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Miramar

La gesta del Pez

Enero, «Las Dalias», el mensaje

Daniel Rubén Mourelle
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El año 1980 acababa de comenzar; el viajero había salido de Buenos Aires, por un impulso, una sed. Había escuchado las promesas y vaticinios por la finalización de «los setenta», profecías a raudales; sabía, sin embargo, que el rompecabezas no se resolvería fácilmente y que la mentada crisis no había arribado aún. El último diciembre había producido en él una falla, una fisura lo cruzaba profundamente. No entendía cómo, pero sabía que debería colocarse en esa fisura y agotarla; antes de eso, el rumbo llevaba a una tormenta sin fin. La realidad, como algo concreto e independiente, había recibido un flechazo mortal, pero la flecha, antes de dar en el blanco, había atravesado su corazón, descontrolándolo. El mundo había dejado de ser lo que él creía hasta ese momento, las palabras habían comenzado a hablar de otra cosa. La palabra formaba, creaba, y se salía de ese orden que hasta entonces había sido nombrado «natural». El sentido ya no era único ni, mucho menos, una obligación.

El viajero llevaba un cuaderno de tapas negras, sus anotaciones podían ser manchas, pero también música. Él mismo sabía que no podría describir sus temblores de otra forma, que su íntima identidad se había quebrado dando lugar a una explosión, a una dispersión fatal de su yo. Pero la palabra tampoco se ajustaba a su sentir, sino que éste surgía en tanto aquélla surgiera; todo era un espejismo plagado de caminos, de furias, de muros que cerraban el paso y de puertas que olían a trampa pero que debían ser traspuestas.

El viajero había soñado, había recompuesto una memoria y la había perdido. Sus fantasías de niño lo habían empujado, ceñido, acorralado. Su propia imagen infantil se le salía del corazón y correteaba por el patio de la vieja escuela, rápidamente primero y luego con mayor lentitud, giraba hacia él y lo señalaba. ¿Era una acusación? ¿Un aviso? Íntimamente temía haber traicionado a ese niño; le horrorizaba pensar que en algún momento, ante alguna encrucijada, hubiese tomado el camino equivocado.

Mientras iba en el tren, seguía pensando que el comienzo de 1980 no podía ser tan bueno, tan pero tan prometedor como lo pintaban. En algún sitio debía de estar el engaño, la hoja filosa que nadie veía o que se habían empeñado en no ver. Ellos. ¿Quiénes eran ellos? Apenas comenzaba su viaje y ya se sentía lejos, muy lejos; deseaba reencontrarse con aquel niño. ¿Lo recibiría alegremente? ¿Qué podría confiarle que fuera tan importante? Todo estaba en su memoria y los fantasmas no tenían fama de traer respuestas sensatas.

Enero era un mes elegido, así lo había sido toda su vida. La cuenta no daba el mismo resultado si se alteraba «el orden de los sumandos»; eso le hacía sonreír. Se estaba congraciando con los espejos, con los inventos que las imágenes le ofrecían. Él había querido ser inventor y el niño lo sabía; el niño: el mejor inventor. Tenía que sacarlo de las profundidades de su alma, le urgían sus palabras; con recordar no sería suficiente, tenía que transformarse en él.

El viaje había sido cómodo; Fernando lo esperaba. Él y su mujer vivían a unos diez kilómetros de Mar del Plata, en un lugar llamado «Las Dalias». El viajero, Fernando y otros más habían participado de un encuentro de escritores, poetas en su mayoría, que había tenido lugar en San Miguel hacía cuatro meses. Algunos ya se conocían de encuentros anteriores o por el intercambio de libros y correspondencia. Habían participado en conferencias y mesas de lectura, pero compartir esos pocos días, los almuerzos, las cenas, las caminatas, los había hermanado. Fernando, el viajero y José Luis, un poeta de Punta Alta, habían forjado una amistad que se continuó por vía postal, hasta desembocar en las invitaciones para este viaje.

—¡Feliz década del ochenta! —le gritó Fernando ni bien lo divisó asomado a la ventanilla del vagón.

—¡Hola Fer! ¡Por fin!

—Vení, unos amigos me alcanzaron y nos van a llevar a casa, a esta hora ya no pasa el colectivo —Fernando estaba eufórico y sus ganas de hablar se notaban a una legua de distancia.

—¿El «bondi» que tanto nombrás en tus cartas?

—Ése. Pero vení, apurate, que Nahir nos está esperando.

Los amigos de Fernando los llevaron en una camioneta llena de herramientas, lonas y, por supuesto, tierra. El viajero no pudo prestar atención al camino, la cantidad de vueltas, la creciente oscuridad y la charla acelerada de Fernando lo vencieron, aun cuando su orientación siempre era excelente.

El sol se había ocultado por completo cuando llegaron; gruesos nubarrones impedían ver si había luna; en esas condiciones, el lugar no parecía nada protector, sobre todo para él que venía de una ciudad que todo lo quería seguro, tanto que disfrazaba su noche para que pareciese pleno día. Ya tendría tiempo de ver el paisaje y acostumbrarse al riesgo de vivir en un lugar alejado, lo que por otra parte no hacía más que evidenciar la presencia de una mayor libertad.

Cenaron y hablaron de casi todo; querían decirse y repetirse lo que ya se habían dicho en las cartas, querían contagiarse mutuamente los meses que habían pasado sin verse. Pero el viajero había cambiado y lo sabía; esa urgencia por revolver las masas oscuras de su memoria lo molestaba frente a su amigo, pero no estaba en condiciones de abrirle su alma, no esa primera noche.

Después de la cena, Nahir, que llevaba siete meses de embarazo, se retiró temprano a descanzar. Los amigos, luego de limpiar la mesa, se acomodaron ante dos tazones de café. Fernando abrió su anotador repleto de poemas y leyó, leyó y leyó... En cada pausa, matizaba contando sus experiencias de vida rural de hacía unos años; más adelante, quería fundar una comuna en un campo que estaba llegando al límite sur de la provincia de Buenos Aires; por ahora, había conseguido llegar hasta «Las Dalias», donde tenía un gallinero y un par de cerdos. Como en un descuido, el viajero deslizó su propio cuaderno fuera de la mochila y también leyó. Al terminar, fue Fernando quien rompió el silencio:

—Es raro.

—¿Qué cosa?

—Ese último poema... Es raro.

—Sí; supongo; puede ser —contestó el viajero. El intento había probado su punto: no era ésa la noche apropiada para desnudar lo que ni él mismo comprendía.

—Me refiero a que no suena como los otros, los más viejos —Fernando trató de aclarar su posición—. Tiene un tinte familiar, no se puede negar que salió de tu lapicera, pero es raro...

Ya era muy tarde; sus voces, por más susurradas que fuesen, retumbaban en la pequeña cocina. Ya tendrían tiempo para conversar, mucho tiempo, y el cansancio aprobaba la idea de irse a dormir.

—Mañana la seguimos —propuso el viajero.

—Chau, que duermas bien.

Al retirarse, una pequeña presión de la mano de Fernando sobre la llave de luz hizo que todo quedara a oscuras. Lentamente, una claridad muy blanca se fue metiendo por el hueco que dejaban las cortinas: La luna, finalmente, había encontrado una grieta entre las nubes.

«Era el alba, la marea cedía terreno; ola por ola, descubría miles de granos de arena; el sol se calentaba. Varios hombres habían aparecido desde la espesa vegetación, dejaron caer un cofre en la orilla. Estaban en silencio, rodeándolo en acto de adoración. Inesperadamente, una ola gigante cayó sobre ellos. Un instante después, sólo quedaba el cofre. Ante esa nueva e inmóvil escena, un sobresalto se apoderó de él, fue algo más poderoso que la curiosidad por el contenido del gastado arcón: estaba viendo la playa desde el mar, sus ojos estaban al ras de las aguas. Se asustó, se sumergió, nadó como nunca.»

Fernando estaba calentando el agua para el mate; sonrió:

—¿Siempre te revolcás tanto antes de despertarte?

—¿Qué? —contestó el viajero, adormilado.

—Nada, nada. Arriba, que el mate está diez puntos, y no es que lo haya preparado yo. La bomba de agua está ahí afuera, justo del otro lado de la ventana.

Se levantó y salió; el aire de la mañana, frío, y la cercanía del océano le trajeron el olor familiar de la niñez. El agua helada de la bomba fue una bendición, la dejó correr por la cabeza y los brazos. Estaba listo para el ritual; miró a lo lejos durante un momento y regresó junto a su amigo.

—Tomá, está bien caliente... Y amargo, como debe ser —Fernando le guiñó el ojo.

—Está fenómeno, y la cosa recién empieza.

—¿Cómo?

—Digo que ya me siento a años luz del día de ayer, del tren, del laburo.

—Ah... Sí, acá todo es más tranquilo. Lástima que yo no esté también de vacaciones; tengo que ir a laburar en el reparto. Vivimos acá y está muy lindo, pero en la ciudad está mi trabajo y tengo que ir a zambullirme como todos los días...

El viajero lo interrumpió:

—¿Zambullirte?

—Sí, es una macana.

—¿Por qué decís «zambullir»? —insistió sin escuchar la respuesta anterior.

—¡Qué sé yo! Es una forma de decir. Dame que me cebo uno.

El viajero decidió probar suerte otra vez:

—¿Qué dirías si te dijese que las cosas no son lo que creemos, que las palabras que nos asaltan no son casuales, que todo forma parte de una ideología, de un modo de ver el mundo que no es necesariamente el único, que la mesa no es mesa ni el lápiz es lápiz?

—¿Te cayó mal el mate? —Fernando tenía esa expresión familiar que lo invadía cuando algo no encajaba.

—No; en serio. ¿Qué me dirías si yo te preguntara, por ejemplo, qué es un mate?

Sin demasiada convicción y hasta con algo de incomodidad, Fernando comenzó a decir:

—Yo diría que es una calabaza seca, que está hueca; que tiene un agujero por donde se mete la bombilla...

—No, no... —el viajero trataba de encontrar un modo para hacerse entender pero sabía que no lo lograba—. Me estás diciendo «cómo es» y no «qué es».

—Ya te dije que es —y acentuó esta última palabra— una calabaza seca.

—¿Y qué es una calabaza seca? —el viajero hacía el esfuerzo aunque sabía que tampoco él tenía la respuesta.

—¿Un vegetal? —dudando si su amigo se habría vuelto loco de repente—; y no me preguntés qué es un vegetal porque no la vamos a terminar más. ¡Todos saben lo que es un mate!

—¡Exactamente! —el viajero se respondía a sí mismo—. El mate es algo conocido, se cree en él. Es una convención. Para una mayoría ciega, el mate es una porción de oscuridad que, si se chupa por la bombilla, saca un gustito especial que...

Por la cara de Fernando podía deducirse que ya no pensaba que su amigo estuviese loco, sino que lo estaba haciendo víctima de una broma complicada:

—Tomá y chupá un poco de «gustito especial»... Y no me jodás que es temprano para eso y tarde para quedarme a discutir boludeces, ya me tengo que ir.

Fernando salió. El viajero quedó sumido en sus pensamientos; no encontraba mapa que lo llevara a buen puerto, esa bolsa de almendras que, según la leyenda, aguardaba por los viajeros oculta en el hueco de un pino; apenas tenía un punto de referencia al cual hacer llegar sus mensajes: una parte suya, un eco imperceptible que estaba decidido a comprender; ése sería —pensó— el único modo de hacer que se mostrara a otros.

Los días pasaron. Fernando salía puntualmente por las mañanas, retornaba para el almuerzo, volvía a irse y llegaba a tiempo para compartir una caminata en la que se sucedían acuerdos y polémicas.

Hacia el oeste, había un terreno donde pastaban algunas vacas y dos caballos; por un costado, el camino llevaba hacia la parada del colectivo. La calle paralela se metía en lo que aparentaba ser una subdivisión en manzanas, había pocas casas y la mayoría estaba en construcción, todo estaba diseñado hacia el establecimiento de un barrio residencial, pero con el paso de los años, casi no cambiaría.

Cuando Fernando no estaba, el viajero emprendía interminables caminatas hasta el mar y las continuaba por la costa. Otras veces, tomaba el colectivo y se dejaba llevar, atravesando Mar del Plata, hasta las playas de más al sur, pasando los acantilados.

—No te entiendo, estás diciendo una sarta de incongruencias —Fernando trataba de salir del encierro infructuosamente; el viajero lo envolvía más y más con sus propias dudas.

—No, no... Cuando te pido que trates de pensar, eso no significa rejuntar viejas informaciones y hacer una ensalada. Grande o pequeña, esa ensalada no es tuya, te la han metido mediante un buen libro de cocina. Vos podrías dar cualquier explicación a lo que es una flor, incluso una explicación que dijera que es producto de la magia.

—Pero no es así; yo no digo que haya salido de la galera de un mago, una flor es un conjunto de elementos: pétalos, tallo, color...

—¿Y el perfume?

—Es un efecto molecular sobre el olfato —dijo Fernando, ya se sentía el triunfador de esa vuelta.

—¿Ah, sí? Y, a ver, las moléculas seguro que están ahí en tu mano, agazapadas, esperando el momento de dar el salto.

—¡Claro! —el triunfo era definitivo.

—¡Oscuro! Mostrame una molécula, una sola.

—No seas torpe, haría falta un microscopio.

—Sólo podríamos dar fe del microscopio, o mejor dicho de lo que nos muestre; lo demás podría ser un invento, una ilusión...

—Pero viejo, otra vez con pavadas —interrumpió Fernando, exaltado—. Me estás poniendo cada vez más nervioso.

—De eso se trata —dijo en tono algo más conciliador—; deberíamos estar muy nerviosos al comprobar que las cosas, y, por extensión, el mundo, no tienen por qué ser lo que nos han contado desde chicos.

—¡Pero está ahí! —la voz se le violentaba—. Lo vemos. La flor sigue siendo un tallo, unos pétalos... No sé cómo dejo que me metas en este enredo.

—¿Y si los juntás, por qué no podés fabricar una flor?

—Ahora me vas a correr por el lado de Dios y yo no creo en Dios.

—¡Pero no! —el viajero pegó con su palma en el tronco del árbol que tenía al lado—. Sería fácil ver, si quisieras, que sí estás creyendo en un dios, quizá no en el viejo Jehová, pero ¿qué tal en el dios físico-matemático, científico y prepotente?

—Eso no es Dios, eso es la realidad —y remarcó pesadamente esta última palabra.

—¿Y eso no es un dios?

—¡No; es algo concreto!

Así, el viajero caía y caía en sus propias redes, no lograba salir de esa trampa y la charla era un eterno círculo, una persecución donde la presa no existía. Fernando se alejaba, rechazo tras rechazo; y él, confundido en su propio verbo, insistía en provocar el efecto contrario al deseado. Un cinismo duro lo amenazaba. Antes de cenar, anotó en su cuaderno:

«Me ha invadido un desafío que, por arriesgado y pretencioso, irrita hasta la médula; me estoy tornando impopular, un color intolerable. Un cierto salón oscuro me acecha, me quiere seducir, y lo logra, con promesas de éxtasis. Pero esto sólo podrá ser percibido por aquéllos que lo vivan en carne propia.»

Una noche, cuando terminaron de comer, el viajero salió a caminar. No había luna, apenas un hilo de luz que provenía del farol del frente de la casa. El viento se había desatado con violencia y le golpeaba la cara sin misericordia. Sintió deseos de correr hacia la casa, pero se contuvo. Temblando, avanzó por la calle de tierra; las enramadas cantaban su furia, ignoraba por qué no se daba media vuelta y se volvía. Sintió un chasquido, como el de una rama al quebrarse, giró la cabeza y, al otro lado del alambre que bordeaba el camino, lo vio. No se movía; su rostro estaba hundido en la oscuridad, pero tenía la certeza de que lo miraba fijo a los ojos. Quiso correr pero sentía los pies remachados al piso. El viento cesó. Quiso gritar pero tenía la garganta agarrotaba; ese silencio aumentaba su desamparo, un silencio que no duró:

—Creemos que no somos sombras, pretendemos ser parte de alguna legendaria llamada; pero permanecemos inmóviles en esta extraña laguna del universo. Tenemos mucho recuerdo y no encontramos los límites precisos de ese pasado repleto de odiseas bajo la luna. Estamos gastados pero no queremos ser poca cosa; esta gris contradicción nos atrae. Debemos decidir si declararnos prisioneros de la nostalgia o gladiadores de la mañana.

El viento volvió a soplar, esta vez, mucho más fuerte; el extraño había alargado una mano hacia él. Una descarga eléctrica lo cruzó de cabo a rabo. Salió corriendo a más no poder rumbo a la casa. No podía controlarse; el atrás le masticaba el estómago. Entró y cerró la puerta de un golpe ante la mirada atónita de Nahir que aún estaba en la cocina terminando con el desorden de la cena.

—¿Qué pasa? —le preguntó tratando de no dar señales de sobresalto por el golpe.

—¿Eh?... —su cuerpo había entrado, pero sus ideas seguían afuera.

—¿Te asustaste?

—No; no... —mintió—. Estaba jugando a ver en cuánto tiempo podía llegar corriendo desde el campito... Debo de estar todo colorado...

Nahir no dijo nada más. Era evidente que algo le había pasado, pero prefirió no insistir.

Antes de acostarse, anotó como pudo las palabras en su cuaderno. Lo que recordaba tenía más la forma de una sugerencia que la de una proposición lógica, su tono era vago aunque familiar. Cada letra se dejaba leer por debajo.

Intentó dormir, pero la imagen del extraño lo perseguía, le parecía presentirlo en la oscuridad del cuarto. Estaba molesto, enojado consigo mismo por no haberse podido controlar. Se sentía incompleto, había un detalle que le costaba ubicar, igual que si se encontrara frente a un rompecabezas con piezas de menos.

Después de casi una semana en «Las Dalias», tomó una decisión: seguiría camino rumbo al sur, a la casa de José Luis. Fernando llegó más temprano esa tarde y pudieron agotar la conversación:

—No estás bien, ¿eh? —el tono era de padre que comprende y perdona.

—Es que me hubiese gustado explicarme con más claridad —contestó el viajero, sin notar la intención de su amigo—, ni yo mismo me entiendo, estoy confuso, el futuro se me está viniendo encima y no lo puedo comprender ni ver, ¡ni nada!

—En el viaje, te vas a ir tranquilizando, no hay tipo tan plácido como José. Ya vas a ver que en unos días más volvés a ser el mismo...

—¡No! —lo interrumpió con violencia—. No quiero volver a ser el de antes. ¡No quiero!

—Bueno, bueno... —Fernando se incomodó—. Estás muy nervioso; quizá yo, de tanto estar acá, voy perdiendo mi interés por lo intelectual y por eso me cuesta entenderte.

—En parte te cuesta, en parte no querés, en parte yo no encuentro el modo... Y esta maldita cuestión no tiene nada que ver con lo intelectual, así que dame otro mate y después vamos a caminar un rato.

Se levantaron en silencio y salieron. Ninguno agregó nada a ese tema.

Tenía la cabeza en cualquier lado. El micro iba por la ruta de la costa y, al aproximarse a la rotonda de entrada a Miramar, el cartel de bienvenida atrajo su atención. Recordó su encuentro con el extraño, creyó dar en el clavo con lo que no había podido retener en su momento, pero fue tan veloz que se le volvió a diluir apenas la rotonda quedó atrás.

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónOctubre 1999
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