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Apuntes del verde

Desconocimiento carnal

José Preciado
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I

Ma­riano Lucio era nues­tro ase­sor se­xual. Tenía un par de años más que no­so­tros y un cier­to éxito entre las mu­cha­chas, que él na­tu­ral­men­te exa­ge­ra­ba sin nin­gún pudor. Lo que más nos lla­ma­ba la aten­ción de sus re­la­tos eran cier­tos co­no­ci­mien­tos téc­ni­cos de anato­mía fe­me­ni­na que lin­da­ban cla­ra­men­te con lo ve­te­ri­na­rio. Por ejem­plo, su­ge­ría la po­si­bi­li­dad de di­vi­dir a las mu­je­res en tres gran­des gru­pos: blan­cas, re­tin­tas y mo­ru­chas. Y a cada uno de estos gru­pos le asig­na­ba un de­ter­mi­na­do com­por­ta­mien­to eró­ti­co. Así, la mujer blan­ca era me­nu­da y tí­mi­da, ge­ne­ral­men­te es­tre­cha y con las tetas como las pe­rras, es decir, caí­das y de punta, con los pe­zo­nes ro­sa­dos y gran­des. Si uno con­se­guía lle­var­se a una a una ca­lle­ja o al re­ser­va­do de la dis­co­te­ca, debía saber que nunca po­dría pasar de besos sin len­gua y de ma­greos en la zona alta, nunca en la en­tre­pier­na. Esta mujer era re­ce­lo­sa y ren­co­ro­sa, por­que bus­ca­da, ya en su tier­na pu­ber­tad, un novio al que, con el tiem­po, hacer ma­ri­do. La mujer re­tin­ta, en cam­bio, era más re­don­dea­da de for­mas, más cor­pu­len­ta y con las tetas gran­des y re­don­das, los pe­zo­nes ma­rro­nes y una mar­ca­da fri­vo­li­dad, lo que la hacía ca­len­to­na y ex­ce­len­te pa­ji­lle­ra. Era ac­ce­si­ble y no com­pro­me­tía des­pués a sus aman­tes con res­pon­sa­bi­li­da­des o asun­tos de res­pe­to. La mujer mo­ru­cha, la del ter­cer grupo, era la más dulce y la más pe­li­gro­sa. Tam­bién me­nu­da, pero de tez os­cu­ra y con las tetas pe­que­ñas, de pe­zo­nes ne­gros y siem­pre erec­tos, con­sis­tía su pe­li­gro en que su trato casi siem­pre con­lle­va­ba algún lío con un novio des­pe­cha­do, un padre al­cohó­li­co o una madre des­qui­cia­da que le po­dían lle­gar a pro­vo­car fre­cuen­tes ac­ce­sos de llan­to y aun de his­te­ria en plena faena. Cuan­do iban bien las cosas era la mejor en el sexo, pero uno debía tener siem­pre pre­sen­te el pre­cio que es­ta­ría dis­pues­to a pagar.

II

Las his­to­rias del Lucio nos te­nían asom­bra­dos de nues­tra ig­no­ran­cia y an­dá­ba­mos todo el día mi­ran­do de reojo a las chi­cas con in­te­rés de zoó­lo­gos para ver en qué pu­ñe­te­ro grupo me­tía­mos a cada una. Luis­mi in­clu­so em­pe­zó una es­pe­cie de ar­chi­vo de mu­cha­chas en donde iba ano­tan­do aque­llos ras­gos de cada una que po­drían coin­ci­dir más o menos con los des­cri­tos por nues­tro ase­sor na­tu­ra­lis­ta. Pero, de todas las cosas que nos con­ta­ba, había una que, na­tu­ral­men­te sin con­fe­sár­nos­lo, nos tenía la en­tre­pier­na en un puño. Decía el afa­ma­do ex­plo­ra­dor del sexo fe­me­nino, Ma­riano Lucio, que la ma­yo­ría de las va­gi­nas tenía vida pro­pia e in­de­pen­dien­te de sus pro­pie­ta­rias. De tal ma­ne­ra que, en pre­sen­cia de un mozo pla­cen­te­ro y mar­ca­da­men­te se­mi­nal, co­men­za­ba la va­gi­na a con­traer­se y ex­pan­dir­se li­bre­men­te al tiem­po que se lu­bri­ca­ba por si las mos­cas. La in­ten­si­dad de este mo­vi­mien­to de sís­to­le y diás­to­le ute­ri­no era in­ver­sa­men­te pro­por­cio­nal a la vo­lun­tad del ce­re­bro, y, así, las mu­je­res más es­tre­chas su­frían los más fre­cuen­tes ata­ques de su pro­pio sexo, que, al ser ad­ver­ti­dos, pro­vo­ca­ban enor­me tur­ba­ción e in­clu­so in­fluían en la forma de ca­mi­nar, por lo que era re­la­ti­va­men­te fácil, para un ob­ser­va­dor ave­za­do, de­tec­tar la pre­sen­cia en las cer­ca­nías de un coño pro­pi­cio y reivin­di­ca­ti­vo. Decía Lucio que entre este fe­nó­meno y el hecho com­pro­ba­do de que las mu­je­res van a mear por pa­re­jas había una re­la­ción, pero que to­da­vía no había po­di­do es­ta­ble­cer­la a cien­cia cier­ta. Aque­lla fue sin duda la mayor fá­bu­la que nos co­lo­có el Lucio, pero, por unos días, y mien­tras se des­en­tra­ma­ron las bru­mas del en­ga­ño pre­gun­tan­do tí­mi­da­men­te aquí y allá, e in­clu­so con­sul­tan­do la Dur­van y la Es­pa­sa, vi­vi­mos, cada uno en se­cre­to, el in­ten­so temor de que lo que ha­bía­mos ima­gi­na­do como vaso idó­neo no era sino fiera voraz, in­sa­cia­ble y au­to­di­dac­ta.

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Copyright ©José Preciado, 1996-1998
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Fecha de publicaciónDiciembre 1998
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Permalinkhttps://badosa.com/n045-03
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