Mientras desandaba el camino, el Pez quiso acomodar la poca memoria que había recuperado. Intuía que su lógica, humana y racional hasta donde podía profundizarla, no era la única posible: la magia de Miramar la entrelazada con lo que dio en llamar «fluir poético» —aunque no se ajustara a la poesía que los libros siempre le habían mostrado—. Era arriesgado imaginarse preso de un poema, porque se le hizo evidente que, para los arts, cuando la subjetividad cobraba fuerza, debía cuestionarse a sí misma inmediatamente.
Le molestaba no poder recordar los acontecimientos recientes en la forma de un relato; encontraba partes en blanco de las que emanaba un perfume inefable. Esto explicaba por qué los arts elegían un sistema múltiple para comunicarse, la palabra jamás podría bastarles. Aún así, estaban débiles. ¿Por qué debían ser los humanos, precisamente, los culpables de tal situación? Se esforzaba pero no podía avanzar más allá de esas páginas en blanco. El bosque cambió: el azul viró, súbitamente, al rojo y retornó. «Distracción», pensó. «Algo pasa aquí con la distracción; es como si el mismo bosque me lo estuviera avisando. Lo que no logro precisar debe de estar dentro de mi distracción.»
Este pensamiento lo encontró ya frente al cofre-de-la-forma y, al mismo tiempo, se dio cuenta de que la sensación de no pesar casi nada, esa levedad, ya no lo perturbaba; estaba seguro de poder aprovecharla a su favor.
Recordó lo que le refiriera Emilio, sobre el Pez, y cómo eran varios, pero también el mismo, de acuerdo a la clase de tiempo predominante. Se le ocurrió que quizás algo similar pasara con los cofres: que se tratara siempre del mismo, aunque se manifestara en formas y lugares diferentes.
Desprendió el cincel de su cinturón y la punta se puso al rojo, un haz de luz pegó contra el cofre; los colores volvieron a cambiar, la realidad entera dio un salto. Una hoguera inmensa se alzaba en el bosque, era algún tipo de celebración, los arts bailaban, reían y bebían sin parar. Uno de ellos se colocó un sombrero verde, adornado con una cinta negra que le colgaba por detrás de la cabeza, y comenzó a cantar mientras daba brincos arrítmicos. La canción no era algo estrictamente musical, pero le gustó; el art parecía un bufón de alguna corte medieval; la letra decía más o menos así:
Desde hoy verán que soy bueno, pues también seré malo; no me gusta que entiendan lo que digo pues quien me entiende me adopta y yo jamás lo haría. Soy vengativo aunque me olvide y además amo casi todas las cosas pues son muy pocas. Tengo, en la piel, una llamada, pero será difícil que acuda ante el anuncio de mi nombre, ni siquiera sin mí. Tengo un claro paisaje del futuro pues soy del pasado y hay montañas que he perdido. Escúchenme con atención o, de otro modo, pensarán que me comprenden; sabrán que digo la verdad al igual que todo lo que hay es una mentira. No es mi intención gustarles, si así fuera, no hablaría; tampoco espero causarles disgusto, el orgullo es un alto precio, no espero que oigan instrucciones. La sorpresa será mi término medio. Pero, si mis decires los incomodan, aun cuando hablen de nadas, será que estoy equivocándome y deberé volver al principio.
Una explosión de gritos y aplausos alimentó la hoguera cuando el bufón terminó. Un segundo después, el cincel dejó de brillar y todos se esfumaron. «¿Podrá cada mensaje adecuarse a su oficiante?», pensó, «cualquiera hubiese dicho que ese bufón se dirigía a mí.» Lo inesperado lo asaltaba sin guardar ninguna regularidad. El temor y la inseguridad eran una constante; el bufón se había limitado a describir eso que los arts hacían con él.
El follaje se movió; alguien se aproximaba por el sendero; no hacía ruido, pero el Pez sintió como si una alarma se encendiera dentro de su cabeza, y se ocultó. Era Norah, llegó a la carrera y se detuvo. El Pez aún sostenía el cincel, no podía devolverlo a su lugar sin delatarse. Norah no parecía buscarlo; en cambio, se recostó sobre el cofre y concentró la mirada en el vacío; los azules del bosque le bañaban la túnica, tenía una rosa bordada sobre el pecho. «La rosa roja», pensó el Pez, «yo la elegí para mi escudo, entonces soy uno de sus guerreros; yo soy ahora su bravo.» La memoria del niño crecía en él, le correspondía por derecho propio; premio y conquista definían sus territorios, el precio nunca había estado tan claro como ahora.
Norah regresó a la espesura por el lado derecho del cofre, había allí un paso entre los árboles. El Pez la siguió, silencioso y en guardia, como todo un bravo.
La persecución continuó hasta una altísima pared, cortada en la piedra, de superficie lisa, imposible de escalar. Sobre uno de los lados, había un hexágono pintado de negro, el Pez no podía dejar de mirarlo.
—¡Aquí estoy! —gritó Norah—. Necesito tu fuerza; sé que aún no has cerrado el ciclo para transformarte en Dzana. Nosotras, las mensajeras, estamos débiles, pero aún así, me ofrezco para aumentar tu poder; podría ser el único camino que te quede antes de que el Cronos nos devore.
—Sabés muy bien que no aceptaré condiciones y que el manto de la Extraña podría violentarse —la voz provenía del hexágono, era un susurro pero sonaba temible: al Pez, le resultó familiar.
—Sé perfectamente lo que pasará; soy Norah, hija de Elena y Droron, el medallón de fuego lo prueba.
—No puedo verte, pero hablás como tu madre; fue una maga poderosa, aunque ni vos ni ella tengan hoy un décimo de aquel poder.
—De otro modo no estaría aquí.
—Es verdad. Sea pues, bajo tu riesgo; adelantaremos el soplo de Dzana y que la Extraña sea contenida. Es mi deseo pero no mi orden.
El hexágono se iluminó; Norah se elevó siguiendo la superficie de la pared de piedra; un rayo se desprendió de lo negro y pegó en el medallón: la mensajera desapareció.
—Está en lo alto del desfiladero —fue un murmullo, al oído del Pez. No se detuvo a pensar, recordó su reciente habilidad, corrió y saltó. Su vuelo fue perfecto; en lo alto, Norah miraba hacia el bosque: aquí y allá, algunos sectores se iluminaban y apagaban como volcanes silenciosos.
—Norah —la llamó—; soy el Pez.
Ella le sonrió, y le hizo sentir la misma familiaridad que ante la voz del hexágono, pero la mensajera se veía diferente —aunque el miedo a perderla le impidiese aceptarlo.
Norah no le quitaba los ojos de encima y él no podía sustraerse a su mirada. La túnica ya no era completamente azul; el silencio y la inmovilidad volvieron a presentarse rítmicamente.
«Está atravesando el escudo», pensó, «la voy a perder.»
El miedo se le transformó en terror; Norah se desvanecía por esa puerta, y perderla lo desgarraba; algo más se alejaba con ella, no quería rendirse: anclado en su mirada, decidió arriesgarse. Sincronizó los latidos de su corazón con los intervalos de silencio e inmovilidad, y saltó.
Copyright © | Daniel Rubén Mourelle, 1999 |
---|---|
Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Abril 2000 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n066-15 |
Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:
Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)
Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).
Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.
Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías
Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.
Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.
Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.