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Del agua nacieron los sedientos

Capítulo XII

Fuga permanente

V. Pisabarro
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La dependienta atendía la farmacia con rulos y redecilla. Llevaba también una mascarilla facial de color verde pistacho; sólo el contorno de unos ojos rigurosos se libraba de ella. Una joven de apariencia seca, malhumorada y supuestamente fea que atendía con poca atención y respeto a los clientes. Ahora yo era uno de ellos. Estaba en Río San Pedro de paso. Mi destino era Xaragua. Era una mañana envuelta en lluvia. Las calles aparecían desiertas en lo descubierto; los pobladores se refugiaban arracimándose debajo de las cubiertas de casas y comercios. Las gotas estallaban furiosamente al chocar contra el asfalto. El día estaba fresco y olía a minerales. Desde mucho tiempo atrás no cubría una nube el cielo, por eso se contemplaba con agrado embelesado una lluvia a la que se echó en falta en el caluroso agobio nocturno, en el bochorno sofocante de los últimos días de atmósfera turbia.

Solicité sin pudor una caja de preservativos. Después de pagar al esperpento esperé a salir apoyado en la puerta del local. Retenido por el arreciar del aguacero, contemplaba la calle mientras consumía un cigarrillo pausadamente. Al otro lado, llamaba la atención la fachada colorida de un colmado. Dirigí la mirada a su interior. Entre penumbras, varios hombres bebían en silencio. Sobreponiéndose débilmente al estruendo del chaparrón se escuchaba una radio y a un niño que lloraba no muy lejos. Harto del cigarro, lancé la colilla que fue a parar a la corriente del arroyo. El pucho flotó, trompiqueó y desapareció a lo lejos, entre las ruedas del coche alquilado. Dentro, una mulata joven me esperaba para continuar el viaje.

Creí conveniente alejarme aún más de Morúa enterado del regreso de Sonia. Volvería ella esperando encontrar los ánimos calmados, más asentadas las cosas, decidida a resolverlas definitivamente. Pero al llegar se encontró con nuevas cerraduras en su empresa. El negocio por el que tanto luchó tenía otros amos. Reventó el escándalo. Las urracas graznaban y los burros lanzaban coces al aire. Bienve me buscaba para aclarar el asunto, al igual que los esbirros de Manolito el Oso, que pretendía golpearme sin consideraciones, según iba diciendo por ahí. Una vez minado el campo, lo sensato era alejarse de las explosiones.

Nadie sabía dónde encontrarme. A nadie informé de mi destino. Mi acompañante no había estado nunca allí, tampoco sabía quién era yo. La recogí en la carretera y aceptó acompañarme durante unos días con rumbo desconocido. Ahora estábamos en Río San Pedro mirándonos uno al otro a través de una barrera de agua, separados además por la desconfianza entre desconocidos. Detenidos en un pueblo que antes sólo era un nombre en el mapa y que a partir de entonces sería recuerdo de una soledad amarga.

Paré para comprar en la farmacia y para llamar al Flaquito. Los dos días de plazo ya se cumplieron. Hice señas a mi acompañante para indicarle que regresaría en unos minutos y anduve deprisa arrimándome a las paredes sin dar importancia a relámpagos y truenos. Cuando entré en la central de teléfonos, el aire acondicionado hizo que rememorara mi antigua oficina.

Sentándome en uno de los locutorios marqué el teléfono del Hotel Diamante y pedí hablar con la habitación doscientos veintidós.

—Voy a deshuesalte el espinaso, parigüallo —fue el saludo de la Negra Pola en cuanto identificó mi voz. Después de unos insultos y amenazas más, cuando se cansó, pasó el auricular al Flaquito.

—Cincuenta mil dólares. Ni uno más —dijo de golpe.

—Ciento cincuenta —contesté yo inmediatamente.

—Escucha, gilipollas. He tenido que pedir dinero prestado para poder dártelo a ti. Es todo lo que hay.

—Escucha tú —dije con tono relajado—. Como mañana no me confirmen ciento cincuenta mil en el banco, siempre que escuches un saxo te acordaras de mí.

Después de unos segundos de cuchicheos y ruidos, escuché de nuevo la voz.

—Piénsalo. Puedes empezar en otro sitio.

—Ciento cincuenta mil mañana, si no, me quedo con la mercancía —respondí.

—Pero qué cabrón que eres. Está bien, ¡hijo de puta! Setenta y cinco y se acabó de una vez esta mierda.

—Ciento treinta —continué hablando sosegadamente.

—¿Pero qué pretendes?, ¿qué quieres? ¿Qué es esto! Parece que estamos regateando como los turistas con los aidianos.

—Ciento treinta o cuelgo y se acaba el asunto.

—Espera, espera... Vale... Cien. ¿Qué te parece? Ya está, venga. ¿Cómo lo vamos a hacer?

—Ciento treinta, a la una, ciento treinta a las dos, y ciento treinta a las...

—¡Hijo de puta! Vale, vale. O.K. Ciento treinta. Te tengo que matar. ¿Cómo lo vamos a hacer? En cuanto te vea te mato.

—Por eso nunca más me verás. Cuando tenga la confirmación del banco os llamo.

—Espera, espera un poco...

—¡Vete al diablo, Judas! —colgué el auricular con violencia sobresaltando a la señorita encargada de la centralita.

Salí a la calle. Continuaba lloviendo. Caminé pensando que ciento treinta mil dólares era mucho más de lo que esperaba. No, el Flaquito no dominaba el arte del regateo.

Según me acercaba dirigí la mirada al coche, uno pequeño y blanco. A través del parabrisas me observaba la muchacha. Era maravillosamente bonita. Entornó los ojos y sonrió provocándome compasión. Crucé la calle y entré en el colmado. A pesar de haber dentro unas cinco personas, reinaba el silencio. Nadie hablaba ni se movía, todos con la vista puesta en la calle.

—Saludos —dije—, deme una botella de Casteló añejo.

—Ello ya no hay —respondió una dependiente blanquita, gorda y con bigote.

—Pues deme Nacal dorado.

Se fijaban en mí. Quité protagonismo a la lluvia.

—¡Cómo cae! —exclamé.

—¡Ay, sí! —habló el más viejo. Sonreía.

Destapé la botella y allí mismo le di un buen trago. Se la pasé después.

—¡Ay, no! Yo soy conveltío y no bebo.

—Hace usted muy bien, patrón —salí saboreando el ron y un triunfo incompartible. Crucé la calle despacio, pisando charcos.

En ruta otra vez, dudé si llegar hasta Xaragua, o desviarme a los Arenales. El capricho determinó que esto sería lo mejor. Había pasado mucho desde que estuve allí por última vez. Llegamos en el tiempo en que mis hijos me respetaban y a mi mujer le resplandecían en la cara las ilusiones; cuando aún éramos una familia. Disfrutamos mucho en sus desiertas playas. Azorados ante la magnificencia, casi doloridos del gozo provocado por las suntuosas maravillas naturales. Brisa fresca bajo la sombra del palmar; finos granos de arena rubial sobre pieles morenas; un mar turquesa; el ruido de las olas fundido con risa de niños. Por ser recuerdos tan gustosos parecían los de otro. Ahora me acompañaba esta muchachita de la que ni siquiera sabía su nombre y, aunque tenía intenciones y dinero para divertirme, reconocía la imposibilidad. Sólo disfruta el melancólico de su melancolía. Mis triunfos me recompensaron con una alegría fugaz. Ya doblegué, pisé, mancillé, destruí; entonces, ¿por qué sufría una tristeza tan profunda? ¿Qué debía hacer para ser dichoso, para sentirme aliviado y en paz?

Circulábamos paralelos a la costa en dirección este. Miles de palmeras, brisa marina, sol dorado del atardecer; el cielo, el mar azul... La observé detenidamente. Recostada en el asiento, su belleza, su juventud, su indefensión, su disponibilidad, le hacían parecer tan vulnerable que ésa era precisamente su fortaleza. Cuántos hombres conocí en esta isla que creyendo reinar sobre almas cándidas, en realidad eran esclavos de espíritus impasibles. Estaba destinada a ser rocío en muchos campos secos.

En la radio sonaba una bachata. Ella marcaba el ritmo con una mano sobre su rodilla.

Eres como el mismo viento
que viene de la pradera,
que a todos nos acaricia
y con ninguno se queda.
No te gustan las promesas
porque no eres traicionera.

Unas uñas pintadas, otras no. Sus manos, aunque de buena constitución, evidenciaban que había tenido que bregar con el agua de muchas coladas.

Eres como el mismo viento
que viene de la pradera,
que no te detiene nadie,
ni te paran las fronteras.
No sabes decir palabras
para expresar tus sentimientos,
pero si miro tus ojos
puedo leer tu pensamiento.

Alta, espigada; el cráneo definía unos rasgos armoniosos, pómulos marcados, ojos negros, grandes; nariz recta y breve; labios carnosos en una boca fresca y alegre.

Porque no quieres casarte,
creen que eres una cualquiera,
porque no compran tu amor,
vestidos, joyas y moneda.
Muchas se visten de blanco
y hoy tienen el alma negra,
porque viven amargadas
entre cortinas de seda.

Incitaban sus pantaloncitos cortos y una blusa a cuadros rojos y blancos. Unos botones desabrochados permitían ver gran parte de un busto firme y terso, marmóleo. En esos instantes sentí la ráfaga del deseo cruzando mi cuerpo como una descarga eléctrica desde los pies al último pelo de la cabeza.

—¿Cómo tú te llamas? —interrogué con ademanes resueltos, procurando endulzar el tono, como en el cuento del lobo que trataba de seducir así a los cabritillos.

—África —respondió con voz lenta y sonora. Sonrió y en la boca aparecieron unos pliegues tentadores.

Charlamos el resto del trayecto, tratando de encontrar algo reconocible y coincidente. Poco a poco fuimos abriendo puertas, sintiéndonos más cómodos. Desaparecía por momentos el recelo de sus ojos, otras veces aparecía repentinamente desanimando en parte mi conciencia y mis intenciones. Consideré en alguna ocasión apearla del carro y darle algunos pesos. En otras me parecía un regalo del cielo tener su compañía. Una muchacha así, con esa lubricidad femenil, dispuesta al gozo, era el excelso regalo de un destino que no se prodigaba casi nunca en la vida de un miserable español.

—¿Tú eres casada?

—No, yo no.

Su voz sonaba suave, clara, sosegada. Acomodó su espalda en la puerta para mirarme mejor, me sentí algo incomodo por saber que me estaba valorando. Tras unos momentos ella me lo preguntó a mí.

—Yo, ya no. Lo estuve hasta hace poco.

—Y esa mujer te partió el corazón —aseveró ella no sé por qué. Acaso el dolor nos mancha la cara sin saberlo.

Me reí entonces con grandes carcajadas que no venían a cuento. Según se iba pasando la risa me invadía poco a poco una certeza triste. ¡Sí, era verdad! Me partió el corazón sin contemplaciones, así, de un golpe.

¿Cómo neutralizar la virulencia de los celos? ¿Cuánto tiempo duraría el galanteo y cortejo del fornido Manolito el Oso a mis espaldas? Las citas a escondidas, los primeros besos, las primeras caricias, el primer te quiero. Eso hizo de ella otra mujer. Comprendía ahora su cambio; yo notaba día a día esa metamorfosis. Se oscurecieron las canas, volvió el carmín a su boca. Su pérfida boca pintada que besaba ahora otros labios. La pareja para mí eran unos fundamentos sólidos, compactos, algo sobre lo que basar la existencia, los días. Y es que yo soy un hombre que se pierde en la soledad. Esa ilusoria base, esos fundamentos, tenían una grieta que la partió en dos. Esa grieta era yo mismo, era ella, era Manuel Iglesias, era la miseria, era la inseguridad, eran los años.

Aunque había cesado de llover hacía rato, la carretera permanecía mojada. El sol nos acompañaba, sus rayos sesgados hicieron subir la temperatura. A pesar de contar el vehículo con aire acondicionado, bajé las ventanillas y entró un aire húmedo que alborotó nuestro pelo y agitó las hojas del mapa. Elevé el volumen de la radio y bebí otro trago de ron mirando a la muchacha. Sonreía, pero aún aparecía el destello del recelo en sus ojos.

Llegamos a Los Arenales al atardecer y nos dirigimos a uno de los espléndidos hoteles instalados en ese Edén: el Mameian Paradise. Ya en la barrera de seguridad me extrañó que el guarda nos hiciera esperar mientras consultaba algo por el teléfono. Aparcamos y al entrar en recepción, por nuestras apariencias, por llevar escaso equipaje y por ser este establecimiento de los de lujo, causamos gran impresión. Era patente que no éramos clientes con el porte habitual de este tipo de lugares. Allí se veía mucho bronceado caro, mucha piel tostada; gafas, bañadores, raquetas y toda esa maraña del diseño; las marcas, la calidad y la tontería que acompañan al dinero de la gente afortunada y desocupada. Nosotros ni teníamos el carácter, ni la indumentaria acostumbrada en estos lujosos y espaciosos salones limpios como una patena. Sobreponiéndome, me dirigí a la recepcionista con decisión y naturalidad.

—Buenas tardes señorita, deseamos una habitación.

No comprendía bien el español la pulcra rubia rosada, y además fue sobrecogida por una risa incontenible provocada por nuestras pretensiones que le hizo salir apresuradamente tapándose la boca con una mano por una puerta trasera. Recordé a Óscar: «únicamente los necios no juzgan por las apariencias». Transcurridos unos segundos apareció otra, ésta ejerciendo una seriedad más profesional. Volví a solicitar habitación, atendió mi demanda dándole la llave a un tipo muy alto que estaba al lado, vestido como para un safari, con salacot y todo. Firmé en el registro escuchando las carcajadas de la oculta.

—Les rogaría que el pago fuera por adelantado, por favor —dijo con acento francés y con una voz nasal y estúpida al recoger el bolígrafo, procurando evitar el contacto.

Cuando lo hicimos y en una cantidad que permitiría alimentarse a una familia mameiana durante tres meses, nos sonrió. Entonces, el individuo del salacot, un mulato muy presumido, que atusaba mucho su uniforme, nos pidió que le siguiéramos.

Después de caminar a paso ligero bastante trecho a través de frondosos y cuidados jardines, pues el hombre era de paso largo y el sitio era bastante amplio, llegamos al edificio donde se encontraba nuestro alojamiento. La bruja de recepción nos envió a éste sin duda porque no había otro más alejado del área social. Nuestra habitación era la superior de una altura de tres pisos de un edificio de ensueño. La vista era maravillosa. Pensé que no debería de ser muy señorial ni decorativa nuestra presencia en este resort de placer, pues nos mandaban a sus confines. Pero no importaba, estaba aquí, y un hombre que moró en Los Misericos no exige demasiado en un sitio como éste. Di una buena propina y unos golpecitos en el gorro a nuestro guía y cerró la puerta.

—Bueno, como dijo Tarradellas: «ya soc aquí».

África arrugó la nariz. Con un gesto le indiqué que lo olvidara, que era una tontería mía.

El ventilador del techo giraba sus palas lentamente. Estábamos en una amplia y limpia habitación. Unos rayos de sol oblicuos penetraban por el intersticio de las lamas oscuras de las persianas, las que daban a una gran terraza, donde había dos sillones de mimbre almohadillados. Me senté en uno de ellos y encendí un cigarrillo. Vi cómo se alejaba por el zigzagueante sendero del jardín el del salacot. El ocaso inminente se barruntaba esplendoroso. Las nubes empezaban a colorearse de rosas purpúreos, sobre un azul oscuro de fondo bellísimo punteado con luz de estrellas. Comenzaron a encenderse las farolas y demás luces en el complejo. Parece un anuncio de colonia para televisión, pensé. Ya estaban más que acostumbrados mis ojos a las bellezas de este país, sin embargo, era ésta una visión gratísima y pacificadora para mí. Mi vida, como para la mayoría del género humano, era vulgar, gris. Pero también había en ella pinceladas como ésta, atardeceres similares en Morúa, pelícanos cayendo en picado sobre el mar, colibríes irisados libando el néctar de las flores, luminosos puntos móviles de las luciérnagas en la noche oscura, explosión de color en miles de parajes de esa pequeña isla caribeña. Estas maravillosas escenas también se pueden contemplar mirando el televisor, sentado en un sofá a cuadros al abrigo de una manta y tomando un café caliente mientras transcurre un frío invierno europeo. Pero no, era yo, era invierno y estaba allí, en el trópico; en esa parte del mundo que ejercía tan irresistible influencia sosegadora en mi ánimo por medio de su salvaje atractivo natural.

Apareció África en la terraza. Acababa de ducharse. El pelo mojado, las gotas resbalando a través de su largo y esbelto cuello, enrollada en una toalla muy grande y blanca que le cubría desde las axilas hasta los tobillos. No me miró. Se puso de pechos en la barandilla, aspiró aire. En ese momento olfateé un olor suave y delicioso, una fragancia vegetal.

—Tienes un país muy bonito —hablé muy bajo buscando su mirada.

—Ajá —afirmó ella desinteresada.

Intentó ocultarlo, pero su tristeza y desamparo eran evidentes. Ese estado de ánimo amargo que queda cuando desaparece la fugaz novedad en las vidas de los miserables. Una ligera brisa meció sus cortos cabellos. Pregunté que cuántos años tenía y respondió que quince. Intentando yo también aparentar un ánimo contento me dirigí a la ducha, como antes hiciera ella. Al entrar al enorme cuarto de baño quedé impresionado. Abrí con curiosidad uno de los grifos y brotó un abundante chorro de agua tibia a presión. Recordé Los Misericos. Los días con suerte, salía, por un caño comunal, un hilillo de agua con el que se tardaba una eternidad en llenar los cubos. Después de ducharme, pensando que África seguiría en la terraza y por olvidar la ropa, salí del baño como mi madre me trajo al mundo, pero más grande. Ella miraba algo en uno de sus ojos acercándose mucho y empañando el enorme espejo de la pared a través del cual seguía mis movimientos. Me aproximé por detrás. Sin pensarlo me arrimé a su espalda. Una frontera separaba nuestras pieles, era la húmeda toalla; dejándola caer al suelo bajé la vista y me deleité en la contemplación de su culo redondo, firme, terso. Apreté el miembro a él y abrazándola sentí toda su fragante frescura. En el espejo vi como entrecerraba los ojos y despegaba sus labios en un gesto sobrecogido; también vi unas tetas grandes y firmes en las que los oscuros pezones adquirieron dureza. Al tacto de mis dedos por su espalda dio un pequeño respingo acompañado por un suspiro. Cimbreaba lentamente su cuerpo, como una culebra perezosa, friccionaba la suave piel juvenil sobre la mía más usada.

—Todavía soy señorita —me advirtió conduciéndome al lecho.

Besándonos, acariciándonos torpemente, nos tendimos sobre la limpieza de una colcha fresca. El ventilador removía la atmósfera densa de lascivia. Los últimos rayos de sol desaparecieron. Una débil luz exterior nos daba apariencia de sombras sobre las sábanas blancas. Se escuchaba el sonido del oleaje penetrando como una melodía por las ventanas abiertas. Me abandoné; éste era mi descanso, el olvido de tantas palabras y tropelías, el solaz, la liberación de tanto exceso y desorden. Me estremecía su aliento entrecortado. Supuso un gran esfuerzo morigerar el deseo de darle las gracias. La entrega sin doblez exhumó la auténtica felicidad soterrada, casi olvidada en las cavernas del tormento.

Hacía años que no disfrutaba de las delicias sensuales, de los placenteros juegos de la carne. Con fastidio recordé que los preservativos se olvidaron en el carro. Mi ahogada voz lo comentó, ella dijo que así no podía ser. Tenía razón, no debía ser, pero continuábamos sin detenernos subiendo y subiendo, restregando nuestros cuerpos deslizantes, mordiendo, deseando acabarnos en el otro. Un sudor común nos cubría con olor a sexo y al perfume a rosas del desodorante, excitándonos aún más el apetito. Había algo en mí que me obligaba a buscar destino en algún sitio suave, cálido; y algo en ella que invitaba, dispuesto, ansioso por acoger a lo bienvenido. Luchamos poco por evitarlo, la pasión es más poderosa que la razón. Aniquilándola nos entregamos ya libremente, sin lógica, desatados, furiosamente casi, para llegar ardiendo a una fogata azul en la que nos deshicimos. Los últimos rescoldos se apagaron bajo el agua de otra ducha, entonces nació en mí un profundo agradecimiento hacia esa mujer que hizo resucitar mi masculinidad.

Ya de noche, cuando llegamos al restaurante, sentí con desagrado las punzantes miradas impertinentes de los distinguidos turistas que lo abarrotaban. Observaban y sonreían mientras hacían comentarios y preparaban su bufet. Con el mismo desagrado pensé que habríamos de servirnos nosotros mismos. Eché en el plato cuatro cosas, ella llenó varios, e incluso repitió de algunos, ignorando el cotilleo y la cursilería de las rollizas arpías foráneas. Sin duda el hambre se sobrepone al pudor. Me placía mirarla mientras masticaba grandes bocados con un apetito acumulado durante años, en los que el arroz y los güandules serían su persistente y monótona dieta. Ahora disfrutaba de las golosinas y finuras de este selecto establecimiento haciéndolo a conciencia, como cenando para mañana también. Era bonita, demasiado bonita, pero lo mejor de ella, es que era poseedora de esos atributos femeninos que los hombres anhelan reconocer en sus propias mujeres. Un ideal de la femineidad.

Contemplando como un enjoyado loro con más de mil tintes lanzaba disonantes graznidos a un pobre hombre enmudecido, recordé los dulces lamentos de África y cómo abría los ojos impresionada en un cándido gesto de placer. Resucitó el deseo. Cuando terminó su cena sugerí pasar al área de piscina, allí podríamos tomar algunos tragos. La orquesta atacaba las primeras notas del sarao nocturno. A ella no le pareció buena ocurrencia. Su hambre evitó la vergüenza, pero para el alterne no podría vencerla.

—Mejol vamos a nuestro aposento mi amol. Seguiremos gosando —sugirió mientras echaba un brazo sobre mis hombros y se estiraba.

Poco tiempo pasamos juntos. Durante esos días las represiones de tantos años de matrimonio desaparecieron dejando paso a una liviana libertad que permitía el contacto carnal con otra. Nunca le fui infiel a Sonia. Mi peor pecado fue que en alguna ocasión, después de muchos tragos, acababa en el catre de alguna prostituta tosca y asilvestrada, exigiéndome que finalizara algo que nunca pude empezar impedido por el abuso de alcohol y por el compromiso de lealtad con la infiel y traicionera.

Después de esos días golosos, África desapareció de mi vista para pasar a mi historia como uno de los mejores recuerdos en la vida de un pobre hombre. Nada me pidió, poco le di: un vestido, algo de dinero, poca cosa. Probablemente ahora ya sería madre de uno o de más. Acaso la fresca sonrisa habría desaparecido de su bello rostro; o quizá no, porque esa gente es así, deliciosa.

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Fecha de publicaciónMarzo 1998
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