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Miramar

La gesta del Pez

En solitario; el segundo mensaje

Daniel Rubén Mourelle
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Llegó a la terminal de Necochea a las diez y media de una mañana en extremo calurosa; sin perder el tiempo, subió a un colectivo medio destartalado que lo dejó frente a la rambla de la villa balnearia. Desde allí, caminó hasta el primer hotel que equilibró la combinación de ser limpio y barato.

Pasado el mediodía, compró unas frutas y se dirigió hacia la playa; llevaba la mochila liviana y la cámara fotográfica, estaba decidido a ir por la costa hasta donde ya no hubiese ninguna persona. Mientras lo hacía, fue reconociendo los lugares donde veraneara con sus padres; un conocido sabor agridulce le subió desde la garganta. No quería hablar con nadie. Quizá no fuera un gladiador después de todo.

Gladiador... ¿Cómo habría llegado esa palabra a su mente? Se dio cuenta, con estupor, que él ya conocía lo dicho por el extraño. Había sido en el verano de 1978, estaba en un papel que le había mostrado... ¿Quién? Como si emergiera de un pozo, tomó conciencia de que el extraño de aquella noche era... ¡Una mujer! La pieza encajaba correctamente. También había sido una mujer quien le enseñara aquel papel luego de recogerlo de la arena. Pensó en la locura, en la posibilidad de estar forzando su lógica, en alucinaciones. Pero todo había sido real, demasiado real.

Caminó por ese difuso límite entre aguas, espuma y arena durante casi tres horas. Llegó a una saliente donde una roca grande y chata se metía unos veinte metros en el mar, un acantilado la custodiaba. No había nadie; pasó sobre la roca y, al llegar al otro lado, vio que la playa daba un rotundo giro hacia el oeste y seguía hasta perderse de vista. Decidió que permanecería allí hasta el anochecer, quería meditar y fotografiar la caída del sol.

Apoyó la mochila, se recostó en la sombra que ofrecía el acantilado y se quedó dormido.

El niño lo miraba y cada tanto alzaba la vista hacia el mar, hacia la roca plana. Se acercó al oído del viajero y susurró:

—Hemos olvidado nuestros cuerpos, queremos inventar ráfagas neutrales y chocamos falsamente; el vuelo sin pasión es hacia abajo.

Se apartó y gritó:

—Perdonarnos tanto se ha convertido en nuestra mayor culpa. No hay vuelo que se repita, pero en su vértigo los vuelos siempre quieren volver.

Sobresaltado, el viajero se despertó, sin poder desprenderse del todo de su sueño, y se encontró frente a frente con su observador.

—¡Raúl; dejá tranquilo al señor! —la voz provenía de arriba del acantilado—. ¡Vení, volvé al auto que ya nos vamos!

El niño corrió, se detuvo para mirar al viajero, se alborotó el flequillo de un soplido y desapareció de su vista por una pendiente que llevaba hasta arriba. Se escuchó el motor de un automóvil que se alejaba y todo quedó tan tranquilo como al principio, como si nada hubiese pasado.

—Pero algo pasó —murmuró el viajero, entre dientes, libre ya de los restos del sueño—. Ese chico dijo algo en mi oído y después gritó. Me desperté y la madre lo llamó. Otra vez una mujer ata y desata nudo y contranudo. ¿Qué está pasando? ¿Qué me está pasando?

El sol se acercaba al horizonte; tomó la cámara y se preparó a forjar esas fotos sobre las que volvería tantas veces.

Subió a una roca y se quedó allí hasta gastar todo el rollo; el sol ya no se veía, sólo quedaba un resplandor uniforme. Guardó la cámara, se colgó la mochila al hombro y emprendió el largo regreso hacia la ciudad. El resplandor se fue esfumando y en su lugar apareció la luna. Se sentía triste antes que en conflicto y eso también le extrañaba, otra vez había algo que se le escurría entre los dedos. Pensó que, al igual que ese ocaso encerrado en su cámara, él tampoco volvería; estaba perdiendo esas costumbres que había acumulado por fuerza o por descuido. No quería ser como era antes, pero tampoco se sentía a gusto con su presente. No sabía qué modificar, sin embargo, una fuerza en su interior le obligaba a seguir adentrándose más y más. ¿Qué beneficio podría estar tan oculto a su entendimiento? Nuevamente, lo asaltó la idea de estar perdiendo la razón.

La noche se enfriaba; sacó la campera de la mochila y se la puso, aunque, sin notarlo, continuó caminando con los pies metidos en el agua. Se sentía observado, realizaba sus movimientos ante un público invisible, sonrió frente a los resultados de su incertidumbre. Las luces de la ciudad eran la única señal segura, el resto de la realidad podía resumirse en esa brisa que corría desde el mar hasta perderse tierra adentro. Alzó la vista y se encontró con que las luces habían desaparecido; volvió a sentir el sobrecogedor escalofrío de hacía unas noches. Allí estaba, otra vez, era ella, con el brazo extendido le señalaba el mar, su túnica oscura se agitaba apenas. Venía caminando sin prisa; se detuvo a unos veinte pasos. El viajero se quiso aproximar, pero ella, a pesar de estar quieta, se mantenía siempre a la misma distancia. Quería hablarle pero sentía que se ahogaría si abría la boca. Luchó por encontrar palabras que se ajustasen a ese instante, pero todo esfuerzo se volvía inútil.

—Golpea y golpea nuestro hierro hasta asegurar el molde, como si pretendiéramos encontrar en el camino algún martillo más fuerte, sin reconocer que cualquier melodía pasada puede repetirse para perturbar el tiempo y acorralarnos en duros monólogos. A veces, la salida parece ser alejarse, pero es así que perdemos lo que ya alguna otra vez perdimos, volvemos a confundir el tiempo y sentimos un nuevo golpe en el molde sin poder aún ver el martillo.

Estaba seguro de no estar soñando, era ella quien le hablaba, utilizando el mar como su eco, y describía con exactitud el lugar que atravesaba, atravesándose.

—Debés estar atento, prepararte. Has sido señalado desde este territorio que aún te parece desconocido; no debería ser así pero lo es y todos tendremos que realizar un esfuerzo. Por eso, a pesar de ser el destinatario de una aparente locura, el camino dependerá de tu decisión; no es posible obligarte, tu querer es poderoso, en tu memoria está el tesoro, podrás tomarlo o dejarlo en la tiniebla.

Hacía rato que el miedo se había disipado, las enigmáticas palabras de esa suerte de mensajera habían ocupado su atención sin dejar lugar para otros pensamientos.

La visitante volvió a señalar hacia las aguas al tiempo que se esfumaba y permitía que las luces de Necochea surgiesen nuevamente.

Ya de regreso en el hotel y después de haberse bañado, se paró desnudo frente al espejo, pensó que él era ese mismo cuerpo que veía reflejado, ni más ni menos. Se vistió y salió a cenar ya pasada la medianoche. Más tarde, fue hasta la avenida costanera y se sentó un rato en un banco de la rambla para hacer la siguiente anotación en su cuaderno:

«Del día, subsiste apenas un reflejo; miro hacia el cielo atado a esta tierra rugosa, estoy aislado pero a la vez rodeado de voces; estoy tratando de sobrellevar, de mi crisis, lo que me sea posible, quiero descubrir en ella algo feliz. Todo parece repetirse y cada vez es más incierto el método para sacar este óxido de mis manos esclavas.»

Y, a continuación, como recordando su imagen en el espejo:

«Cada día, solemne y distinta, la rosa en el barro planea su regreso; cada mirada que cruza su forma se desintegra en colores que no tocan la tierra. Cada nido de halcón será un trono antiguo y presente para las voces que quieran coronarla como emblema de batalla, para los truenos que quieran sacarla de ese húmedo infierno.»

Cerró el cuaderno y se encaminó hasta el extremo de la rambla; mientras escuchaba las olas, pensó: «Tomaré esa flor y la hundiré en mi corazón, rojo contra rojo, sangre contra sangre. Buscaré la espada y amoldaré mi mano en su empuñadura; en el canto del metal, brillará la rosa roja.»

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónOctubre 1999
Colección RSSNarrativas globales
Permalinkhttps://badosa.com/n066-04
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