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Sólo es un juego (con o sin tablero)

Alejandro Ferrero
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaVenecia

Una tan habitual salida de peones de rey enfrentados no permite predecir el glorioso espectáculo que siempre es lo novedoso. Nada más eso, peón contra peón, Desdémona contra Otelo, mirada contra mirada, un ligero roce que no podrá nunca insinuar nada, miradas torpes al otro lado del tablero, torpes pero sensibles, sensibles al tablero y a las miradas, miradas de hombre y miradas de mujer. Nada hay que suba desde la tierra ni que caiga desde el Cielo, nada más eso, el abigarrado campo de batalla, un Otelo que es varón como para aceptar la imprudente iniciativa de las blancas, y una que es mujer, una Desdémona que sabe dejarse convencer para jugar con lo que mejor sabe, con la segura pasividad de las negras. Sentada sobre su cama, la bata de la mujer parece más transparente, y la mujer más tentadora, y el vino, sí, quizás el vino corra más deprisa, pero Desdémona nunca ha perdido a este juego, ni siquiera en las noches calurosas cuando la seda se pega al cuerpo, y sería Otelo, el moro de Venecia, el primero en besar agradecido el suelo, agradeciendo el cobijo de su cuerpo. A Otelo le gusta el vértigo, y ya se ha encaprichado de esos pechos que esconde con cautela aquella bata tan abierta, aquella bata que se atreve a caer en armónica composición sobre los ocultos y tan deseados hombros de Desdémona, que acepta serena la ofensiva de éste, del peón blanco de dama tentando a su peón negro de rey, porque a Otelo le gusta el vértigo, su cuello y todo aquello que ella se deja ver, a ella, que le da miedo el vértigo, que prefiere la pausa y calla. No hay peor tentación que el peón de dama blanco en la apertura del centro, pero Desdémona no se amilana ni se abandona, todo lo contrario, desafía la poca luz que le llega reflejándola con más fuerza en la piel que no quiere esconder por arrogancia, y captura el peón, con impiedad, aceptando con valor las posibles consecuencias. En la penumbra se pierden los gestos fingidos, se pierde el infausto peón caído entre las manos de Desdémona, que lo aparta a la sombra, allí donde se termina el tablero, pero no lo olvida y lo consume con las finas yemas de sus dedos, bajo la vertiginosa respiración de Otelo, que querría que esos dedos tuvieran más inquietud en sus movimientos. El moro mueve rápido, decidido y silencioso, deslizando el alfil blanco sobre los escaques del mismo color, al lado del peón invasor negro, pero sin detener la diagonal con su mano, propagándola hasta la mano virgen de Desdémona, la mano, que no sabe más que dar consuelo al peón blanco desahuciado; Desdémona, que tampoco sabe, porque sólo lo sabe Otelo, que la batalla únicamente termina y se gana dentro de su bata de seda, en su carne y entre sus muslos, sobre la resistencia vencida de la irresistible doncella, que sólo puede comenzar por sus manos. Pero Desdémona no quiere esas caricias de Otelo; le son agradables, pero también le asustan, le causan vértigo, y prefiere huir, mantenerse intacta, prefiere apartar su mano refugiándose en su próximo movimiento, en el que escapa con su dama, lo más lejos que le permite el tablero, de su propio rey negro, el rey que la busca, que la tienta, al que le acompaña aquella profunda necesidad de la doncella, de la Desdémona, que sólo piensa en salvar su dama. Otelo nunca querrá entender aquellos movimientos de damas, diagonales escurridizas cuando no ha hecho más que comenzar el juego, cuando todavía se puede pensar con calma porque no hay riesgo de perder nada, tan sólo de interpretar mal los tiernos sentimientos y las bondadosas intenciones de este Otelo que ahora se sabe más varón, con más fe para ganar la confianza de la mujer, primero moviendo también su dama, con complicidad y delicadeza, delante de su rey blanco; luego con una mirada sincera a la inaccesible Desdémona y otra furtiva al interior de su bata. Sí, es cierto que el calor de esta noche tan cercana al mar dificulta los movimientos demasiado defensivos, pero Desdémona no ha llegado hasta ahí, tan lejos, como para entregar ahora sus armas dejándose engañar por la primera trampa de aquel experto jugador con blancas, aquél que cada vez es más varón y menos Otelo, más varón que quiere esa piel de mujer, de la Desdémona que rechaza, que se defiende dando con su alfil su último jaque al rey, con su último ataque defensivo, con lo mucho que aún le queda de mujer antes de volverse fiera.

Es mujer, es Desdémona sobre una cama, una desnudez bajo una bata, un cuenco con agua de mujer contenida, y eso no, eso sí que no, porque el hombre es Otelo, es varón que no permite el rechazo cuando hay deseo, que desnuda su torso para ir con la mujer mientras protege su rey con un peón, proponiendo el intercambio, lo que siempre debió existir, intercambio de caricias, de goces, de peones, de victorias y derrotas, de pérdidas y ganancias, de todo aquello que no permite por más tiempo la resistencia y el rechazo. Peón por peón, peón por peón, y ya está Otelo sentado en la cama de Desdémona, junto a ella, con la mano en su nuca, viendo el tablero al revés, porque no necesita más para ganar de una vez esta batalla contra la mujer, a la que hipnotiza su propia dama negra, la que piensa aún en escapar, huyendo inocente con su alfil negro, enfrentándolo con esperanzas al alfil contrario, menos contrario de lo que ella piensa, menos contrario que el hombre, tan contrario como el amante. Sabe Dios qué es aquello que les corre por el cuerpo que hace del hombre diablo y de la mujer diana para dardo tan venenoso, dardo tan certero que se atreve ahora con su cuello, donde ya no está la castidad de los labios de mujer, sino los tormentosos besos del varón, que no quiere nada casto, que ahora no desea nada puro, que amenaza a la dama negra con su caballo blanco, porque sólo quiere el ardiente amparo de una noche en la que solamente hay lugar para el juego, para la diversión y para una ligera bata de seda que ya comienza a pegarse al cuerpo. Pero Desdémona no sería Desdémona si se dejase ganar a este juego, si no se defendiese ante el cálido rubor de sus propios hombros, ante el frío temblor de sus pálidas manos, que alejan con premura a la dama negra, llevándola allí, al único sitio donde cree que puede salvarla, en la columna de torre, ¡qué gran error!, lejos de su rey negro, al que rechaza, del que huye, al que tiene miedo, él, él que sólo quiere ayudarla, que sólo quiere que le mire, que le dé sus pechos, su cuello, que se entregue al fin, que no continúe acompañando su gemido contenido con esa mirada fija en una cada vez más improbable salida; porque Desdémona sólo piensa en salvar la dama, ¡qué gran error!, lejos de su rey negro.

Hace mucho ya que la mujer está perdida, desde que Otelo le besa el cuello, desde que le besa los hombros desnudos, desde que la desnuda y la arrincona con su rostro, desde que los labios no pueden separarse de aquella piel vencida, desde que la bata de seda cae amplia tras la espalda de la que aún cree que debe resistirse, desde el arrebato más vergonzoso y la nueva amenaza de un peón blanco a su dama negra, cuando Desdémona suplica en la desesperanza y entorna los ojos y siente también desnudos sus pechos, y la boca y los besos del varón en ellos, besos de los que ya no sabe defenderse, porque no quiere o lo desea tanto como, pero no se entrega y captura el peón blanco amenazante, porque aún no está muerta, no está rendida, porque es él el que ha de matarla, de rendirla, de tumbarla, porque es él el que debe hacerlo si de verdad quiere jugar con ella a la bestia de las dos espaldas. Es fácil equivocarse cuando se siente a Otelo en el vientre, a Otelo en los pechos, a Otelo en los muslos, pero nada hay que reprochar a Desdémona, que, aunque se sepa vencida, aún está de pie en el tablero, firme en la derrota, escapando con una dama ya hace tiempo perdida, más ahora, cuando el alfil blanco jaquea al rey negro, y la mano del hombre se pierde en la cintura de la mujer, acaricia su ombligo, más abajo, mucho más abajo de éste, apartando sus muslos, siempre sus muslos, allí abajo donde todavía duermen miedos y esperanzas, todo en uno, donde está la llave del deseo complacido, en el rincón donde una caricia lleva al desenfreno, allí donde se pierde la cabeza y terminan los besos. Hay que proteger al rey y escapar con la dama, resistir, gozar, luchar; hay que entregarse, morder, besar, besar las manos de Otelo y dejar que éste recorra su cuerpo, huir con su rey negro junto a su caballo, cuando ya no hay remedio, remedio a nada, cuando a la doncella empieza a atraerle el vértigo, y el descontrol, pero sobre todo el vértigo, vértigo, porque la mujer siente ya la insistente dureza del hombre sobre ella, de Otelo entre Desdémona; siente de nuevo la torre amenazar su dama, una mano sobre su rodilla y un dedo entre sus pechos, vértigo, un jadeo involuntario y el sudor en las espaldas, el varón ofreciendo y la mujer rechazando, huyendo con la dama al único escaque que le queda, poco antes del último envite de la torre blanca, antes de verse obligada a tumbar su rey, antes de que cese toda resistencia, de que su rey negro ruede en su piel para caer en la cama, de que Otelo caiga entre ella y ella sobre Otelo, de que las sábanas se peguen a la carne y la carne encuentre carne, sólo carne, vértigo y unos muslos tan abiertos como una partida perdida; perdida mucho antes de que la mujer sienta cómo aquel rey negro que rodó sobre su cama atraviesa ahora su espalda, entre el dolor desgarrador y el placer del deseo, y de que el hombre se eche sobre ella, una vez primero y luego más, mientras piensa que todavía no la ha besado entre los muslos, más, hasta que la mujer comprenda que se ha de perder antes de querer ganar. Nada más, Otelo y Desdémona sobre la cama deshecha, frente a una partida terminada, en la quietud que viene tras el miedo y el placer, tras las caricias innatas y el instinto del qué hacer; nada más, él en su cadera y ella en su pecho, él en la espalda arañada de la que antes fue doncella, en aquella rúbrica del rey negro, que será eterna, que será suya por siempre, por más que la mujer llore por lo que perdió entre las sábanas y el hombre la consuele soplándola al oído: «No llores más, Desdémona, no llores. ¿No ves que no es más que un juego?»

Madrid, 15 de junio de 1998
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Copyright ©Alejandro Ferrero, 1998
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Fecha de publicaciónAbril 1999
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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