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Miramar

La gesta del Pez

El pantano

Daniel Rubén Mourelle
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Allí estaba, en la perfección de la piedra; tanto ella como los arts sabían que ése era su destino y no lo lamentaban. Elena estaba inmersa en los designios del bosque, donde tiempo y espacio daban y quitaban con la misma gracia. Supo que debía convertirse en guardiana del pantano al poco tiempo de la partida de Droron, y así sería hasta el día en que retornase; los arts comenzaban a creer que ello jamás sucedería.

Nubes de bruma lo cubrían todo, el agua era mansa y oscura, una luna inmensa ostentaba su corona.

—Hasta aquí llego yo —afirmó Hansel—; es tiempo de que Ezequiel y Yeie-Sbi se enteren de la transformación de Norah. Adiós.

—Hasta pronto —respondió el Pez, en una mezcla de esperanza y resignación.

El pantano estaba frente a él, pero no sabía por qué o para qué había sido llevado hasta allí. Podía tejer varias hipótesis, todas producto de sus fantasías, de sus deseos y, lo peor, de sus temores.

«Sólo cuando el pantano lo permite, uno puede hundir los pies en esas aguas.» ¿Había dicho Hansel eso? ¿Quién lo había dicho? Las memorias, la vieja y la nueva, si es que eso las diferenciara, peleaban por la supremacía. ¿Estaba bien esa lucha o se suponía que trabajaran en colaboración?

Tantas preguntas no hacían una respuesta; sin embargo, sabía que debía entrar al pantano. Quiso buscar alguna señal, la música lo interrumpió: sones estridentes punzaron sus oídos como agujas. El cuerpo le vibraba como si él mismo fuera el instrumento principal de ese concierto apuntalado por la violencia. Las reglas del bosque... Imposible darles un lugar antes de conocerlas; y, una vez conocidas, sólo era factible ubicarlas en casilleros independientes unos de los otros. El bosque no era neutral, tomaba partido en los acontecimientos, ¿de qué lado estaría? «Seguramente que del propio», pensó, «quizá sea yo quien deba elegir un bando.»

Inhaló fuertemente, el agua de la orilla le mordía las botas de cuero azul y gastado. La música cesó tan repentinamente como había irrumpido; el viento, en lo alto de las enramadas, era el único combatiente que alzaba sus lanzas contra el silencio. Avanzó hacia Elena: ella era la guardiana, ¿a quién más pedir permiso?

Se detuvo a un paso; el viento continuaba azotando las ramas, ¿estaría también pendiente de sus decisiones? El agua era fría; las agujas que antes habían lastimado sus oídos, se ensañaban ahora con sus piernas. La luz aumentó. «¿Será el amanecer, tan pronto?» Las voces de su interior lo presionaron; unas, seducidas por la normalidad de ese mundo que se le escapaba sostenidamente; otras, por ése cuyos sentidos eran indescifrables. Elena abrió los ojos:

—No pensé que lo harías —dijo.

—¿Qué cosa? —inquirió el Pez.

—Venir... Entrar —la última palabra había sido un golpe seco.

—Para ser sincero, ignoro qué me impulsa a estar acá.

—Eso mismo.

El Pez esperó sin comprender. Elena agregó:

—Ser sincero —lo miró como si le estuviese ofreciendo un respiro, y continuó—. Se me ha dicho que el Pez deberá desnudarse antes de proseguir.

El viajero supuso cierta simbología en esas palabras, pero una creciente incomodidad lo dominó:

—¿Qué es exactamente lo que intentás decirme? ¿Cómo es que debo desnudarme?

Un gesto irónico iluminó la piedra en el rostro de la mujer:

—Por lo pronto, se te ve bastante ridículo..., tus ropas están empapadas. Ése sería un buen comienzo.

—¿Que me quite la ropa?

—Eso.

El Pez se imaginó a sí mismo como una figura grotesca; no había pensado en quitarse la ropa antes de meterse al pantano. Fue hasta la orilla y se desnudó; rápidamente, volvió frente a la guardiana, quien parecía sonreír:

—Una parte ya está cumplida, pero eso no es todo.

—Mi ropa está por allá, toda mi ropa; deberás ser más explícita.

—Aún no estás desnudo por completo, falta tu palabra.

Sintió como si el agua helada le permitiera comprender a la perfección. Desnudar su palabra significaba quitarle la cáscara a ese mundo que había quedado atrás; o no tanto, puesto que una parte seguía pegada a él. Sin embargo, perder esa piel le quitaría el resto de control que todavía creía poseer. Muchas veces, desde su llegada, había reflexionado si no sería ése el país de la locura, aunque...

—¿Y bien? —Elena interrumpió sus pensamientos.

—Trataré.

—Tendrás que hacer mucho más que eso.

Desde el silencio interior que había irrumpido en su cuerpo, el Pez sintió brotar algo parecido a palabras:

Crecí muy tarde, resbalé al azar sobre una superficie pulida por los errores. Hoy encuentro que el precio es muy alto. He sido valeroso y cobarde, amé pocas cosas y personas, guardé ciertas cartas ante la imposiblidad de jugarlas contra mi propia carne. El manto de nubes que nos cubre me hace sentir heroico y pequeño, pasando como una flecha de un extremo al otro. Recuerdo bien lo que amé, algo de ello amo aún y quizá con mayor intensidad. Llevé una vida sin horizonte pero puedo cambiar. Fui niño a los veinte y estoy atrapado en la adolescencia; jamás soñé con ser un hombre. Mis puertas claman por ser abiertas y para eso es que estoy aquí. Ha sido muy largo el tiempo de la espera, quiero recuperar la magia; la libertad que necesito está frente a mí, es el horizonte que derriba miedos y funda sus bastiones. Para que las puertas se abran, deben primero ser inventadas.

No eran palabras, sin duda, eran algo más. Quizá no se tratara de derrumbar la palabra sino de ir hacia el lado opuesto, hacia los campos de la suma, hacia donde el universo no solamente se expandía, sino que estallaba en múltiples planos y posibilidades. El cielo se había cubierto de nubarrones, algunos pájaros interrumpían la quietud del pantano. Elena lo miraba, conocía el peso que cada palabra dejaba al ausentarse, pero, más importante aún, el valor de su conjunto; y dijo:

—Ha sido un esfuerzo notable, aunque aún no estés desnudo por completo. Por otra parte, un guerrero no debe dejar caer su último escudo: un silencio debe quedar tatuado en su espíritu; de otro modo, la soledad sería perfecta.

El Pez comprendió que Elena le estaba curando las marcas de las corazas que terminaba de quitarse, y no la interrumpió.

—Mi compañero, Droron, partió hace mucho y me dejó las historias de su paso hasta Miramar; él es un viajero no de rutas sino de cuerpos, muere y renace, olvida y aprende. En retribución por tu esfuerzo, te contaré cómo fue una de sus muertes:

La tarima era un monumento de madera mal armado, un cadalso inestable, una fantasía grotesca.

El verdugo, cruel manchón, magnífico ogro, misericordioso hachero, miraba a través de su pellejo sin parpadeos que imitaran la ebriedad de los relojes.

Cuando llegó arriba, víctima responsable, gelatina insostenible, evadido insistente, el hombre del hacha lo encaró y le dijo: «¿Qué forma es ésta de presentarte ante mí? ¿Dónde está tu respeto?»

Trató de mirarse, pero no pudo, su propio ser se le escapaba. Fue entonces cuando esa voz, algún ayer que misteriosamente apuraba el paso, se apoderó de sus mandíbulas: «No veo qué te molesta; mis ropas están limpias, también mi piel; es probable que lo único sucio sean mis historias, pero están muy adentro, ni siquiera se ven.»

En el preciso momento en que Elena concluía el relato, la lluvia comenzó a caer como si el cielo la hubiese abandonado. La guardiana cerró los ojos y dejó que las gotas la recorrieran como si los próximos siglos ya no tuvieran importancia. El Pez sintió deseos de besarla, pero el frío que mordía sus piernas se le volvió insoportable. Le dio la espalda, y salió del pantano.

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónJunio 2000
Colección RSSNarrativas globales
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