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Miramar

La gesta del Pez

Anuncios y reflexiones

Daniel Rubén Mourelle
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El viajero y su amigo pasaron el día siguiente hablando sobre lo ocurrido, lo repetían como para convencerse de que había sucedido tal cual. El viajero volvió a contar sus experiencias anteriores, José no tuvo otro remedio que creer en su palabra: los relatos no eran más imposibles que lo que él mismo había presenciado. Después llegó el momento de despedirse hasta no sabían cuándo.

—Esto que nos ha pasado vino bien —comentó el viajero.

—Sí; y si descubrís algo más en Miramar, no te vayas a quedar sin contármelo.

—Por supuesto, sos la única persona que podría creerme.

—Y lo que me resulte inverosímil hará que me esfuerce aún más por comprender.

El viaje hasta Miramar duraba diez horas; tendría bastante tiempo para pensar. Quería aplacar su interior. Cada tanto, lo atacaba la idea de estar tratando de escapar de un mundo que no toleraba; llegó a pensar que esa necesidad de fuga era tan omnipotente que había llegado a sugestionar a José Luis con sus visiones. Entrecerró los ojos para que la luz no los hiriese. ¿Estaba calmado? ¿Y sus ideas? Por un lado, le mostraban una serie de acontecimientos en contradicción con las leyes cotidianas; y por el otro, le proponían una calma en la que su cuerpo se abandonaba.

Al promediar el viaje, decidió probar qué tipo de escritura le saldría en esas condiciones. Sólo pudo producir frases sueltas y desconectadas:

«Escucho una voz, me tiñe, me fundo con su danza. No importa la fuerza de sus latidos.»

«Estoy esperando detrás de este portal sanguinario e inmenso.»

«La mirada acaricia sueños postergados; la mirada es el sueño.»

«Las puertas de la fantasía se abren desde ambos lados. Eso no alcanza para cegar. No hay lucha sin descanso. Cada sombra pertenece un poco al sol.»

«Sin que puedas notarlo, me arrastro entre tus idas y venidas. Cuando hayas llegado te sorprenderá ver que yo ya estaba ahí, que nunca me había ido.»

«Un guerrero no escapa de la vida ni de la muerte: un guerrero no escapa.»

Algo muy suyo habitaba esas frases, ese tejido lo capturaba. «Es como una cacería.» Comprender un texto era capturarlo, así le habían enseñado y así lo ponía en práctica. Hasta el momento del darse cuenta... Pero no podía dar en el blanco. ¿No sería que el blanco era él mismo? ¿Tendría que dejarse capturar? Jamás lo haría. Sin embargo, eran sus propias palabras las que lo zarandeaban sin que pudiese evitarlo. Un sentido muy especial le estaba naciendo, un sentido que se movía transversalmente al resto: Un «transentido». Circulaba velozmente por su cuerpo y al mismo tiempo re-formaba la verdad.

De todo lo que transentía, sólo podía dominar una pequeña parte, no sin gran esfuerzo, y meterla a presión, de-formada, en su mente. Así, obtuvo un primer resultado: la fantasía no era una mentira; la realidad podía re-formarse y, en un rápido cambio de dimensiones, aparecer con otras leyes. Este estado duraba poco, el viejo paisaje actuaba como un imán y lo obligaba a «poner las cosas en su lugar».

Pero, ¿cuál era el lugar de las cosas? ¿Éste o aquél? ¿Cuál de los dos era el verdadero?

Su forma de entender la realidad estaba dominada por siglos de monoteísmo: lo que no era cierto debía ser, necesariamente, falso. Pero si las dimensiones coexistían, ¿no sería posible que la verdad se multiplicara y que sus diversas manifestaciones no precisaran de la mutua aniquilación? Esto sólo sería posible desde otro sitio, ya que cada uno luchaba contra el otro, y ambos lo forzaban a desechar la multiplicidad. Por ser una transensación, no podía definirse en el terreno sensorial ordinario, y no estaba muy seguro de que, en el otro, se aceptasen definiciones.

Ya pasado el mediodía, los nubarrones, que habían dominado el cielo hasta entonces, dejaron pasar algunos rayos de sol. El viajero se dejó estar y liberó sus pensamientos, acrecentando notablemente su capacidad receptiva. Sus ojos seguían entrecerrados; por el espacio que le dejaban las pestañas, fijó la atención en un punto de luz que estaba sobre el respaldo anterior. Los sonidos comenzaron a esfumarse dando paso a una nota grave, continua, con alguna irrupción que semejaba un eco. Pensó en incorporarse pero no lo hizo. No se trataba de que hubiera algo impidiéndoselo; no quería incorporarse. Su propio deseo se contradecía, su historia reciente le indicaba que algo anormal estaba aconteciendo; su atención no quería abandonar el terreno ganado.

La mancha de luz se expandía. Primero distinguió la playa, después la roca ancha y plana donde había observado la puesta de sol hacía tres días. Se vio a sí mismo, dormido sobre la arena, y al niño que lo miraba... ¡Y vio al anciano! Observaba la escena desde unos diez metros en diagonal hacia el agua. Su actitud era la de una persona complacida; asentía con la cabeza mientras canturreaba una melodía que se acoplaba perfectamente con aquella nota grave.

Se acercaba, se detenía y volvía a alejarse; parecía dudar. Finalmente, giró hacia el niño y le dijo:

—No recuerda lo que sabe y da manotazos. Lo sabe pero no lo conoce. Quiere contar lo incontable; pero lo incontable, que tampoco es silencio, queda siempre en el mismo lugar. Quiere ver y apenas mira; ver es también desvanecer. Cree que la vida no es allí donde la muerte, su pensamiento conspira en contra; su corazón une. Quiere creer que no está loco, pero la locura pertenece al lugar del que él se aleja. No quiere ser superior, tiene miedo, la diferencia lo espanta cuando se inclina sobre su sombra, sin embargo sabe que no es más ni menos. Tiene las llaves siempre a un paso, siempre. Hasta ahora hemos sido espectadores; vemos lo que nos llega y no lo que nos lanza. Nosotros tampoco tenemos las llaves. Si no da ese paso, nos habremos perdido.

Al lado del anciano, como en un relámpago, le pareció verla. ¿Sería ella la misma de aquella noche, la que volvió para señalarle el mar?

No había terminado de formularse esas preguntas cuando la imagen desapareció. El fuego la devoraba; el fuego que venía de las ramas que habían caído de esos árboles que ahora ocupaban la escena.

En un rincón, dos sombras se miraban en silencio; dialogaban con ese solo mirarse:

—Viene en camino.

—Viene.

—Tiene las heridas abiertas.

—Es que han cicatrizado mal.

—¿Se curará?

—La herida debe sangrar primero, cerrarse después, y por fin curar. La cicatriz es un recuerdo del dolor.

—¿Llegarán los demás?

—Así fue escrito.

—¡Entonces triunfaremos!

—Eso no podemos saberlo. La roca fue tallada y el cincel nunca pudo ser recuperado; cayó en el pantano y fue inútil buscarlo. Hoy esperamos esta oportunidad que nos fue dada a cambio.

—Si Mildin llegara a verlo...

—De nada nos valdría faltando Bruvald.

—Hubo un tiempo en que los humanos fueron nuestros amigos, entonces éramos más felices. ¿Cómo fue que luego comenzaron a destruirnos?

—No lo sabemos, quizá sea por la misma razón por la que se destruyen a sí mismos. Nunca supimos de dónde llegaron; teníamos sospechas, pero pasó mucho tiempo hasta que vimos que eran una amenaza.

—Una vez más el mar debió ser cruzado.

—Así fue...

Aquella nota grave, que se mezclaba con el viento en la enramada, comenzó a palidecer. La luz volvía a encandilarlo. El ojo del viajero recuperaba el sitio del que había partido. Las nubes volvieron a cerrarse. Se incorporó en el asiento y anotó:

«Senderos y mañanas en las cumbres, habitantes del espejo; se silencia aquel sonido que adoraba, reviven los bravos y calla la tormenta. Los truenos llaman; ¿qué ha pasado con los amos que pretendían los años o los sueños?»

Hizo como si supiese; sabía, pero de repente supo más. Algo terriblemente nuevo lo hizo confiar y confió como nunca. Sólo lo había hecho así en su niñez y ahora recuperaba aquella vieja sensación de abrazo, de ternura.

Aún quedaba una hora de viaje; se acomodó sobre un costado y, con la mirada fija en el camino, sonrió.

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónDiciembre 1999
Colección RSSNarrativas globales
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