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Miramar

La gesta del Pez

En los ojos, en el umbral

Daniel Rubén Mourelle
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El pantano escapaba a toda lógica racional; comenzando por la imposibilidad física de que un lugar semejante estuviera en medio de un bosque como el de Miramar, habituado a climas templados y fríos la mayor parte del año. Sin embargo, allí estaba. Tenía límites definidos con perfección, el vapor que se levantaba de sus aguas apenas los traspasaba.

El Pez sabía que lo estaban observando, era un nuevo tipo de soledad, una soledad en compañía del misterio. Estaba cansado pero no quiso recostarse sobre el suelo húmedo. Se trepó a un árbol algo inclinado y de ramas bajas, se afirmó en una que le pareció segura y apoyó la espalda contra el tronco.

Se había descubierto como una herramienta de los arts y estaba molesto; les había tomado cariño y eso aumentaba su enojo. El calor del mediodía acentuaba el efecto de los vapores, su malestar había crecido hasta tal punto que el deseo de irse y no volver comenzó a dominarlo; la suerte de los arts le importaba cada vez menos. Se disponía a bajar cuando vio a la mensajera.

«Es Norah», pensó y contuvo la respiración unos instantes, el estómago se le contrajo. La memoria le devolvía escenas de su niñez junto a Yeie-Sbi; lo quería con las entrañas, no podía ser que sólo buscara su propio beneficio, ambos habían disfrutado compartiendo juegos y canciones.

Ezequiel había intentado encaminarlo desde la realidad hacia la realeza; ¿cómo encajaba eso con el egoísmo? Recordó, también, sus encuentros con Norah, muchos más que los dos recientes. El ritual había cumplido toda la primera etapa, tanto en la vigilia como en el sueño, en la mirada hacia los albores de un nuevo territorio; en los ojos y en el umbral, su cuerpo cobraba una forma diferente.

La fiebre brotaba por su piel; interés egoísta o no, estaba comprometido hasta la médula, no podía escapar, no podía no querer; esto era igual que un nacimiento: nadie podía dejar de ser el Pez.

¿Cuánto hacía que estaba en ese estado? Se dio cuenta de que había entrado al Kairós y que ahora estaba otra vez afuera, habían pasado semanas en apenas unos minutos. Norah había entrado al pantano y caminaba hacia su madre. Recordó una historia, la leyenda de Cecilia, la guardiana del medallón de fuego, quien había tenido que abandonar el bosque para impedir el fin de las mensajeras. Por eso Elena había entregado el medallón a su hija, para que lo custodiara en ausencia de Cecilia; y Norah estaba allí, dentro del pantano, frente a su madre:

—Pronto vendrá la noche del Singlar, todo está preparado para prender la hoguera. Madre, estamos en el Verano del Pez y él ya está aquí pero es débil. Presiento que no podrá cumplir con su tarea, el medallón no brilla y el calor de las mensajeras me abandona. Quizá deba partir como lo hizo Cecilia y olvidar lo que he sido; no tengo una bolsa de almendras para ofrecer a mi bravo. El Rostro-de-la-Noche me lo advirtió hace dos días; si abandono este lugar, quizá el medallón vuelva a encenderse. ¿Es ésta mi despedida, madre?

El corazón del Pez latía con desesperación, habría querido gritarle pero la tensión se lo impedía; las palabras de Norah le partían el alma, sin embargo no encontraba el camino para su ruego. El Kairós pugnaba por entrar, su energía lo oprimía contra la madera del árbol; sabía que lo irremediable estallaría.

La bruma fue despejándose, Elena abrió los ojos:

—Sólo la Extraña puede darte el calor que necesitas, deberás llevarle una ofrenda. Pero, cuando todo parezca perdido, no olvides estas palabras: «Las arenas construyen sus castillos y dejan que el agua los barra; saben que siempre habrá quien quiera darles nuevas cadencias; incluso las mismas aguas.»

Un haz de luz surgió del pecho de Elena y pegó de lleno en Norah; el medallón volvió a brillar. El Pez se dejó llevar por la alegría, creyendo que su poder estaba de regreso. También Norah se había iluminado... Pero la luz se fue esfumando y lo mismo ocurrió con el brillo del medallón; la bruma caía pesadamente y los ojos de Elena estaban otra vez cerrados.

Con el rostro endurecido y paso resuelto, Norah se alejó del pantano por el otro extremo. Todo se aceleraba, el Pez no sabía si podría resistir tanta presión; Kairós y Cronos superponían sus valores en la forma de una embestida:

Perdemos lo que ya alguna otra vez perdimos, volvemos a confundir el tiempo y sentimos un nuevo golpe en el molde sin poder aún ver el martillo.

Y, de improviso, lo incompleto se dobló sobre sí mismo, como un piso de mosaicos sueltos:

El martillo es un badajo sin concluir, sin la mirada exacta.

Otra vez el déjà vu oscilaba entre el presente y alguna otra historia imprecisa. Estaba afiebrado pero tuvo la fuerza suficiente para bajar del árbol e internarse detrás de Norah. Un sendero fue cobrando forma, bordeado de árboles rojos; la bruma había quedado atrás, algunos rayos de sol se filtraban entre las ramas.

Oyó voces, alguien se acercaba a su encuentro; era un grupo de turistas que, luego del día de playa, habían decidido pasear por el bosque. Pasaron por su lado sin prestarle atención, pero el Pez no les sacaba los ojos de encima, estaban envueltos en una cierta intermitencia, aparecían y desaparecían como si fluctuaran en el aire; se esfumaban cuando algún rayo de sol les pegaba y volvían a definirse en la sombra. Así comprendió cómo podía precisar los espacios dominados por el Kairós, eran ésos en los cuales las personas se esfumaban, las islas que delimitaba el sol; esos turistas sólo existían en el Cronos.

Continuó caminado sin encontrar a Norah; el día era desplazado por la noche, todo era contraluz, algo de niebla se deslizaba entre las copas de los árboles; el sendero se unía con otro y continuaba. Estaba decidiendo si seguir o volver por el otro camino, cuando una flecha se clavó a sus pies; un temblor se derramó sobre el mundo, ese mundo de límites imprecisos y mutantes.

—¡No se mueva! —un hombre joven le apuntaba; el filo de otra flecha lo amenazaba impaciente—. ¡No se mueva o es lo último que hará!

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónMarzo 2000
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