El Pez sabía que su situación entre los arts distaba de estar resuelta, pero por primera vez en muchos días, pudo descansar. La muerte lo acompañaba a cada segundo; en Miramar, esto parecía moneda corriente; estaba aprendiendo a mezclar sus sentidos, a estar alerta pero tranquilo, a dominar el arte del salto. Su torpeza estaba quedando atrás. El amanecer prometía brillar de otro modo.
Buscaba el pantano, pero no encontraba ninguna referencia que le indicara su cercanía; decidió caminar al azar, igual que al principio, después de todo, siempre terminaba con algo más en su haber. ¿Por qué empecinarse con una sola meta? ¿Por qué no confiar en ese don que tanto ansiaba poseer?
Los árboles se movieron; apuró el paso pero al mismo tiempo lo volvió más silencioso. Era un iunicq, estaba unos metros más adelante. ¿Buscaría también el pantano? Seguía un rastro; las huellas eran recientes: las ramas quebradas de los arbustos no estaban secas. El iunicq llevaba las esmeraldas y una red atada a la cintura; caminaba con precaución y, cada tanto, echaba una mirada en derredor. El Pez estaba bien oculto y no fue descubierto.
Las huellas eran de mujer. Pensó en Norah; nuevamente, se convertía en su guardián. No podía permitir que ese iunicq se le escapase, ya no se trataba de mera curiosidad, la vida de la mensajera podría estar en peligro.
El iunicq detuvo su marcha; el Pez se le adelantó y encontró a Norah: danzaba, muy concentrada, frente a una piedra, con forma de cubo, apoyada sobre uno de sus vértices.
Lo que ocurrió después tardó el tiempo que le toma al párpado humedecer el ojo: el iunicq desató la red y la arrojó sobre Norah; la bailarina giró, sin perder su armonía, y la esquivó. El iunicq se elevó en el aire; su grito terminó casi antes de comenzar; el rayo que salió del medallón lo desintegró sin dejar trazas de su presencia. El Pez había hecho el ademán de alcanzar su cincel-drag, pero ni siquiera llegó a tocarlo; se irguió y se apartó de los arbustos que lo ocultaban; Norah se acercó a él con una mano en alto. El Pez creyó que correría la misma suerte que el iunicq; la mensajera siguió mirándolo, era como si hubiese descubierto un misterio. El Pez apartó la mano del cincel.
La mirada de Norah era oscura, no parecía la misma; se erguía impenetrable, sin brillo. El Pez balbuceó:
—¿Norah?
—Sí y no —se mantuvo inmóvil, sin dejar de mirarlo, no parpadeaba.
—Soy el Pez.
Ella movió ligeramente la cabeza y se acercó otro paso. El Pez continuó:
—La manera como te libraste del iunicq fue... —titubeó—. Fue un tanto espectacular...
—Puede ser —contestó sin énfasis.
Había una barrera en torno de la mensajera; el Pez estaba intimidado. Sabía que era ella, pero el don lo alertaba de una nueva presencia. Trató de ubicarla, pero no quiso aceptar lo que se le ocurrió: ocupaba el mismo espacio que Norah. Era Norah..., también.
—¿Qué querés decir con que sos Norah y no sos?
—Soy y no soy Norah; no espero que lo entiendas, ni me preocupa.
—Podría tratar de entender.
—Tratar es un anuncio de fracaso.
—No siempre.
—No con todos; querrás decir —había alzado una ceja.
El diálogo estaba destinado a morir si seguía de ese modo; Norah era tajante, dura, hablaba sin pasión. ¿Por qué persistía entonces ese deseo de protegerla? Había demostrado que podía cuidarse sola; ¿qué era lo que fluía desde su pecho hasta la frente del Pez?
—Supongo que estoy un tanto perdido... Y que se me nota.
—Ustedes, los humanos, nunca aprenderán. Lo que nos pierde es siempre el tiempo, ya que perderlo a él es tarea de quienes se han iluminado en las tinieblas. Sin embargo, para ustedes, ni siquiera es una meta, es una costumbre más.
—No pensé que las mensajeras tuvieran ese conocimiento; parece como si recitaras un libro de memoria.
—Frente a un libro, un iluminado reacciona agresivamente y tiene una de dos razones: la envidia o el tiempo perdido. Lo impredecible es la forma como reaccionarían los imbéciles.
El Pez dejaba que el don buscara un hueco por el cual atravesar la muralla que los separaba, pero las palabras de la mensajera lo atraían y perdía su concentración: estaba siendo seducido.
—¿Quiénes son tu madre y tu padre? —preguntó el Pez, en un intento por zafarse, poniéndola a prueba.
—Sólo es posible hablar de aquello a lo que no pertenecemos.
—Vos pertenecés al bosque y juntos son extraordinarios; yo conozco tu preocupación ante la extinción de la magia.
Norah acusó un impacto, pero lo cubrió rápidamente:
—Lo extraordinario no es más que un cambio en la forma de ver, como descubrir una mancha en un vidrio manchado.
La arboleda se agitó para quedar después en total silencio; unas voces apagadas se diluyeron entre la vegetación. El Pez adoptó la postura alerta de un bravo, dejó que el don lo inundara por completo. Norah, en cambio, no dio indicios de estar perturbada:
—No hay por qué precipitarse.
—¡Un grupo de iunicqs está a punto de atacarnos!
—He alzado un muro transtemporal que rodea por completo estas ruinas, es invisible.
—¿Es posible alzar uno tan grande? Debe insumir mucha energía —el Pez no abandonaba su postura. Sabía que lo del muro era cierto; pero el don le advertía acerca de ponerse bajo la protección de la mensajera.
Los iunicqs atacaron; todo sucedió con la misma velocidad que hacía unos momentos. Al darse contra el muro, los agresores desaparecieron entre destellos; ni siquiera alcanzó a contar cuántos eran.
—¿A qué parte del escudo han ido a parar? —fue la pregunta del Pez.
—Están en la constelación del Centauro, en Alfa.
—¿Hay planetas ahí?
—¿Para qué? Están dentro de ese sol.
El Pez se calló. Era Norah pero no era, y su poder la mostraba letal.
—¿Nos rodea aún el muro?
—Sí —la respuesta pareció un poco más amable.
—¡Con toda la energía que has gastado y aún está en pie!
—¿Esto? —Norah se acercó un nuevo paso—. Esto ha sido apenas un ejercicio; pero pronto vendrá la hora de la batalla. Vayamos hacia su campamento y limpiemos esta parte del bosque; necesitamos un lugar de reunión donde no nos molesten.
—¿Ya mismo? —el Pez no ocultó su intranquilidad.
—No se puede andar por aquí sin desafiar a quienes son nuestros enemigos; si dejamos cabos sueltos, corremos el riesgo de fallar.
—Pero se trata de los hombres...
—Los «hombres», como los llamás, no son más que una ideología.
—También ustedes. ¡Y yo! —el Pez estaba perdiendo el control.
—Sí. Pero los «hombres» —y acentuaba irónicamente esta palabra— son una ideología resentida.
El Pez acusó el impacto, Norah le había dado jaque; hasta el momento, sus reflexiones sobre las ideologías no habían estado separadas del territorio ocupado por su propia vida. Una cosa era pensar y otra muy diferente era creer; Norah no estaba comprometida con el mundo de los hombres y ellos eran el enemigo, ni más ni menos. Él era el Pez, pero también un hombre; ¿moriría su parte humana si los arts conseguían el triunfo? ¿No sería, esa muerte, su muerte completa? ¿No estaría su parte humana utilizando el don para sabotear la supervivencia de la magia?
Como si leyese sus pensamientos, la mensajera sentenció:
—El éxito no es más que un mal escudo para la derrota; ella se esconde y gime, nos apura. La desnudez... —se interrumpió como si una idea nueva le hubiese pegado por sorpresa—. Desnudarnos en la muerte podría acercarnos al origen.
—Nadie llega nunca a desnudarse por completo —replicó el Pez—; se hace el intento, pero un ramalazo de oscuridad nos detiene.
—No hay justificación que resista el peso de una eternidad. Cuando el tiempo se agote, no cuando se nos agote, será cuando Ella, la que nunca acude, devuelva una sonrisa.
«Este pasillo que me atraviesa», pensó el Pez, «podría ser el espacio requerido por el don para liberarse y florecer.» Una aguja le pinchaba el corazón; era apenas perceptible y, lejos de molestarle, lo confortaba. Norah inició la marcha y él la siguió; no habían hecho ni veinte pasos cuando el Pez le preguntó:
—¿Vamos hacia el campamento de los iunicqs?
—He cambiado de idea. Iremos a la Casa.
—¿Está dentro del escudo?
—Puede estar en cualquier parte, importa que el andar sea el adecuado. Podríamos caminar hasta el fin de nuestros días sin encontrarla; pero si lo hacemos con rigor, el rumbo no es lo más importante.
—¡Cuidado! —gritó el Pez, señalando hacia adelante—. ¡El muro!
—No te preocupes, ya no está.
Se sintió torpe y estúpido; ella no habría caído en su propia trampa.
«Quien descubre la trampa cae en la trampa.»
La voz de Yeie-Sbi fue un susurro en su interior. «Debe de ser una advertencia», pensó.
Caminaban en silencio. El Pez, absorto como estaba en sus reflexiones, no se dio cuenta de que la mensajera se iba quedando unos pasos más atrás. «Norah debería retomar el control de sus actos; está corriendo el riesgo de perder su cuerpo.» Decidido a enfrentarla, se dio vuelta, pero ya no estaba; no había el más mínimo rastro, era como si nunca hubiese estado allí.
Comenzaba a caer la noche y estaba solo en medio del bosque; no fue como las otras veces, no se trataba de la simple soledad producida por la falta de compañía, se sentía solo en lo profundo de su alma. De haber estado en medio de un desierto, no habría existido diferencia. Siguió caminando; pasó una hora y luego otra; mantenía la vista clavada en lo que tenía enfrente, miraba la periferia como desde dentro de un catalejo. Esperaba; no sabía qué, pero esperaba. Y sucedió.
Fue un soplo en su oído izquierdo; tardó en darse cuenta de que era una voz, y tardó un poco más en identificar las palabras:
—Nadie podrá hacerte daño, ni el más mínimo, jamás, pues sólo yo puedo herirte.
Era Norah, pero había dejado de ser una simple mensajera; era la desconocida, la invasora, la intrusa; era Ella —la que nunca acude—. Había desaparecido, pero lo rondaba; el don bajaba a las profundidades; tallaba abismos para alzarse; lo hacía tan rápido que simulaba estar arriba y abajo simultáneamente. Se sintió amado y odiado, tironeado hacia un lado y otro de los tiempos; necesitó un esfuerzo para mantenerse entero.
«Sólo yo puedo herirte.» Retumbaba en los límites de su memoria.
No tenía dudas, era ella, también: la lejana, la Extraña.
Copyright © | Daniel Rubén Mourelle, 1999 |
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Por el mismo autor ![]() | |
Fecha de publicación | Mayo 2000 |
Colección ![]() | Narrativas globales |
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