a la vez deseosos de cambiarlo.

Estábamos colmados de ansiedad; imaginaba el Api-Nos como parte de una fábula y me sonaba casi absurdo, pero ese «casi» hacía la diferencia, era un delgado espacio para la duda, suficiente para impedir el cierre de mi puerta hacia el Kairós.


(...)


Hoy, ya pasados dos meses desde su regreso y sin dar señales de la Extraña, Norah se presentó radiante; su túnica resplandecía tocada por los rayos del alba. Llevaba al cuello el medallón-de-fuego que perteneciera a su madre.

Yei estaba recostado contra una roca; abrazado a su guitarra-art, hacía sonar algún acorde que se perdía en la mañana. Buscaba una combinación musical que le permitiera invocar a DerTalbi.

La niebla se había disipado y eso era un augurio a desentrañar. Ante una señal de Eze, comencé a relajarme para dar paso a la distracción —ese movimiento, tan difícil, donde la realidad jugaba conmigo, haciéndome creer que era yo quien jugaba con ella.

El viento, aparecido de pronto, agitó el follaje con violencia; era lo que las mensajeras llamaban «aire-de-mar». Soplaba desde la costa, parecía buscarnos; un remolino de tierra y hojas secas se levantó entre nosotros, dos cuerpos traslúcidos se formaron en él.

—¡Son Mildin y Bruvald —exclamó Yei—, están regresando! —pero permanecieron ajenos a nosotros. El rostro de Bruvald mezclaba los rasgos del niño con los míos; el Cronos me arrinconaba.

Norah presintió la proximidad de los iunicqs; los bravos se pusieron de pie. Debíamos cruzar el bosque, pero ninguno daba el primer paso: era un adiós, todos nos despedíamos de algo propio ese día.

Me acerqué a Norah; había, en sus ojos, lo inquietante: la Extraña y yo teníamos una cuenta pendiente para cuando la lucha finalizara. Todo estaba allí: en ese amado y terrible reflejo.

Dada su condición de mensajera, Norah podía sentir como los humanos y era capaz de remontar el Cronos. Me dijo:

—Lo que suceda será lo debido; disfrutemos al máximo el sabor de esta empresa que, como toda iniciación, podría ser la última.

Un impulso me arrastraba hacia atrás, hacia los rincones de la manchada, allí donde la palabra se deshace capturada por otra mayor.


(...)


Mis recuerdos se deforman, ahora como entonces; las palabras no son las mismas, pero ¿quién podría decir en qué lugar de la memoria se hace presente el tiempo y de qué manera pone sus condiciones?


(...)


Hoy, luego del mediodía, Eze me preguntó si había visto a Yei.

Se quedó, al ver mi cara, y comprendió que no sabía de quién me estaba hablando.

Luego de un rato, llegó a la conclusión de que, para completar mi memoria, el don debía de estar tomando prestados algunos de mis recuerdos más recientes.

Por mi parte, pensé que eso explicaría mis lagunas y, también, algunos de mis recuerdos contradictorios.


(...)


Los aguijones del temor pretendían mi caída hacia el Cronos, hacia esa moral llamada Historia.

Norah me apartó del resto, llevándome hacia la costa en busca de Shannan. En el camino, encontramos a un bravo que nos pidió cautela: los iunicqs estaban cada vez más cerca. Pero Norah sabía que una nueva llave me rondaba y necesitábamos toda la ayuda disponible.

Shannan surgió de entre las rocas, a la vera del acantilado, tan poco confiable como siempre; su aparente incoherencia ocultaba la trampa dentro de la trampa, los arts lo sabían bien y me lo habían advertido. Pero no ser un art podría hacerla mi aliada.

Cuatro iunicqs venían aproximándose por esa franja de playa saturada de piedras; estaban lejos pero Shannan se interpuso, agitó palabras incompletas, casi como aullidos, que nos volvieron invisibles.

Me miró y dijo:

—Sacar los restos, hay que sacar los restos; o la muerte aparecerá sobre la ruta.

Después, dirigiéndose a Norah, insistió:

—Restos; restos... Solamente restos.

Siempre me fascinará esta utilización del lenguaje: quiebros transformados en el corazón de la frase. ¿Qué clase de poema sostenía a Almarmira*y a su bosque? ¿Qué clase de poema justificaba nuestro propio deambular?

Shannan desapareció sin decir más, y los iunicqs no tardaron en vernos; nos lanzamos a la carrera, escapando. Nos alejamos del sendero unos veinte pasos, no podíamos ir hasta donde estaban nuestros amigos sin descubrirlos. Los iunicqs siguieron de largo pero se detuvieron un poco más adelante al no encontrar nuestro rastro. Escuchamos ese sonido característico de un arco al soltar la flecha: era Horacio, había descubierto a los intrusos y los había aislado; ahora eran inofensivos, se encontraban en una dimensión separada y no podrían atacarnos; estarían así durante varios días, no necesitábamos más.

Volvimos al punto de reunión. Al llegar, Ezequiel nos contó con alegría que había encontrado una nueva llave entre las cenizas de la hoguera.

El don volvió a resonar como un cuerno de caza; y le pregunté:

—¿No te parece que son demasiadas llaves en un tiempo muy corto? ¿No te provoca sospecha esta facilidad para encontrarlas?

Ezequiel enrojeció; que las llaves mismas fueran señales falsas se le volvió intolerable. Si el misterio podía ser manipulado desde el Cronos, los arts estarían perdidos.

Yo debería separar las llaves falsas de las verdaderas, los arts no podían hacer eso, para ellos la verdad no significaba un gesto prepotente, no necesitaban avasallar para confirmar. Sólo un humano podía entenderlo; yo era el Pez pero, también, un hombre, la profecía me había puesto allí por eso, tendría que cuidar mi parte humana o perdería esa capacidad, esa «imperfección».


(...)


Habíamos caminado durante cinco horas, mi corazón se tensaba como una garra. Hansel, quien se hubo adelantado, regresó corriendo: medio kilómetro más adelante, una patrulla de iunicqs se había detenido para comer. El enemigo parecía ir en la misma dirección que nosotros; tendríamos que enfrentarlo.

Horacio se había quedado atrás, cuidando la retaguardia, no alcanzábamos a verlo. Los iunicqs eran ocho; nosotros, diez. Esto no nos daba superioridad si teníamos en cuenta sus redes doradas.

Norah y Yei se quedarían esperando a Horacio. Ezequiel iría con una mensajera y dos bravos por la izquierda, y el resto, conmigo por la derecha. Uno de los bravos lanzaría una flecha para aislarlos; si resultaba, podríamos pasar; pero si no, sería la señal para el ataque.

Mi interior era un trueno, me arrasaba; si fallábamos, los perdería para siempre.

La cuerda cimbró y la flecha siguió de largo entre el follaje. Alertado, el iunicq más próximo lanzó su red sobre mi grupo; no me hizo nada, yo era humano, sus hilos eran débiles, muy fáciles de romper; en cambio, mis compañeros desaparecieron a su contacto; eso bastó para que la diferencia me doliera.

Ezequiel se arriesgó a llegar lo suficientemente cerca como para generar una ilusión, convenciéndolos de que estábamos escapando a través de la arboleda. Salieron en «nuestra» persecución, excepto dos de ellos que quedaron en el suelo, atravesados por las flechas, para después desaparecer.

Cuando los iunicqs se alejaron, pudimos descansar y esperar a Yei, Norah y Horacio, quienes llegaron al rato; la tristeza del bravo, por no haber estado presente en la batalla, fue inconsolable.

Esa noche, me tocó adelantarme para prevenir al resto sobre cualquier nuevo peligro.

Caminé durante dos horas y me detuve a descansar. Un grupo de árboles me permitía ver el sendero sin ser visto; sentado y sin consuelo, lloré la desaparición de Hansel entre arrebatos de ira.


(...)


¿Quiénes son los iunicqs? ¿De dónde habrán llegado?

¿Y quién soy yo colocado en esta trama, luchando por evitar el naufragio? ¿Quién es el Pez? ¿Un nombre nuevo, adherido a mí, o la señal para buscar mi nombre verdadero?

Esta ignorancia es, también, el don: un espacio que permite juicios renovados; un conjunto de aciertos y errores inevitables que los despierta en otros. No alcanza con señalar su presencia, es necesario hacerlo brillar, disciplinarlo hasta laberintos impecables.

A veces, ejercitar el don es hacer creer que no actuamos rápidamente porque somos torpes. Disciplinarlo es reconocer que van quedando pocos pares que arriesguen su corazón y su nombre en la aventura... ¡Por esta escasez, levanto mi copa! ¡Y por quienes laten en ella!


(...)


La violencia de la Extraña había dejado en mí los restos de un temblor y acentuado mi rebeldía; la realidad ya no volvería a ser única, todo rumbo podría torcerse. ¿Cómo hacer lugar, hoy, a estas enseñanzas todavía imprecisas?


(...)


Dejé que mis amigos me alcanzaran; con la espalda apoyada contra un árbol, los recuerdos del mar en mi niñez fueron un arrullo al que innumerables veces volvería a recurrir.

Vino a mí la historia, contada por Ezequiel, de aquel bailarín impecable y solitario,*y creí reconocerme en él: caminando, observando; inventando el mundo, el silencio del mundo.

Norah me regresó el cuaderno de tapas negras, lo había encontrado en el hueco de un árbol; me pidió que recordara que el fracaso nunca es culpa de los otros, puesto que el fracaso es parte de la propia letra.

El don volvió a tronar, futuro y pasado se mezclaron; en ese cuaderno, estaba lo que me sostenía y lo que perdería, era la última llave.

Una chispa húmeda cruzó la mejilla de Norah. Me pidió que me fuera y los dejara: el ciclo se había quebrado. Me besó, me señaló un arco formado por dos árboles y corrió a reunirse con los demás. Hubo varias explosiones; quise seguirla, pero una luz cegadora me envolvió y arrastró hacia atrás, hacia esos árboles que la mensajera señalara. Las explosiones quedaron lejos, esta nueva parte del mundo dormía.


(...)


Los relatos de los ojos tienen sus claves; el ayer es como lo vemos hoy, siempre hay una elección aunque no podamos distinguirla. Volver es palabra del presente.


(...)


Desperté en la playa; estaba en Punta Negra, la roca plana que se introducía en el mar me era inconfundible.

El tiempo se desandaba; las palabras de Norah no habían sido inocentes. ¿Acaso el ciclo fuera capaz de reconstituirse? Cada paso me hería la memoria, ¿estaría otra vez en el comienzo?

Subí al acantilado para poder apreciar la roca en toda su magnitud. El sol se congelaba en el poniente; Miramar estaba a más de cien kilómetros hacia el norte; y yo, en ninguna parte.

Mientras descendía, regresando hacia la playa, descubrí que alguien me estaba observando, recostado contra un médano:

—¿Vos sos el Pez? —fue como un eco, un comienzo familiar que se reiteraría con los años; decidí dejar que las palabras brotaran solas, me sentía claro y estaba convencido de que el visitante sabía.

—¿Vos sos el Pez?

—Sí. Y vos sos...

—DerTalbi.

Por fin lo había encontrado, o él a mí; y me dijo:

—Hace rato que te busco. Escapé de los ertubis, desde las entrañas de Noisorpe,*gracias a este medallón que llevo al cuello desde entonces, lo encontré entre las ruinas de una explosión; así llegué hasta aquí, al escudo transtemporal.

—La angustia me acompaña, el mundo se ha corrido hacia un costado y lo ha hecho muy rápido. Mis puntos de referencia se aflojan, y un mar de posibilidades está ahogándome.

—¿Mucha vastedad?

—Sí; demasiada libertad.

—La libertad no puede medirse; se toma o se deja.

—Puede haber libertad para unas acciones y no para otras.

—Eso no es libertad, eso es permiso.

—Fui esclavo también, y puede que aún lo sea; cuando no hay memoria, el encierro es lo más próximo.

—¡Yo puedo agregar algo! —la voz provino de más atrás, de entre las dunas; aguardamos, alerta, con la calma de los bravos.

—¡Mildin! —exclamé, aunque apenas lo recordaba. Se acercó y nos dijo:

—He vivido dentro del escudo todo este tiempo; fui apuñalado por uno de los iunicqs, o «ertubis» como los llama Der, y tuve que permanecer aquí hasta sanar. Es una alegría encontrarlos —hizo una pausa—. Pez, Der: el camino se les volverá muy solitario. Saber que la verdad y la fantasía se superponen no es gratuito ni mentiroso; la mentira es otra cuestión, cosa de la anécdota.

—Y cualquier sueño es posible —dijo Der, a media voz, como si hablara para sí.

—¡Diálogos interrumpidos, diálogos interrumpidos! —exclamó Mildin—; diálogos que cada quien debe completar dentro de sí. Ése es todo el secreto de la poesía, de esa forma atípica del decir. Y, en nuestro encuentro de hoy, el ritual vuelve a inundarnos. El pie de la voluntad se apoya en el suelo de la voluntad, éste es el secreto de cualquier sueño; quedarse demasiado en las contradicciones es una manera de justificar la debilidad. Ustedes avanzan hacia la justeza, el equilibrio, la velocidad, las características de un bravo, el tiempo de la decisión... Pero finalmente deberán volver; si no, el esfuerzo habrá sido en vano —Mildin había hablado con el retumbar del druida; y el eco continuó durante los largos años que siguieron.

DerTalbi dijo:

—Estaba acorralado; entrar en el escudo fue, también para mí, la salvación; pero no me quedaré aquí, acabo de confirmarlo.

—El silencio resulta de un sonido que se apaga; ese apagarse resuelve el eco, atrae sin remedio, inventa la gravedad —Mildin sonrió—. Decir humano es decir palabra; cualquier gesto gira sobre la letra. Un esfuerzo por abrir el misterio es lo que podría hacer resplandecer las ataduras propias. La sabiduría es esa parte de la herencia que empuja hacia el nacimiento; no somos nosotros el centro sino ella. La rondamos como satélites para reforzar eso que llamamos voluntad. Hay tareas y designios que cada quien cumple; a veces, unos y otros se encadenan. Esto no quita que los valores muten en las encrucijadas, obligando al futuro a detenerse o acelerar, a subrayar la distracción, a no menospreciar los absurdos.

—¿Querés decir que la sabiduría, la distracción y el absurdo son tres vértices de la vida? —no pude creer lo que mi propia voz había dicho. Y, como si hubiese leído mi mente, Mildin agregó:

—El riesgo, justamente, es creer; lo falso y lo verdadero no se están quietos. Sabemos una cosa y actuamos como si supiéramos algo más; pero precisamente eso es lo que caracteriza a un bravo: la acción. El don es apenas una voz que señala pero no decide, puede ser falsa o verdadera según la acción que la acompañe; ella nos marca la diferencia entre confiar y depender.

—Pez; ¿y si todo esto no fuese más que una ilusión para torcer tu destino? —tuve la sensación de que Der intentaba ponerme a prueba.

—Hasta donde puedo afirmar, ustedes son tan reales como yo.

—Tan reales como cada uno —acentuó Mildin—, casi tan extraordinarios como el don. Resonar en él es la manera de moldear los sueños, y es en ellos donde los sentimientos se muestran. El don es la lucha entre la atención y la distracción; los desequilibrios de esa puja originan su voz y son la clave para alejar a los iunicqs.

Mildin hablaba y me traía el perfume de los viejos días, allá en el barrio; la memoria era incapaz de llegar más atrás. Sus palabras resaltaban el valor de los errores, tenían algo que las volvía entrañables, una cierta calidez que confirmaba su realeza.


(...)


La imagen del mundo se acercaba y alejaba como suelen hacer los maestros, caía como hojas en blanco; tomar el lápiz fue lo único que acepté como pertinente.

Reconocer la voz de un maestro es la mejor manera de dar con su nombre; las verdaderas escuelas carecen de rincones, saben enseñar el dolor de los adioses, conocen el impulso nómade.

Hay maestros que dominan el arte del «dejar aprender» y apenas alzan la voz en bosques como Almarmira, despliegan el cariño y espantan el tedio, hablan «raro» y sonríen, achicando los ojos.

Mis maestros nunca se detienen, les encanta encender fuegos en la noche y escuchar las historias de sus alumnos, nunca hablan de la libertad pero sí del valor; el único premio que conocen es el abrazo de sus pares.


(...)


—Der —pregunté—; ¿por qué el Api-Nos no te mató? ¿Lo bebiste en realidad?

—¡Claro que lo bebí! No podía ser descortés con mis anfitriones.*

—¿Y entonces; cómo no te mató?

—¿Debería haberlo hecho?

—Tendrías que haber muerto de inmediato —insistí—, el Api-Nos es muy venenoso.

—¿Venenoso? —Der parecía desorientado.

—¡Claro! —exclamó Mildin.

—Pues... —Der me hizo un guiño—. No lo sabía.


(...)


Ha pasado tanto tiempo desde aquellos momentos... Pero siguen surgiendo como ramalazos en mi memoria, cada vez con algún matiz nuevo, con algún detalle que no había notado antes, con valores distintos para cierta palabra capaz de alterar la intención de un diálogo; dar fe de esos cambios es una de mis tareas.

Fue en Almarmira donde sellé mi pacto con la palabra; entre esos árboles, encontré mi nombre y aprendí el manejo de la espada y el escudo, del arrebato y la gentileza. Allí reconocí el silencio que utilizan las miradas, la danza de los gestos y el valor de las esperas sigilosas.

Tirado sobre aquella alfombra de hojas cobrizas, volví a mi niñez, pero sin retroceder, con la intención de recuperar el brillo de los latidos originales, ésos que escapan a todo apresamiento extranjero, los que enseñan a entornar los ojos como la mejor manera de ver las fisuras del mundo.


(...)


Hoy, por fin sé quién era Bruvald; en este segundo año desde el alumbramiento, el castillo araña el suelo con sus piedras pero no olvida sus puertas, hace de la distancia una barrera que detiene la helada; la primera llama de ese hogar creció y se clavó entre mis cejas, advirtiéndome:

—Los crímenes siempre quieren ser santos.


(...)


El nacimiento me exigía cerrar algunos regresos; dije entonces:

—Volvería a escribir aquellas líneas por primera vez.

Y fue un augurio, fue el deseo que encierra toda profecía. El antifaz baila con mi voz, el milagro me sorprende con insistencia.


(...)


Cuando la aventura terminó, me sentí desolado; pero jamás he querido eludir sus enseñanzas.

Así es como hoy emprendo el regreso, una vuelta de pasos difusos.

Sé, igualmente, que habrá un día cuando podré sentarme a ordenar las piezas, como quien, jugando al dominó con su hijo, experimenta que puede haber, también, placer en la propia derrota.

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónAgosto 2000
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