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Miramar

La gesta del Pez

Conversaciones

Daniel Rubén Mourelle
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La niebla seguía cubriendo el bosque y los árboles insistían en impedir su entrada. Habían caminado cambiando senderos, conversaban como viejos amigos. Cada pregunta abría un mar de respuestas y otro mar de preguntas caía sobre ellos; nada parecía intrascendente, ni lo más trivial; caminaban como algo más que viejos amigos.

—Así que me conocés más que yo mismo.

—Te voy conociendo —replicó Ezequiel sin abandonar el tono sereno—, pero sé más de vos que vos mismo.

—¿Por ejemplo?

Ezequiel señaló hacia la izquierda y adelante:

—Ahí.

Un muchacho los miraba.

—¡Pero si soy yo! ¡Es igual a mí! ¡No puede ser! ¡Soy yo!

—¿Y quién sos? —la pregunta no había sido para el Pez, sino para la nueva aparición; y el joven contestó:

—Aquí nací; he visto laberintos que llenaron de trampas mis pasos, he conseguido alzarme sobre los muros algunas veces. Es cierto, hay lugares mejores; pero ¿qué habría sido de mis sueños sin estos retos? ¿Dónde habría dado tanto valor a esta vida de no haber sido por el riesgo de perderla? ¿Acaso en otro sitio habrían gritado distinto mis entrañas? ¿No habría sido otro, en otro sitio, tanto que ni siquiera hablarías hoy conmigo?

Ezequiel se dirigió al Pez:

—Ha sido una buena respuesta, muy buena. ¿Te parece que pregunte algo más?

El Pez no podía hablar, otra vez, su garganta parecía una piedra, tenía los ojos llenos de lágrimas. Un llanto ahogado fue ablandando su palabra:

—He fallado a bastantes pactos; es hora de que retome el rumbo.

—Ya lo estás haciendo; todos pagaremos el precio.

—¿Falta más todavía?

—Nos queda poco en esta tierra y, a menos que hagamos algo al respecto, pronto nada nos quedará.

—¿Nosotros?

—Somos los arts. En un tiempo no tuvimos necesidad de nombrarnos, pero cuando conocimos a los primeros humanos, comprendimos que necesitaríamos un nombre.

—¿Y por qué «arts»?

—Así nos bautizó Arturo, el viejo rey, cuando nos presentamos ante él y comprendió que no teníamos nombre; nos pareció bien, era un título dado por un rey, fue una clave y, como tal, aprendimos a valorarla desde entonces. La «realidad», como la llaman ustedes, viene de lo real, de los reyes; nosotros preferimos llamarla «realeza», nos parece más apropiado.

—Eso es solamente cambiar una palabra por otra.

—Los humanos tienen esa costumbre; nosotros no nos manejamos sólo con esa clase de palabra, tarde o temprano lo vivirás en carne propia. Yo me veo en la necesidad de utilizar este tipo de palabras para comunicarme con vos, para facilitarte las cosas, pero así y todo tu realidad no es mi realeza, ni una es recipiente de la otra. Pero sí te diré que tu realidad ha desplazado a los reyes, mientras que mi realeza proviene de los dioses.

—¿Cuáles dioses?

—No puedo decírtelo; un ser los encuentra o no, por debajo o por encima, también, a veces, dentro de sí.

La niebla ofrecía al sol algunos huecos y éste los aprovechaba para tocar ciertos sectores del pasto o de los senderos; Ezequiel cambiaba de rumbo tratando de seguirlo. El Pez observó esto y aceptó el inofensivo ritual sin comentarlo.

—¿Ustedes viven aquí?

—¡Bien! Parece que ya comenzás a saber dónde es aquí... O quizá no, pero te diré que no estabas muy errado, hay muchos «aquí». Venimos en el verano, en enero, para la fiesta del Singlar. Pero éste es un enero muy especial, estamos en el Verano del Pez.

—¿En mi honor?

—Es en honor del Pez.

—¿No era que yo soy el Pez?

—Con decirlo no alcanza; es una de esas cuestiones donde con la palabra sola no es suficiente.

Dicho esto, Ezequiel comenzó a saltar sobre cuatro rocas que estaban distribuidas como los vértices de un cuadrado. Cada salto dibujaba un movimiento diferente; de pronto, saltó y hubo dos Ezequiel, cada uno en una roca distinta, para finalmente convertirse en cuatro; movían las manos como si se tratara de una danza ritual.

El Pez miraba como hipnotizado. Los cuatro Ezequiel se tomaron de las manos y formaron una ronda que oscureció todo el espacio que encerraba. De la negrura, surgieron dos seres brillantes; uno era la mujer de los mensajes, el otro parecía un guardián; era como si no estuvieran en el presente, como si la oscuridad los volviera inalcanzables. El Pez vivió esto como una certeza aun sin saber cuál era la explicación. El guardián dijo a la mujer:

—¿Sabés dónde está?

—Se me ha informado —contestó ella.

—¿Y lo que debe conjurarse?

—Si es el gladiador, sabrá las palabras y el gesto; el don se mostrará.

Recordó el encuentro fuera de la casa de Fernando, y fue tan real que el mismo viento comenzó a soplar. Ezequiel, ya vuelto a ser uno solo, asintió; era sin dudas el mismo viento. Allí estaba el Pez, fuera de la casa de Fernando, era la misma noche y ella lo miraba:

—La luna vio mi nacimiento y detuvo las mareas; para ser gladiador, antes hay que saber ser prisionero. Tendrán problemas para encontrarme —el Pez había hablado con voz firme, inusual.

—Creemos que no somos sombras...

El viento se detuvo; no recordaba haber dicho eso ni ninguna otra cosa, aquella noche, sólo la extraña había hablado, pero ahora las circunstancias eran otras:

—¡Basta! El don no podrá mostrarse siempre, mi tiempo no lo permite. La decisión debe tomarse, es todo o nada. Mi tiempo es una sentencia.

—Pez; hay una lucha y puedo verla, si el tiempo de los arts se acaba, también las mensajeras deberemos tomar ese camino o será el fin del Kairós.

—Entonces, gladiadores de la mañana. ¡Seremos gladiadores de la mañana!

—Esperaré tu llegada.

—Que este mismo viento nos acompañe.

La escena se evaporó inmediatamente. Ezequiel afirmó:

—Ése es el Pez... ¿Sos vos el Pez?

—Me gustaría; quiero serlo.

—Pero no estás convencido.

—Tengo miedo...

—Eso no es problema en tanto sepas a qué.

El sol del mediodía se alzaba como queriendo derretir el banco neblinoso; ellos no podían verlo, la niebla se había cerrado y, dentro del bosque, el contraluz era total. El Pez tenía hambre; Ezequiel lo guió hasta un claro donde los aguardaba una mesa como las que eran de esperarse en algún cuento de duendes. Había vino, frutas y carne de ave bien cocida; ambos se prepararon para comer y beber.

—¿Qué es el Singlar? —preguntó el Pez después de un buen rato.

—Es la fiesta anual en la que confluimos los arts, las mensajeras y los bravos para contar nuestras aventuras; nos reunimos aquí, en este bosque, no siempre estamos todos, eso depende del ciclo de tiempo de cada quien. Comemos, bebemos y damos rienda suelta a nuestra alegría, la cual no es poca ya que vemos amigos después de mucho de no hacerlo.

—Ya veo.

—Sí, pero recordá que lo estoy traduciendo a tus palabras y a tu tiempo; no es exactamente así como pasa —le guiñó un ojo— realmente.

—Ya comprendí que si los arts se mueven en el Kairós y yo en el Cronos, eso nos pone en tiempos distintos, pero ¿y en este momento?

—¡Pez! —exclamó Ezequiel con emoción.

—Lo que me parece es que ésta es una tierra intermedia, es posible que parezca loco, pero quizá es eso mismo lo que he venido a buscar, lo que he buscado desde niño. Durante el almuerzo, he recordado algunos momentos, como aquella vez, por ejemplo, cuando imaginé que mi bicicleta se convertía en un vehículo del tiempo, alguien dijo que podía seguir así para siempre, sin un rumbo definido, pero otra voz, más fuerte, me regresó a casa. O el día cuando fantaseé que el banco de la escuela volaba por la ventana y la tarde repleta de obligaciones se transformaba en un juego aún sin nombre. Pero «ellos» no entendieron y, al final, me di por vencido. El niño me acusa, ése que yo era y luego perdí; es hora de que vuelva a encontrarlo.

—¡Veo con claridad, ahora, que sí sos el Pez! Pero es como si una interferencia diera cuenta del don. Nos están cercando; han descubierto que sos el único que nos puede ayudar y se han ocupado en oscurecer tu memoria, confundiéndola. Aún así, el don es poderoso y no puede ser acallado totalmente.

—Por eso es que en un momento todo parece aclararse y al siguiente ya no sé qué es lo que digo.

—La cuestión es que no sabemos cómo lo hacen; por eso Mildin se enmascaró incluso ante nosotros, sus hermanos. ¿Qué arma será la que preparan para dar el golpe final?

—Si no la descubrimos, perderemos... ¿Qué es lo que perderemos?

—¡Otra vez! Ahí está de nuevo... La magia, perderemos la magia; y sin ella moriremos, o algo peor: nunca habremos existido; el Cronos devoraría al Kairós.

—¿Y si nuestro poder no fuese el suficiente?

—Entonces, seremos derrotados.

—¿Por quién?

—No tienen siempre el mismo rostro, son fantasmas que aparecen, transformándose. En un momento fue la Cruz; convirtió a los dioses en uno solo, fue entonces cuando debimos escapar de Europa y regresar aquí. Ahora, quien se acerca vencedora es la Ciencia, pero sigue teniendo esa mirada que, cuando da por cierta una cosa, envía a las demás a la muerte. Así es como volvemos a caer víctimas de la prepotencia, no nos quiere y nos anula.

—Lo que deberían hacer es correrse a un lado y dejar que pase; que crea lo que quiera.

—Ojalá fuese posible; pero nos busca para destruirnos, ya no hay dónde hacerse a un lado. Desde aquel primer instante en que nos fue advertido el peligro, supimos que habría una forma de sobrevivir. Como todo premio, exigiría cumplir con ciertas condiciones y, con ellas, a lo largo del camino, una serie de llaves nos avisarían si nuestro paso era el acertado. Mildin fue el primer art encargado de buscar al Pez, digo el «primero» según tu concepción del tiempo, ya que para nosotros la búsqueda no tiene primeros ni últimos. Hemos notado, sin embargo, que tu tiempo, el Cronos, se ha metido cada vez más en nosotros, al punto de que ya casi no podemos eludir el día, la noche y su orden de horas. Cuando Mildin encontró a Bruvald, creyó que la búsqueda había terminado, pero vio que la memoria de ese niño no era suficiente y supo que habría que recorrer varias de tus generaciones para que fuese lo suficientemente poderosa. El afecto entre Mildin y Bruvald fue creciendo hasta que llegó el momento en que tuvimos que partir, toda la buena gente del bosque estaba desapareciendo.

—Así fue que llegaron aquí.

—Sí, pero aquí ya había arts desde hacía mucho.

—¿Había?

—Éste fue nuestro lugar de origen. En cierta oportunidad, un grupo de aventureros, cautivados por las leyendas de las nuevas tierras, cruzó el mar. Ellos y sus descendientes fueron quienes retornaron huyendo. Pero el enemigo también llegó sin prisa y letal.

—¡Estás llamando enemigos a los hombres!

—Sí; los humanos son parte de la amenaza; víctimas y verdugos mezclados en la misma piel, se dejaron esclavizar y, ahora, están enceguecidos por convertir a cuanta criatura o tierra se ponga a su alcance.

—¡Pero yo soy humano!

—Y también sos el Pez, jamás te olvides de eso.

—Hasta ahora no me resulta de mucha ayuda, y tampoco a ustedes. Tal parece que esa memoria me ha abandonado.

—No, no lo ha hecho, eso no puede ser. Amigo mío, no lo ha hecho. Las enseñanzas de los hombres más esclavizados la han golpeado tanto que está presa dentro de tus entrañas. Deberás hacer el esfuerzo de darla a luz.

—¿Y después?

—Después, iremos en busca del Api-Nos, el brebaje más precioso del universo, una joya líquida pocas veces encontrada. Su sabor es delicioso, embriagador, produce el éxtasis máximo; pero también la muerte. Sólo sabemos de una persona que lo bebió y continuó vivo: DerTalbi, él conoce su secreto, tenemos que encontrarlo y pedirle que nos lo revele; sólo así, escaparemos al fin de la magia.

—¿Y cómo actúo yo en todo esto?

—Eso no es algo que pueda contestar, pero lo sabremos a medida que avancemos en este viaje.

—¿Hacia dónde?

—Hasta el otro lado del bosque.

—No tardaremos mucho, por lo que he visto, este bosque no es muy extenso.

—Así es en el Cronos, pero no en el Kairós; los árboles se extienden hacia adentro, como en una espiral interminable, el otro extremo es su centro, allí tendremos que llegar.

—Cuanto más me explicás, más insignificante me siento; sin embargo, mentiría si te dijera que la posibilidad de acompañarte no me atrae. Como si no fuera capaz de abandonar el «aquí» de nuestro primer encuentro.

—No busques explicación más allá, sino en tu interior; vos te manejás con la palabra, dejá entonces que la palabra surja espontáneamente, si es poderosa, su peso se impondrá; si no, se volará a la primera brisa.

—Muy bien, dejaré que la verdad surja.

—Esto no tiene que ver con la verdad, sí con el poder. Para los arts, no hay verdad, lo que tenemos por delante es una batalla, y vencerá quien tenga el poder. Hay un poder para cada victoria, y también para la derrota.

—Pero, en este caso, la derrota es la muerte.

—Si así debe ser, que sea pues.

—¿La muerte?

—¿Por qué no afrontarlo? Después de todo, se trata de una desconocida.

—Pero es el fin.

—¿Fin de qué?

—El fin de todo.

—Eso es así en el Cronos, pero ¿y en el Kairós?

—¿No decís que hay que luchar en su contra?

—Pero no por temor, Pez, es por el honor, no podemos irnos sin hacer algo de ruido.

Callaron y terminaron de comer. El Pez pensaba y Ezequiel estaba atento a los distintos gestos que asomaban en su rostro; cada tanto cruzaban una mirada, seria, grave, como los soldados antes de la batalla.

Finalmente, Ezequiel dijo:

—Mañana, nos encontraremos frente al cofre-de-la-forma; alguien más estará conmigo.

—¿Quién?

—Mañana lo sabrás; mañana.

Dicho esto, se levantó y se internó en la espesura. La niebla aún cubría las copas de los árboles; el Pez se levantó también y se alejó del lugar.

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónEnero 2000
Colección RSSNarrativas globales
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