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Miramar

La gesta del Pez

El pasajero

Daniel Rubén Mourelle
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La luz se fil­tró por la per­sia­na, des­per­tán­do­lo; juntó sus cosas y se en­ca­mi­nó hacia la ter­mi­nal. Com­pró un pa­sa­je hasta Punta Alta y se sentó en el bar para desa­yu­nar mien­tras es­pe­ra­ba que se anun­cia­ra la sa­li­da del óm­ni­bus.

Per­so­nas y equi­pa­jes se dis­per­sa­ban aquí y allá. Es­ta­ba lejos de todo aque­llo, su vida se desen­vol­vía en una di­men­sión dis­tin­ta. Pensó en la po­si­bi­li­dad de que al­gu­nos de esos hom­bres y mu­je­res hu­bie­sen te­ni­do ex­pe­rien­cias si­mi­la­res a la suya: bru­jas y he­chi­ce­ros mez­cla­dos entre la gente, cui­dan­do de no re­ve­lar sus se­cre­tos a ries­go de per­der­lo todo. Bru­jas y he­chi­ce­ros y... ¡Ca­za­do­res! Creyó haber en­con­tra­do otra pista, un la­ti­ga­zo en su in­te­rior fue la señal in­te­rrum­pi­da por el anun­cio de los par­lan­tes.

No había mu­chos pa­sa­je­ros, casi la mitad del micro es­ta­ba de­socu­pa­da. Hacía calor pero era so­por­ta­ble; así, se fue que­dan­do dor­mi­do. Lo des­per­tó al­guien que aca­ba­ba de sen­tar­se a su lado; era un hom­bre de unos cua­ren­ta y tan­tos años, flaco y de ca­be­llo negro y ralo.

—Usted no hace este viaje a me­nu­do, ¿no? —dijo el des­co­no­ci­do con cla­ras in­ten­cio­nes de co­men­zar una char­la.

—No, yo...

—Ya me pa­re­cía —con­ti­nuó sin hacer caso de la po­si­ble con­tes­ta­ción—, tiene pinta de andar pa­sean­do. Yo, en cam­bio, una vez por se­ma­na voy a Bahía a ven­der las co­si­tas que fa­bri­co con mi mujer.

—Ah; ¿y qué hacen? —pre­gun­tó el via­je­ro arras­tra­do por el otro.

—Ari­tos, pren­de­do­res... Co­si­tas por el es­ti­lo; hay va­rios ne­go­cios allá que los pagan muy bien y se ve que se ven­den rá­pi­do.

—¿Y usted dónde vive?

—En Mi­ra­mar, pa­san­do Ne­co­chea, pero antes de lle­gar a Mar del Plata.

—Ah, sí; ayer pasé por ahí —el via­je­ro co­men­zó a in­tere­sar­se—, pero no me de­tu­ve.

—¡Tiene que ir! Te­ne­mos un bos­que que es único, está al borde del mar, es un vi­ve­ro du­ní­co­la y está re­ple­to de co­ní­fe­ras.

—Está... ¿Al borde del mar?

—Sí, cuan­do uno sale de entre la ar­bo­le­da, ve el ho­ri­zon­te azul por todos lados.

—¿Y va mucha gente?

—En esta época, los ho­te­les están re­ple­tos y, con la moda de las mi­ni­mo­tos, nos están vol­vien­do locos a todos.

—¡Qué mal! —al via­je­ro no le im­por­tó mucho ese de­ta­lle, pero quiso ser gen­til y ad­he­rir­se a la queja.

—Pero tiene que ir igual; en el bos­que hay lu­ga­res donde nadie lo mo­les­ta a uno, es un sitio es­pe­cial... Y medio mis­te­rio­so —el des­co­no­ci­do uti­li­zó un tono que le ase­gu­ra­ra la pre­gun­ta si­guien­te.

—¿Mis­te­rio­so cómo?

—Bueno; un poco. Nunca se le ocu­rra ir de noche. Hay una ca­se­ta de vi­gi­lan­cia a la en­tra­da y una ba­rre­ra para los autos, no dejan pasar a nadie des­pués de la caída del sol.

—Pero eso no lo hace mis­te­rio­so... —y se in­te­rrum­pió, el via­je­ro tenía la cer­te­za de que el des­co­no­ci­do se moría por con­tar­le, así que lo dejó hacer.

—Eso no, otras cosas... —Esta vez fue el otro quien se quedó en si­len­cio. Una vez que es­tu­vo se­gu­ro de que la aten­ción del via­je­ro era toda suya, con­ti­nuó:

—Quie­ro decir que al­gu­nas per­so­nas que pa­sa­ron la noche ahí, vol­vie­ron con re­la­tos de voces y de apa­re­ci­dos, y de ho­gue­ras que cuan­do uno se acer­ca se es­fu­man.

—Sí, tam­bién hay quie­nes ven pla­tos vo­la­do­res y fan­tas­mas.

El des­co­no­ci­do frun­ció el ceño:

—¡Pare, pare...! Que yo no me creo esas cosas; pero por las dudas no me acer­co por ahí de noche, uno nunca sabe lo que no sabe...

El via­je­ro pensó que Mi­ra­mar podía ser un buen lugar para co­no­cer en su ca­mino de re­gre­so. Cuan­do el hom­bre men­cio­nó las ho­gue­ras, un ra­ma­la­zo le sa­cu­dió la me­mo­ria. En toda su vida, tenía vein­ti­séis años, había sa­li­do de cam­pa­men­to una sola vez y la ima­gen que re­cor­da­ba no era ésa. Tomó el cua­derno y cuan­do es­ta­ba por es­cri­bir, su ve­cino reanu­dó la char­la:

—¿Usted es­cri­be?

—Sí, leo y es­cri­bo —era una res­pues­ta que uti­li­za­ba cuan­do que­ría sa­car­se de en­ci­ma con­se­cuen­cias com­pli­ca­das.

—Me re­fie­ro a si es­cri­be his­to­rias —in­sis­tió el otro, sin acu­sar re­ci­bo de la iro­nía.

—Pe­que­ñas cosas que, a me­nu­do, ni yo mismo en­tien­do muy bien.

—Le pre­gun­to por­que yo, la otra noche, tuve unos sue­ños muy raros en los que me la pa­sa­ba es­cri­bien­do.

—Bueno, eso no tiene nada de raro ni, mucho menos, de malo.

—Lo que pasa es que, des­pués, ti­ra­dos al cos­ta­do de la cama, en­con­tré pa­pe­les con fra­ses que pa­re­cían de bo­rra­cho. Lo peor es que se tra­ta­ba de mi pro­pia letra.

—¿Se acuer­da de al­gu­na?

—Mire, por acá, en el bolso, tengo algo... A ver... Sí; vea y me dice qué le pa­re­ce.

El via­je­ro fue le­yen­do de­te­ni­da­men­te cada uno de los pa­pe­les. Re­co­no­cía pá­rra­fos en­te­ros pero no sabía de dónde.

—No tengo pa­la­bras, lo que usted ha es­cri­to...

—¡Pero es que yo no he sido! —lo in­te­rrum­pió, un poco exal­ta­do—. Es mi letra, eso es cier­to, pero yo no me acuer­do más que de los sue­ños. ¿A usted le pa­re­ce que ahí dice algo cohe­ren­te?

—No sa­bría qué de­cir­le, son des­crip­cio­nes se­duc­to­ras; tie­nen cier­ta magia...

—Mire, si le gus­tan, se los re­ga­lo; para mí sería sa­car­me un peso de en­ci­ma, me traen preo­cu­pa­cio­nes más que otra cosa. Siem­pre los ando es­con­dien­do de mi mujer para que no crea que me volví loco. Vaya yo a saber por qué no me animé a ti­rar­los a la ba­su­ra.

Ter­mi­nó de decir eso y sacó otro ma­no­jo de pa­pe­les que puso rá­pi­da­men­te en las manos del via­je­ro; sin decir una pa­la­bra más, re­cli­nó el asien­to y cerró los ojos; hasta co­men­zó a ron­car. Nues­tro amigo hu­bie­se que­ri­do se­guir pre­gun­tan­do, pero se quedó con las ganas; en cam­bio, si­guió le­yen­do hasta que­dar­se dor­mi­do tam­bién.

Lo des­per­tó el bu­lli­cio, ya es­ta­ban en Punta Alta y en cinco mi­nu­tos lle­ga­rían a la ter­mi­nal. La ma­yo­ría de los pa­sa­je­ros es­ta­ba aco­mo­dan­do sus per­te­nen­cias. In­me­dia­ta­men­te, vio que su acom­pa­ñan­te no es­ta­ba. ¿Cómo era po­si­ble si Bahía Blan­ca era la pa­ra­da pos­te­rior a Punta Alta? ¿Se ha­bría ba­ja­do en otro lugar? Tenía el sueño li­viano; si bien era ver­dad que el mo­vi­mien­to arru­lla­dor del micro fa­ci­li­ta­ba el dor­mir­se, si se hu­bie­se de­te­ni­do, él se ha­bría dado cuen­ta. Se acer­có al con­duc­tor y le pre­gun­tó si había hecho al­gu­na pa­ra­da no pre­vis­ta. La res­pues­ta ne­ga­ti­va hizo que au­to­má­ti­ca­men­te abrie­ra su mo­chi­la para re­vi­sar los pa­pe­les; allí es­ta­ban, ésa era la única prue­ba de la exis­ten­cia del pa­sa­je­ro des­a­pa­re­ci­do.

Otra vez es­ta­ba vi­vien­do a con­tra­mano. La reali­dad no se com­por­ta­ba como de­bie­ra; ya no eran si­tua­cio­nes com­pli­ca­das y an­gus­tian­tes, la cosa se es­ta­ba dis­pa­ra­tan­do como en una no­ve­la mala. ¿Sería sen­sa­to re­la­cio­nar cada cir­cuns­tan­cia anor­mal como parte de una misma si­tua­ción? No tuvo más tiem­po, el micro aca­ba­ba de abrir las puer­tas y ten­dría que bajar a la si­guien­te reali­dad.

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónNoviembre 1999
Colección RSSNarrativas globales
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