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Del agua nacieron los sedientos

Capítulo VIII

Azar genético

V. Pisabarro
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Casi todas mis decisiones eran erróneas, pero ésta resultó ser una de las peores de mi vida. En mala hora decidí enredarme en tan desgraciado asunto.

Desde el interior de la camioneta, al amparo de la oscuridad, Chichi, Damián y yo, mirábamos silenciosos en dirección a la mansión de Jossie situada en una ondulante elevación del terreno. Una gran casa de estilo colonial con grandes porches de madera que impresionaba con su antiguo esplendor a pesar de la decadencia. Unas quince palmeras salpicadas caprichosamente por el espacioso jardín se me asemejaban a otros tantos gigantes protectores de la vivienda. El sonido de nuestros corazones competía con el croar de las ranas.

Eran las diez y media de la noche.

—O.K., señores, llegó la hora —indicó Damián golpeando con el dedo su reloj.

Nos apeamos del vehículo. Al tocar mis pies terreno firme sentí la debilidad y el temblor de mis piernas. El miedo me gobernaba. Alterado, a punto estuve de emprender la huida, pero de sopetón se me vino a la cabeza que el destino de mi alocada carrera serían Los Misericos. Conseguí por la deducción sobreponerme al temor y continué implicándome en la desdichada y peligrosa aventura. Pensé que la cancela que se interponía en nuestro camino sería el primer obstáculo a salvar. Chichi, del bolsillo de su pantalón extrajo un manojo de llaves; con una de ellas abrió la puerta. Entonces comencé a desvestirme hasta quedar completamente desnudo. Ellos enmudecidos por el asombro, se limitaron a mirarme desconcertados. Cuando doblé mis calzoncillos y los puse encima del resto de mi ropa en la camioneta, Damián preguntó:

—¿Pero qué coño haces!

Tomando una botella de aceite de maní respondí:

—Me desnudo y ahora me unto todito con este aceite.

—¿Y para qué?

—Porque... Dios no lo quiera, si nos descubren y a la carrera, en la fuga, alguien intenta agarrarme, le será más difícil por lo resbaloso que estaré, más de lo que soy normalmente, según dicen algunos sin razón.

—¡La madre que me parió! — exclamó echándose las manos a la cabeza— Bueno, haz lo que te salga de las pelotas pero hazlo rápido.

—¿Y tú qué haces? —preguntó a Chichi cuando vio que obraba de igual manera.

—Me parece buena idea. Yo también me pringo —respondió.

Regado todo mi cuerpo con liberalidad, concluí calzándome mis zapatos charolados y esperé a que Chichi terminara. Mientras tanto dije:

—No sé por qué haces esto tu también, si te vas a quedar en el carro.

—Me estoy dando la vaina porque yo también voy a entrar. Ya dije que yo también me pringo.

—No hace falta. Tú di dónde está la caja y danos la combinación, nosotros haremos el resto —dijo Damián.

—Yo entro, así saldrá mejor esta vaina, ¿O.K.?

Como no era hora, ni lugar, ni situación, para discutir este cambio de planes, y pensando que sería mejor que Chichi se animara a entrar, nos aprestamos para la faena.

—Tenéis quince minutos. Si no aparecéis en ese tiempo yo me largo y aquí os quedáis —advirtió Damián poniendo en marcha el cronómetro de su reloj.

—¡Joder! ¿No íbamos a estar todos a una? —exclamé.

—O.K., no te apures. Tenemos tiempo de sobra. Let’ go —dijo Chichi comenzando a caminar decidido.

Anduve tras él por un largo trecho ajardinado que nos separaba de la casa. Sigilosos, apartados del camino de grava, agachados, rompiendo el silencio de la noche con el chapoteo del aceite en nuestros calzados y el castañeo de mis dientes.

Llegamos ante el umbral de la puerta de servicio, entonces Chichi cogió una llave oculta bajo el felpudo de la entrada y abrió. Entramos despacio y con mucha prudencia, procurando no hacer ruido alguno. Una bombilla de poco voltaje era la escasa iluminación para un salón de grandes dimensiones. La débil luz nos ayudaba a no tropezar con ningún mueble, al menos a mí, porque mi acompañante se movía entre ellos con soltura. Me hizo una seña y fui hacia él acercándome tanto a su espalda que Chichi volvió la cara sorprendido.

—Perdón —dije.

—Mira, ahí está la caja.

—¿Ahí! —no pude evitar, por la sorpresa, subir el tono de voz.

Hizo el conocido gesto con que se pide guardar silencio. Después, asintiendo con la cabeza repetidas veces, confirmó que la caja se hallaba ahí, oculta en la taza del wáter.

—Es de mentira —dijo susurrando a mi oído—, es falsa. Lo descubrí un día que obré en ella y Jossie se puso guapo conmigo. Mira.

Apretó un botón disimulado en la cisterna y el sanitario se desplazó lentamente dejando a nuestra vista una tapa a ras de suelo. Desplazándola apareció la puerta con sus ruedas de números. Marcó la combinación, abrió al momento y comenzó a extraer de su hondo hueco: una dentadura postiza, un liguero con pedrería, un condón usado con una marca y una leyenda que decía «Papo, 26 centímetros», un reloj, una fotografía que, por el parecido y la antigüedad, podría ser la madre de Rosarito. Nada más.

—¿Y el dinero? —pregunté desagradablemente sorprendido.

—¿Y el dinero? —volví a preguntar. Chichi no contestó. Sin reaccionar, se limitaba a mirar embelesado el preservativo que tenía en la mano.

Sin saber qué era lo que estaba ocurriendo, resolví que lo mejor era largarse de allí cuanto antes.

Hice señas para que colocara las cosas y la taza en su sitio. Calculé que ya habrían pasado diez minutos desde que habíamos dejado a Damián y sabía que ese cabrón sería muy capaz de dejarnos solos y desnudos. Con nuevas señas indiqué a mi compinche la puerta por la que entramos en mala hora. Nos dirigíamos de puntillas y agarrados de la mano hacía ella dispuestos a salir, cuando de pronto escuchamos el ruido de una llave que se introducía en la cerradura. Sobrecogidos, nos miramos aterrados. Entonces él, abriendo en exceso sus ojos por el pánico, aferró con más fuerza mi mano y me arrastró tras de sí por una empinada escalera que subimos tropezando hasta el piso superior. Espantados entramos en el dormitorio principal. Chichi encendió una lamparita en una de las mesillas y deshizo la cama con premura, después, dándome un fuerte empujón me hizo caer de bruces sobre ella, inmediatamente cayó él sobre mí con la intención de besarme en los hocicos. Como es natural en hombres de mi condición y preferencias sexuales, me resistí a ello. No se quejó a pesar del codazo que le propiné en la boca, y continuaba insistiendo en su desviado propósito abrazándome con fuerza mientras yo trataba de zafarme, intentando apartarme, sobre todo de sus atributos masculinos. En el forcejeo estábamos cuando se abrió la puerta y apareció Jossie. Tras unos segundos en que nadie dijo palabra ni realizó gesto alguno, gritó:

—¿Qué es esta vaina! ¡Mamahuevo! Te dije que no quería volver a verte en mi casa—se dirigía a Chichi—. No sé cómo tienes el valor de hacerme esto después de lo que hice por ti. ¡Venir a refocilarte en mi cama de manera tan... grosera e insultante! Entre las mismas sábanas en que pasamos ratos de tan buen recuerdo. Y además para liarte con este... adefesio, que parece un maricón moribundo. Has perdido el gusto y...

—¡Oiga! Sin faltar —dije yo indignado al tiempo que temeroso.

—¡Cállate! sin sustancia —me gritó y siguió ensartando atropelladamente una serie de reproches hacia su antiguo amante—. Me dan ganas de sacarte los ojos, de darte una golpiza; mejor dicho, de dárosla a los dos.

Rosarito, a pesar del alias y la edad, era hombre alto y musculoso, por lo que la iracunda expresión de sus intenciones me aterrorizó más de lo que ya estaba.

—¡Hijo de tu maldita madre! —le espetó Chichi sorprendiéndome— ¿Tú me vas a sacar los ojos a mí? A mí, que te di lo mejor que podía dar, que te entregué mi juventud. ¿A mí! —comenzó a llorar—. Al que echaste de tu lado como si fuera un perro sarnoso. Yo, que nunca pedí nada. Que te cuidé cuando estabas enfermo, que lavé tus inmundicias..., que te bañé..., que te cociné, que aguanté tus horas malas... Alguien ocupó mi sitio y me botaste como a un apestado. ¡Viejo del diablo! Yo soy el que te va a golpiar a ti.

Arrasados los ojos por las lágrimas, con su delicado cuerpecito pringoso de aceite me dio lástima el muchacho y daban pena también las blancas sábanas de raso. Tras la censura al infiel Rosarito, tomó un florero de fina porcelana lanzándolo al tiempo que profería un grito más propio en una mujer histérica. No alcanzó su objetivo, que era la persona del viejo, por tener las manos resbalosas, aunque destrozó unas figuritas de Lladró situadas sobre el tocador que teníamos enfrente. Desesperado, tomó entonces un radio-despertador que estaba sobre la mesilla de noche repitiendo el intento. Esta vez hizo añicos un espejo biselado de gran tamaño. Jossie, al ver los daños y el mal que le querían hacer, abrió la puerta de un armario extrayendo de su interior un palo de los de golf, para, inmediatamente, sin más, lanzar tremendos golpes a nuestras personas, que corríamos como ardillas alocadas de un lado para otro de la amplia habitación, saltando por encima de la cama y sin encontrar escapatoria. Las ventanas tenían rejas y el furioso Rosarito tenía la puerta a sus espaldas tapándonos la salida. Chichi lanzó todo lo que encontró cerca de sus manos sin acertarle en una sola ocasión; esto y el palo de golf causaron el lamentable desastre del dormitorio lo que avivaba aún más el fuego de la venganza en Rosarito. En uno de los golpes que tiró, y que pude esquivar por escasos milímetros, salvando así mi oreja que pudo continuar pegada a mi cuerpo, Chichi logró escabullirse, dejándome solo ante esa fiera herida en su amor propio. Puedo asegurar que es una situación muy grave la de estar encerrado en una habitación con un enfurecido ser humano, intentando golpearle a uno como si en ello le fuera la respiración.

Tomando un abanico de plumas de avestruz procuré hacerle frente, pero él lo deshizo de un certero golpe y, mientras las plumas aún flotaban en el aire, despeinado y con una sonrisa de demente que daba miedo, dijo mientras me arrinconaba:

—Vas a morir, esperpento.

Estaba fuera de sí, la cara desencajada, sudoroso, con los ojos desorbitados, le temblaba el párpado derecho.

—Para que aprendas a meterte donde no te llaman. ¡Hijo de puta!

Aterrorizado, tartamudeando, yo decía:

—Atienda un momento, por favor. Escúcheme, don Rosarito, se lo suplico. Mire que no es lo que usted piensa —dije tratando de templar su ira—. Deje el palo, deshagamos este malentendido como gente educada y no ocurrirán cosas de las que tengamos que arrepentirnos, sobre todo yo.

—¿Y qué voy a pensar? Esqueleto. ¡So feo! ¿Qué puedo pensar, si os veo a los dos en mi cama abrazados, desnudos y embadurnados en aceite. ¡So guarros!

—Por favor no me golpee. Soy un cabeza de familia en apuros... ¡Está bien! He venido a robarle. Pero sólo su dinero, no su honor.

—¿Qué dinero? —preguntó intrigado.

—El de la venta de su hotel. Del Hotel Los Cocos — dije algo esperanzado al notar su interés—. Los tres millones de dólares que usted tendría que tener en la caja fuerte del wáter.

—¿Pero quién te ha dicho que yo he vendido el hotel? ¡Mochuelo! Y si fuera así, ¿tú te crees, pendejo, que iba a guardar el dinero aquí?

—¿No ha vendido el hotel? Entonces todo esto ha sido una encerrona de ese maricón, perdone la expresión, para darle a usted celos. ¿Lo entiende?

—Me da lo mismo. Primero voy a darte una paliza que no olvidarás en toda tu vida, por ladrón, o por mariconazo, o por las dos cosas. Ya me encargaré después del otro abusador.

Acurrucado en el rincón, acorralado, con desesperación y temblores, vi como izaba el palo para descargar su primer golpe contra mí. Gritó. Yo, con las manos en la cabeza, también hice lo mismo esperando ese trastazo y muchos más que con seguridad él me daría.

Entonces, cuando mis pulmones exigieron más aire y dejé de chillar como un gorrino, escuché un lamento ahogado, luego el ruido de un cuerpo desplomado. El palo de golf cayó junto a mis pies. Di un respingo, tan susceptible me sentía yo. Por entre los dedos de mis manos, que protegían en lo que podían mi cabeza y rostro, miré. Allí, en pie, estaba Chichi. Con un cuchillo de cocina de grandes dimensiones en la mano al que miraba tan ensimismado como antes al condón. Rosarito en el suelo, boca arriba, los ojos muy abiertos girando alocadamente en sus órbitas. Fluía a borbotones sangre roja y caliente por su garganta; pataleaba.

—Le rebané el pescuezo como a un puerco —dijo Chichi mostrándome las manos y el arma ensangrentada.

Sobre las blancas losetas de mármol del piso comenzó a formarse un charco de color oscuro. Miré su cuello. Le segó la aorta. Moría rápido, sin remedio. No sé de dónde saqué fuerza de ánimo, entereza, decisión para gritar:

—¡Rápido! Trae un trapo o... lo que sea. A este hombre hay que sacarlo de aquí. Vamos a llevarle a un hospital. Se muere.

—¡Que se muera, carajo! —exclamó Chichi contorsionándose la cara en una mueca de asco.

—Rapidito, o voy a la policía y cuento todito —amenacé con determinación.

Miró al cuerpo, después a mí. Tiró el cuchillo sobre la cama y agarró a Rosarito por los tobillos. Yo circundé con mis brazos su tórax por debajo de las axilas. Era muy difícil cargar un cuerpo tan voluminoso, tan pesado para dos individuos tan enclenques como nosotros; además el aceite complicaba el traslado pues hacía que se escurriera de nuestras manos como un pez.

Conseguimos sacarlo de la habitación y, cuando llegamos a la escalera, Chichi tropezó en el primer peldaño; para no caer jaló de los pies del pobre Rosarito; y, si yo no hubiera soltado la carga, también habría rodado con ellos desde el primer escalón hasta el último de la prolongada escalera.

—¡Mamahuevos! ¿Pero por qué le soltaste! —exclamó desde abajo Chichi con voz sofocada, pues soportaba el peso de Rosarito que le quedó encima— sácame de aquí, quítamele de encima, que me está empapando de sangre.

Era impresionante el ver como los últimos reflejos de Rosarito le hacían dar unas pataditas rápidas y cortas, aunque con menos intensidad que antes; esto bien podría ser el remate. Salí en busca de Damián para que nos ayudara, rogando para que no se hubiera largado. Le descubrí apoyado en una palmera, él me vio a mí también, hice una señal para que se acercara con la camioneta. Antes de que se diera cuenta, Chichi y yo cargamos a Jossie en la parte posterior, aún no me explico cómo lo conseguimos.

—¿Pero qué coños pasa? ¡Lo habéis matao! Yo no quiero saber nada. Yo no soy asesino. Yo me voy. Yo no mato. ¡Ay madre, qué situación! —decía Damián impresionado y azorado ante los hechos mientras se mesaba los cabellos y andaba de un sitio para otro dando puñetazos a la camioneta.

—Arranca de una vez para el hospital. Tú estás en esto como nosotros. ¿O.K.? ¡Arranca de una maldita vez! —ordené con autoridad mientras subía al vehículo.

Monté en la parte delantera y Chichi se subió en la caja con Rosarito, Damián lo puso en marcha.

—Se lo cargó él. No hay dinero. No hay venta de hotel, todo es mentira. ¿Qué coño pasa aquí? ¿En qué lío me has metido? —no contestó—. Deprisa porque éste se muere. Le cortó la aorta.

Pasados unos minutos, cuando circulábamos en dirección a la Isabela, Chichi desde atrás golpeó en el techo haciendo señas para que nos detuviéramos. No había otros carros circulando, era una noche entreclara. Al parar dijo el rebanacuellos indolentemente:

—Se murió.

—¡María Santísima! ¿Y ahora qué hacemos? —pregunté desalentado, como si al saber que ya era muerto desaparecieran mis energías y cayera en la desesperación de golpe imaginando que no iba a salir bien librado de esta desventura.

—Hay que botar al muerto, hay que deshacerse del cuerpo —propuso Damián con admirable calma y recuperada sangre fría.

—O.K. Móntate atrás conmigo, Fran. Y tú arranca con la misma dirección que traíamos —indicó a Damián.

Seguimos durante unos minutos por la pista. Chichi iba oteando hacia adelante, por encima de la cabina. Yo miraba los tristes restos de Jossie. Una expresión de espanto se adueñó de su rostro, antes fiero; ese gesto paralizado fue el último de su vida. Endurecido, seco, curtido, vacío, así me sentía en esos instantes; profundamente apesadumbrado, yo ya no era el de antes. Participé en la muerte de un ser humano. Ya era un asesino.

—Ahora agárrale, y cuando yo diga «¡Ya!» le tiramos, ¿O.K.? —gritó tratando de hacer oir su voz. Circulábamos a gran velocidad y por ir al descubierto, el aire producía un ruido ensordecedor.

—O.K.—dije yo. Quería deshacerme del cadáver cuanto antes. Acabar de una vez con la tenaz pesadilla— ¿Para qué lado lo arrojaremos?

—Por el de la cuneta. ¿Preparado? Un, dos, tres... ¡Ya!

Lo lanzamos al unísono. El cuerpo del muerto impactó sobre un desafortunado motoconchista. Continuaba la desgracia sin término.

—¡María Santísima! —exclamé al contemplar el infortunio. La moto y los dos cuerpos rodaron enredados por el asfalto.

Mantuve fija la mirada en la luz roja del piloto trasero de la máquina mientras nos alejábamos. Aquel punto encarnado disminuyendo de tamaño, dos cuerpos destrozados en la cuneta, nosotros en ese lugar y en ese instante... Las cosas eran así, pero muy bien podrían haber sido de cualquier otra forma. Quién obligó a los progenitores de estos desgraciados a conocerse, quién les apremió para que copularan precisamente el día y la hora en que lo hicieron para engendrarles, y quién les dijo a los padres de sus padres que hicieran lo propio... Todo en esta vida era fruto de la casualidad, puro azar genético.

Cuando perdí de vista el farolillo, grité:

—¡Lo has hecho adrede, mal nacido!

—Ahora pensarán que Jossie murió a causa del accidente, ya se sabe lo mal que manejan los motoconchistas —murmuraba calculador—. Regresemos, ahora hay que arreglar la habitación.

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Fecha de publicaciónNoviembre 1997
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