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Miramar

La gesta del Pez

Hansel

Daniel Rubén Mourelle
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El Pez habría deseado más omnipotencia en sus reflexiones; como antes de llegar a Miramar. La batalla final se acercaba, la tragedia de todo desenlace: los soldados entrarían a la lucha en perfecto orden, una armonía condenada a quebrarse: el romanticismo de cualquier guerra se desmoronaba ante la irrupción de la sangre. El enemigo verdadero atacaba desde los flancos, pero ¿cómo frenarlo antes de que lo devorara todo?

—Todo menos el sueño.

No se sorprendió; hacía varias horas que estaba tendido, sobre las hojas secas, tratando de dormir; a su lado, latía un puñado de brasas moribundas. Sabía que alguien había estado aproximándose, pero no tuvo miedo. A primera vista, el recién llegado le pareció un niño.

—Aquí no hay horario de visitas —extraño humor en boca del Pez, producto quizá de esa angustia que no lo había dejado dormir—. ¿Pero quién me hace el honor a estas alturas?

—Soy Hansel.

—Y supongo que sabrás quién soy yo.

—El Pez.

—¿Seguro?

—Cuando algo se sabe, otro algo se esconde en su sombra.

El resplandor de la hoguera alcanzó para mostrar que sus orejas terminaban en punta, «como es lógico», pensó el Pez; pero no pudo anticipar a las dos hadas diminutas que estarían sentadas en ellas.

—Vos no sos un art.

—¡Por supuesto que sí!

—Te parecés más a un duende.

—¡No! —se enojó—. ¡No lo soy!... Pero me gusta esta apariencia.

El Pez estaba cansado:

—¿Qué te parece si dormimos un poco y la seguimos después?

—De ningún modo. Tenemos que ir hasta el pantano.

—Yo ya estuve ahí.

—Lo viste desde afuera. No entraste, ¿o sí?

—Eso depende.

—No entraste —y acentuó esta última palabra—. Sólo cuando el pantano lo permite, uno puede hundir los pies en esas aguas. Tu oportunidad será esta noche.

—En fin... —el Pez se puso de pie—. Si así debe ser, así será.

Ninguno se molestó en apagar las brasas. Era una noche cerrada y la niebla estaba allí arriba como el primer día; el Pez lo sabía, no necesitó verla. Algo de claridad llegaba desde más adelante; el Pez recordó al Rostro-de-la-Noche, pero supo de inmediato que no era ella. Quizá se tratara de un presagio y ésa fuera la noche indicada para estar allí; quizá todavía estuviera en el camino hacia la Casa.

—¿Estará allí la mensajera? —preguntó el Pez.

—¿Cuál de todas?

—Norah, por supuesto.

—Hace años que no sabemos de ella.

—Yo estuve con Norah hace muy poco.

Hansel se detuvo; recién entonces, el Pez notó que no había estado caminando, sino que flotaba. El inusual art lo miró con el rostro contraído, las hadas estaban en puntas de pie:

—¿Has estado con Norah?

—La seguí hasta las ruinas; fue antes del anochecer.

—¿Estaba bien?

—Se podría decir que sí. Acabó con varios iunicqs y levantó un muro transtemporal alrededor de todas las ruinas.

—¿Cuáles ruinas?

—Las que están hacia allá.

—En esa dirección, lo único que hay es el claro del Singlar, pero sería imposible levantar un muro de semejante tamaño. A menos que... —Hansel se interrumpió.

—A menos que ¿qué?

—¿Todo era normal?

—¡Ja! —el Pez dejó de mirarlo y se apoyó contra un árbol—. ¡Normal! Nada es normal por acá. Vas a tener que ser un poco más preciso.

—¿No estaba rígida, como si no perteneciera a esta tierra?

—Noté la presencia de la Extraña —lo miró—; si es que te referís a eso.

—¡El Anciano nos ilumine! —Hansel retomó el camino—. Estamos más cerca de lo pensado; el Singlar será decisivo. Ahora es posible romper el ciclo y eso nos daría una ventaja.

El Pez lo siguió. Hansel hablaba consigo mismo, había olvidado a su acompañante:

—Espero que Norah sea capaz de controlar esa fuerza; de ese modo, el bosque no se derrumbará. Claro que la posesión de la Extraña podría diluirla... ¿Vos qué opinás?

El Pez lo observó casi sonriendo:

—No se trata de lo que me parezca a mí —el don hablaba—; el enfrentamiento final traerá la palabra decisiva.

—¡La palabra, la palabra! ¡Siempre la palabra! —sonó como una queja—. Ése es precisamente nuestro problema: hay que traer de nuevo la magia para acabar con la palabra. ¡Que la batalla final traiga efectivamente la última palabra!

Habían abandonado el sendero y caminaban por entre los árboles. Hansel canturreaba entre dientes; mucho después, el Pez se enteraría de que ésa era la última estrofa de la canción guerrera de los arts.*

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónJunio 2000
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