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Del agua nacieron los sedientos

Capítulo VII

¿Dónde estará mi asesino?

V. Pisabarro
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¿Cuál es el camino? ¿Qué hacer? ¿Cuándo se alejará de mí el desastre? ¿Dónde estará mi asesino? Son preguntas que me hacía por aquellos tiempos y aún hoy me las sigo repitiendo. No sospechaba en aquellos días pasados lo que la vida aún me reservaba justo cuando pensaba que las cosas no podrían llevar peor cauce.

Me sentía desolado, vencido, desmotivado. Visitaba a menudo el acantilado. Allí se consumían estériles muchas horas de mi tiempo mirando a la lejanía. Desorientado, perturbado por acontecimientos tan agitados e ingratos. Solo, sin nadie. Cuando se defrauda la esperanza de un solitario, ¿a quién le importa? Me hubiera gustado, al menos, poder contar conmigo mismo, con mis antiguas ilusiones, con ese ímpetu, con el entusiasmo que embestía, incansable y pertinaz, contra las barreras que se interponían en mis decisiones. Me abandoné. Vencido, me desinteresé del mundo. Exhalaba mis quejas, mis penas, lanzándolas con odio en cada piedra que arrojaba al océano. Los turistas, indiferentes, contemplaban el panorama cerca de mí; alegres, gozando de vacaciones en el Caribe.

A veces, a la caída de la tarde, atunes resplandecientes emergían espectacularmente; grandes peces plateados acechando los bancos de los pequeños, que a miles se deslizaban sobre la superficie purpúrea formando olas vivas que provocaban exclamaciones de admiración en los foráneos mientras señalaban al mar y hacían fotos.

Recordaba los días en que yo también disfrutaba en estos sitios del mismo espectáculo. Cuando me quedaba algún dinero y aún no tenía deudas irresolutas. Qué país tan delicioso y magnífico teniendo la fortuna de cara, qué terrible y qué miserable sin ella.

Hambre no padecimos, gracias a los frutos de los mangos del jardín y a que el arroz era muy barato. Terminó el negocio, se acabaron los envíos. Desde el último para el Flaquito no hubo más. Cerré la oficina y malvendí el mobiliario.

Altagracia me denunció por impago de una quincena y al no poder abonarle la deuda, se llevó una máquina de escribir y dos ventiladores como compensación. Cuando lo cargó en la camioneta de Bienve, y a modo de adiós, dijo:

—No desespere. Tenga fe. Las flores silvestres se secan, pero vuelven a florecer. Dios ayuda a los buenos.

—Lo lamento por mí, pero también por usted —dije yo.

—No se lamente. Luchamos y tuvimos algunos triunfos.

—«Pobres triunfos que el recuerdo del pasado hará más amargos que las derrotas» —rememoré al inmortal Óscar.

—Lo que usted diga don Francito —fueron las últimas palabras que me dedicó el último de mis empleados.

En la casa la situación también era descorazonadora. Lo más doloroso: el sufrimiento angustioso de mi esposa. Desvelada en la noche, lloraba con el llanto desconsolado de los abandonados. Sus lamentos y sollozos en esas madrugadas son uno de mis más sangrantes recuerdos. Trataba de consolarla diciendo que todo iría mejor; que los malos tiempos también se acaban; que la amaba con todo mi corazón; que me hacía mucha falta; que me hundía el verla así; que éramos jóvenes; que lo más importante era la salud y que estábamos casi sanos; que teníamos dos hijos maravillosos; que, al fin y al cabo, éramos una familia y nos teníamos unos a otros. Ella se dormía agotada en su propio llanto, que no por el alivio de mis palabras. Yo entonces permanecía desvelado, meditando en mi inopia hasta el rayar del alba.

Cantaban los gallos. Entre dos luces me vestía y salía sin saber adónde dirigirme ni qué hacer con mi vida. Durante aquellos meses paseaba por las calles solitarias a esas tempranas horas. Veía a los turistas más madrugadores que con la toalla colgada en el cuello se dirigían a la playa y a los más trasnochadores caídos en perdición que iban ya para la cama con algo más de lo que arrepentirse. Tomaba un café mientras pensaba en a qué destinar el resto del día, tratando de encontrar alguna excusa que me permitiera evadir la tragedia del triste y desgraciado hogar, buscando al mismo tiempo algo que nos permitiera continuar viviendo con dignidad en la difluente pobreza.

El tiempo pasaba sin frutos, no encontré trabajo honrado. Perdí mucho del respeto que antes gozaba por mi posición. Ya no era un joven empresario europeo, ahora estaba en la nómina de los aventureros perdedores, en la vagabundería extranjera que merodeaba como las hienas por el paisaje. Uno más que arrastraría en su perdición a personas honestas e inocentes, a su propia familia. Uno de ésos que llegan hasta el final del arco iris y encuentran la olla vacía. Errático y con náuseas por el laberinto de la existencia. Me atormentaba el aceptar que lo peor no era el haber perdido casi todo. Lo insufrible era saber que nunca lo recuperaría. Mi vida por entonces era una continua sorpresa, de esa clase de sorpresas que uno puede llevarse cuando levanta la tapa del wáter.

J.J., nuestro casero, con la justificación de la falta de pago de tres meses de alquiler, con apoyo policial y orden judicial, nos desahució de su casa.

Una amarga mañana apareció escoltado por unos guardias, reconocí al raso escribiente con el que traté el día en que fui a poner la denuncia. Venían además acompañados por el fiscal.

—Now, this is my house. No, no my... ¡horse. ¿Tú entiendas? Ahora es mi... «ca-ba-llo» —dijo señalándose en el pecho mientras reía sarcásticamente el feróstico viejo y ordenaba sacar nuestros miserables bienes.

Una radio, un televisor de catorce pulgadas, dos ventiladores, dos lámparas, dos congeladores, una báscula y las bicicletas de los niños se quedó, a modo de pago de la deuda, el maligno y desconcienciado Yei Yei; además de la fianza de mil setecientos cincuenta dólares que entregué cuando firmamos el contrato.

Una mujer, dos hijos, un perro, cinco gatos, varias cajas, cuatro maletas grandes y dos pequeñas que guardaban nuestras escasas pertenencias. Todos y todo en la calle.

Sonia, en un arrebatado acto de locura, vació en el suelo con gran estrépito el contenido de la caja en que llevábamos los útiles de cocina; después lanzó con todas sus fuerzas una licuadora por aquí, una cacerola por allá; mientras, llorando con rabia, me insultaba desesperadamente.

Mucho trabajo me costó recuperar la olla exprés, porque un carajito, aprovechando la coyuntura, nos la arrebató con osadía dándose a la fuga. Por si todo esto fuera poco, se avecinaba un ciclón. A pesar de mi afición al ron Casteló, no emborraché las penas, algo que nadie hubiera censurado severamente dadas las circunstancias; no me faltaron las ganas, me faltaba el dinero. No llegaba para el desahogo.

En esos meses, desde la feliz marcha de mis suegros, gastamos lo propio y además todo lo ajeno. Al no reclamar nadie las ochocientas mil pesetas del envió, también las consumimos; en tal estado de necesidad, lo prioritario nos parecía a nosotros era comer y pagar alquileres. Fueron días de una calma deliciosa, de una sosegadora inconsciencia, gozamos sospechando lo que nos aguardaba en el futuro.

Por la lástima que le dábamos, Maricela nos acogió en su humilde choza construida en el campo. Dos días estuvimos allí, pasando muchas estrecheces e incomodando a su numerosa familia y animales domésticos, hasta que apareció Damián ganándose el cielo por socorrernos.

Cuánto agradecí entonces esa ayuda. Sólo se valora verdaderamente lo que se recibe cuando se necesita. Por su mediación, una antigua novia con la que sostenía aún una buena amistad, a pesar de haberle devuelto la foto, nos permitió morar en su humilde casa, que se hallaba en la más popular e incivilizada barriada de Morúa.

Los Misericos, que así se llama el lugar, soportaba los vicios del turismo más depravado y podrido en todas sus facetas; también se beneficiaba de ello. A veces lo que quita la honra da el pan.

Al no existir red de alcantarillado, las aguas negras corrían alegremente formando arroyuelos por entre calles angostas, polvorientas, con solares ceñidos de hormigón, llenas de basuras y socavones, por donde hasta altas horas de la madrugada circulaba un público variado, multirracial tratando de divertirse en los centros cerveceros y otros lugares de esparcimiento y prostitución. Estos locales competían con la música y el estrépito hacía vibrar los vidrios de las pocas ventanas que los tenían. Un olor a fritanga envolvía a toda esa variopinta multitud que pululaba por las enmarañadas callejuelas: descaradas rameras, limpiabotas descalzos, niños con una lata debajo del brazo preguntando incansables: «¿limpia?»; vendedores de lotería y ratacán; turistas extraviados en ese sucio infierno, asqueados, con el pañuelo en las narices; viejos bujarrones extranjeros enamorados de jóvenes mulatos complacientes y exigentes; seguidores de Jesucristo vestidos con impolutos uniformes blancos pedían a los sodomitas, no sé para qué. Entre la inmundicia de los borrachos dormitaban criaturas que no tenían otro sitio donde parar y hacer un descanso en su miserable existencia.

Las casuchas bajas y pequeñas lucían en sus fachadas de todos los colores del arco iris y sus complementarios. Multitud de negocios: pulperías, colmados, abogados, ferreterías, restaurantes, cafés...

Allí no mandaba la justicia, imperaba el desorden, gobernaba el caos. Todo estaba permitido, todo se conseguía, siempre que pudiera pagarse. La madre era la moneda, el padre el hambre.

Los Misericos contaba con un cuerpo de bomberos que tenía el honor de figurar en el libro Guinness de los records, por ser el único que se había incendiado en el mundo. Se quemó entero porque carecían de agua. Durante muchas horas escaseaba el líquido vital, así como la electricidad. Hubo épocas en que no se encontraba gasolina, ni gas, ni azúcar. Lo que nunca se echaba de menos, ocurriera lo que ocurriera, era el ron, la música, el baile.

Iglesia me dijeron que existía, pero yo nunca la encontré. Lo que sí había era gallera, donde aposté algunas pequeñas cantidades de vez en cuando.

En este alegre, activo y dicharachero pueblo, nos instalamos mi familia y yo, gracias a la poco alabada Odialís. Ramera grande, poderosa, de enormes tetas. Cobijaba en su pecho un corazón excesivo, como ella, todo bondad. Además poseía lo que más estimo en las personas: sentido del humor. Inteligente, generosa. Disponía de una cuenta bancaria con mucho capital, éste crecía día a día; ella lo hacía posible con la abusante explotación de su cuerpo, sus encantos y el sudor de... de toda ella. Porque allí se sudaba mucho, aunque no se hiciera lo que hacía Odialís.

—Mi amol, Fran, tenéis la habitación grande para vosotros.

Era grande en comparación con otra que había, pues calculo que la chabola tendría unos treinta metros cuadrados.

—Gracias, Odialís. Mil veces gracias. Me quitaste mil canas. No sé cómo te pagaré tu hospitalidad. Pero juro que algún día lo haré.

—Está bien mi amol, O.K. Dile a los niños que no pasen a mi aposento. No pol que me molesten, mi amol. Lo digo porque se pueden encontrar cosas que a su edad no se expliquen para qué silven.

Su casita nos acogía guareciéndonos malamente de las inclemencias del tiempo, pero no del olor a basura quemada ni del alboroto y de los ruidos que se generaban en la calle donde habitábamos, la más transitada de la población.

Por allí circulaban coches, personas, animales, motoconchos, algunos a escape libre. Muchas noches, probablemente a causa del estado etílico de los conductores, con sus pequeñas motocicletas hacían el caballito y otras habilidades que eran muy festejadas por el público, sobre todo cuando alguno rodaba por el suelo con su máquina; daban frenazos, acelerones, tocaban el claxon, se insultaban, se maldecían, apostaban dinero y joyas.

En una madrugada de infausto recuerdo, un intrépido motoconchista de éstos se estrelló contra los barrotes de la misma ventana de la habitación donde nosotros tratábamos de dormir. El suceso provocó a mi mujer pesadillas espantosas durante largo tiempo, porque fue ella quien subió la persiana, con curiosidad femenina, tratando de averiguar qué ocurría, qué ruido era aquél, encontrándose con un cráneo partido y unos sesos sangrientos escurriéndose por los hierros herrumbrosos.

Algo que me preocupaba por aquellos días era la educación que recibían Robertito y Raulito, mis adorables hijos. Rodeados por este ambiente que un padre, aunque fuera yo, no podía dar por conveniente para niños en esas edades. Sobre todo por la amistad que hicieron, casi desde el principio, con un viejo haitiano tuerto que tenía fama de practicar vudú. Negro como el alma del maligno. Andaba matando gallinas, haciendo muñequitos, con botellas de sangre, con uñas de muerto... En una ocasión le sorprendí cuando depositaba unos clavos retorcidos y oxidados debajo de la cama en donde, malamente, dormíamos Sonia y yo. Tenía el condenado intención de causarnos mal, nos enteramos por la confesión de Raulito. El negro del diablo, por creer lo que mi hijo más pequeño le contó: que le obligábamos a comer ratas castigándole con grandes palizas si no lo hacía, quería tomar venganza contra nosotros por ser unos padres tan perversos; pues en verdad apreciaba al niño.

No era muy bueno tampoco para su formación que Odialís, nuestra benefactora, se trajera el trabajo a casa. Metía a la clientela en su aposento y como era gran profesional, esto sucedía casi todas las noches, a excepción de las del ciclo natural en la mujer; aunque a veces incluso en éstas, clientes poco escrupulosos o muy bebidos también consentían. Gritos, amenazas, risas, suspiros, lamentos, todo lo escuchábamos claramente cuando no circulaban los motoconchos y cesaba la música en los antros cercanos.

Yo, en esas calurosas noches, acostado entre mi mujer y Blas, mi fiel compañero, padecía de insomnio, casi como toda mi familia. En ocasiones agarraba un enorme crucifijo que había sustraído con delicado disimulo de casa del mezquino neoyorquino J.J. y, poniéndolo sobre mi pecho, suplicaba mentalmente a Cristo nuestro Señor: ¡Mátame! ¡Mátame! ¡Mátame! Noche tras noche, entre los jadeos y las apestosas ventosidades del animal, rogaba con el mismo deseo de quien pide que le toque la lotería o que se le sane de algún mal. Deseaba acabar. No me sentía con fuerzas para seguir sufriendo la impotencia, la pereza pétrea que nos engrillaba al estercolero. Pero tampoco Dios me hizo caso.

Son los zapatos del mal jugador los que pisan las sucias callejuelas, mientras, consideran que la vida los trató como una madre traicionera. Delante, un futuro sin derechos, sin réplica por sus malas jugadas.

Ya que todo lo perdí por mi mala cabeza, no me quedaba más que la resignación. Sin rebeldía, con sumisión, acaté todo como un merecido castigo a mi soberbia.

Una expiación. Deseaba de una vez expurgar mi vida. Una cura de humildad. Mi familia, a excepción de Sonia, asumieron la nueva situación con alegría, con esa candorosa alegría natural en los niños. Inconscientes, ajenos a lo que les depara el futuro, así se les veía riendo mientras se salpicaban el agua de los barreños donde de vez en cuando se bañaban, o en su caza de roedores, que con osadía acechaban a pesar de su considerable tamaño. Me guinchaba el alma verlos corretear descalzos por Los Misericos jugando con los limpiabotas. ¿Éstas eran las ricas experiencias que les incitarían a la virtud, tal como dije a mi suegro? Su inocencia, el cariño que me regalaban aunque yo no lo mereciera, aumentaban la desesperanza y la lástima que yo sentía por todos.

Blas desapareció un buen día. No sé si fue por la escasa cantidad y calidad de su rancho o por el llamado de la naturaleza para la procreación canina. Siendo animal estúpido, con poca orientación y olfato, perdería el rastro de nuestra humilde vivienda, y eso que por el sector en el que nosotros residíamos había un hedor que se percibía a considerable distancia; o acaso por ser perro de raza buscara otros dueños que le brindaran las atenciones que estos canes acostumbran a recibir. Desapareció ya criado, desmenuzando, machucando un poco más nuestra autoestima. Nos abatía el pensar que era tan cruda la miseria, que hasta el perro nos abandonaba. No así Matarile, nuestro gato, que junto a sus crías permanecía fiel a nuestro lado, demostrándose fehacientemente la falsedad de la supuesta fidelidad canina y la desleal independencia felina. Puede ser que Matarile siguiera a nuestro lado porque, al contrario que Blas, cazaba tan provechosamente que ganó en lustre y gordura.

En esa tesitura nos hallábamos cuando una mala tarde, mientras el cielo descargaba su regalo de agua en abundancia y yo andaba atareado en achicar la misma, que se colaba a chorros en nuestra habitación por las numerosas grietas del techo, no reparé en la gallarda figura de Damián, que apareció recostado con mucha elegancia en el quicial de la puerta.

Fumaba en silencio observando divertido mi labor. Por su media sonrisa de canalla, se escapaba perezosamente el humo azulado del cigarrillo. Mi mujer, desde mucho tiempo atrás, yacía en la cama, vencida por la abulia, sin aseo, sin limpieza, sin compostura; lo que inhibía mi deseo por cumplir con las obligaciones conyugales, aunque tampoco las demandaba, gracias a Dios. Fue ella la que reparó en su presencia y, por estar alocada, comenzó a gritar desaforadamente desdeñando el trato ponderado que debíamos a nuestro benefactor:

—¡Fran! Llegó el señorito. ¿Quiere algo el señorito? ¡Qué pide el señoritingo! Vaya a tomar por culo el señorito. Ya no tenemos dinero. Vete a pedírselo a tu padre. ¡Pisaverde, maricón! ¡Señorito de mierda, chuloputas!

Con rapidez tiré el cubo con el que achicaba el agua. Avergonzado me dirigí hacia él y tomándole del brazo salimos a la calle huyendo de la ira desbocada y de las palabras soeces de Sonia.

En las ruinas de un local próximo desde el que seguíamos escuchando, aunque más mitigados, los desvaríos, nos protegimos del aguacero.

—¡Joder, cómo está tu mujer! —dijo sacudiéndose la camisa, la cual estaba como siempre: bien planchada, limpia, despidiendo un olor a colonia cara. Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y secó con una de las puntas algunas gotas que resbalaban por su rostro.

—Discúlpala, Damián, es que desde que estamos aquí se ha puesto mala de los nervios. Yo creo que es debido al tipo de modus vivendi de este pueblo que...

—Sí, sí Fran. Bueno yo quiero hablar contigo para plantearte un negocio que si sale como he planeado nos dará mucho dinero para cada uno...

Sin poder reprimirme me abracé con fuerza a él. Brotó por mis ojos el torrente de lágrimas que durante tanto tiempo inundó mi corazón de amargura, confundiéndose en mi semblante con el agua de lluvia.

—Gracias, Damián. Me quitas mil canas. Me has buscado sitio para vivir y ahora me buscas sustento. Sobresales como una alta y regia columna en este apestoso lugar, como algo sólido, firme, verdadero, clavado en este agrio mar de mermelada. Eres un amigo de verdad. Entre nosotros no hay pan partido. De la colonia española no ha venido nadie a verme. No digo que todos los españoles sean malos; digo que hay pocos buenos. Qué distinto a cuando yo asaba puercos en mi frondoso jardín. Entonces sí llegaban todos los fementidos con sus sonrisas hipócritas a beberse mi ron. ¡Mal nacidos! Para llenarse la barriga sí estaban dispuestos, pero no para auxiliar a un paisano, a un compatriota en apuros, a salir adelante. Gracias a ti, el único que...

—Vale tío. Suelta que me estás empapando, coño. No te embales porque quizá esto no te interese. Es algo delicado y... con riesgos. Hay que tener cojones. Así que escucha y si sale bien, entonces me lo agradeces. ¿O.K.? —me apartó delicadamente tratando de morigerar mis excesos.

—Aún me quedan corazón y cojones. ¿De qué se trata? —pregunté con el ánimo dispuesto para hacer cualquier cosa que me permitiera ganar al menos lo necesario para comprar el arroz y las habichuelas del día siguiente.

—Se trata de robar.

—¡Virgen de la Altagracia! —exclamé decepcionado golpeando una de las paredes haciéndome daño en la mano—. Las ilusiones que me he hecho para nada. ¿Acaso por las circunstancias que temporalmente estoy sufriendo, piensas que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa?, ¿que estoy corrompido?, ¿que soy capaz de atentar contra la ley moral? Te equivocas. No tengo dinero pero tengo honra. Es lo único que me queda. ¡Lo único, fíjate bien! No puedo perder mi autoestima. Me duele que te aproveches de los malos tiempos para venir a tentarme y hacer de mí lo único que yo jamás sería: un vulgar ratero.

—¡Déjate de vainas, coño! Robarías... serías un delincuente. Pero no un delincuente vulgar. Se trata de un golpe de tres millones.

—Y tú te crees que por tres miserables millones de pesetas, que supongo estarían sujetos a reparto, me arriesgaría a que dieran mis huesos en la cárcel?, sabiendo como son las de este país, que no dan de comer, que son de entrar y no salir.

—Sería de tres millones... de dólares

—¿Qué es lo que tengo que hacer? ¿Cómo es la cosa? —pregunté muy interesado secándome las lagrimas después de encender el cigarrillo que me ofreció.

—Si sigo hablando es para que esto quede entre tú y yo. No se te ocurra decírselo a nadie. Ni siquiera a la loca de tu mujer.

—Está bien, O.K., pero no le faltes a mi esposa.

—O.K. Fran. El plan es el siguiente: Rosarito, o sea Jossie, ha vendido el Hotel Los Cocos por la cantidad que antes te dije. El pago es cash, o sea, en efectivo. ¿Me escuchas con la oreja? Lo harán el lunes próximo. Lo guardará en la caja fuerte de su casa. No quiere ingresarlo en el banco en Morúa.

—¿Por qué? —interrumpí ansioso por saber.

—Porque es el único banco que hay en Morúa. No quiere que se sepa que ha cogido dinero. Si se enteran sus acreedores le reclamarán con nuevos bríos el pago de lo que debe. Algunas facturas son de años atrás.

—¿Y por qué le pagan en efectivo siendo una cantidad tan grande? —seguí preguntando y chupando ávidamente del cigarrillo.

—No sé. Supongo que es dinero negro. Él quiere terminar la discoteca de una vez y después, según le vaya, ir pagando deudas a unos y a otros.

—Entonces el tío listo quiere pagar sólo si la discoteca funciona, porque si no es así no va a cobrar nadie.

—Correcto. Por eso irá al día siguiente del pago a Santiago con la intención de ingresar el dinero en otro banco, en uno en el que tiene contactos, con la intención de sacarlo después a Puerto Rico y así tenerlo en dólares.

—Y ¿por qué no va el mismo día del pago a Santiago?

—No le da tiempo. Le hacen la entrega a última hora de la tarde, se lo traen desde Miami. Bueno, el asunto hay que hacerlo en la noche del lunes al martes.

—¿Y cómo estás tú tan bien informado?

—Porque Chichi me lo ha contado.

—¿Quién es Chichi?

—El marica favorito de Rosarito. Es uno de los que más van con él. Uno así guapote, espigadito...

—No sé, no caigo.

—Sí, coño, ése que robó a un julandrón canadiense cinco mil dólares americanos.

—Ah sí, ya sé quién es. ¡Menudo pájaro! Con esa apariencia de poquita cosa y qué malicioso.

—Pues ése es nuestro socio en el negocio.

—¿Socio? —me sorprendí—. Ése lo que quiere es enredar a alguien que pague el pato para quedarse con los cuartos.

—Tranquilo, Fran. Eso no lo va a hacer. Rosarito se ha echado otro novio, a él lo ha mandado a paseo. Está rabioso el muchachito, ha jurado vengarse; mucha gente lo sabe. Por lo tanto es a él a quien le va a caer todo el peso de la ley encima. Va a faltar el dinero, va a faltar Chichi.

—¿No pensarás matarle?

—¡No, hombre, no! No digas tonterías, coño. ¿Crees que sería capaz de hacer algo así? Se va a marchar a Alemania. Tiene la oferta de otro amiguito suyo, de los del ambiente, para que vaya a vivir con él. Se compromete a arreglarle todo, la residencia y toda esa vaina. Hay que tenerle escondido quince o veinte días; después, con un pasaporte falso que ya tiene, se larga con los alemanos. De este asunto sólo sabe él, tú y yo.

—Y ¿qué es lo que pinto yo en todo esto?, ¿qué es lo que tengo que hacer? —pregunté intrigado.

—Tú eres el que va a entrar en la casa, va a coger el dinero y lo va a esconder.

—¡Joder! ¿Y qué más? Yo no conozco la casa, ni sé dónde está la caja, ni la combinación para abrirla, ni nada.

—Escucha, Fran, tranquilo, ¿OK.? Yo voy a ir contigo. Me encargaré de la logística. Tengo que conseguir una camioneta y otras vainas. Además Chichi también viene con nosotros. ¿O.K.? Mientras estemos dando el golpe estamos todos a una, si pierde uno perdemos todos. Él nos dará la combinación de la caja y todas las informaciones que sean necesarias. Confía en mí. ¿Te he fallado alguna vez?

Seguía lloviendo, el agua deslizaba los desperdicios calle abajo. Jadeante entró en el local un muchachito descalzo completamente empapado buscando refugio. Damián le ordenó: «¡Vete!» y siguió corriendo calle abajo.

—Y, si sabe todo, ¿por qué no entra él? —inquirí extrañado.

—Porque es nervioso y asustadizo. No se atreve. Necesita socios en el tema que le ayuden. Además tiene confianza en mí, sabe que repartiremos el dinero por lo legal y que le esconderé bien cuando pase todo.

—Pues por lo que yo sé de él no parece tan miedoso ni tan generoso.

—Además, no te preocupes porque Rosarito no va a estar. Se va a cenar con los compradores. Lo lógico es pensar que regrese borracho a su casa bastante tarde. Nosotros lo haremos a las diez y media. En la finca no hay nadie.

Estuvimos mucho tiempo más tratando de lo mismo. Al finalizar, mi compromiso con Damián era el de «darle mente», pensar en todo, dar una contestación rápida. Regresé a casa. Las horas cayeron; llegó otra noche teñida de amargura; tampoco en ésta había electricidad. Los niños en un rincón de la habitación, sucios, sentados en el suelo, coloreaban unos dibujos arrancados de la hoja de un periódico. Unas velas iluminaban débilmente la triste escena. Mi mujer en la cama, cubierta de harapos, ausente, con la boca abierta, fijaba su mirada en las chapas del techo, donde aún se escuchaba el incesante chaparrón.

Entré en la cocina para preparar algo de cena. Abrí la despensa y encontré dos patatas y un huevo, nada más. Lo tomé en la mano sopesándolo. Con las yemas de los dedos tanteé su textura, su forma, mientras daba vueltas al asunto de Rosarito. Un resolutivo pensamiento negro forzado por la ambición, por el deseo vehemente de escapar lejos de allí, echó a andar mi corrupción. Con todas las fuerzas que generó el odio que sentía hacia mí, estrellé el huevo contra una de las grasientas paredes. Con la misma agitación de ánimo que tendría si participara en la ruleta rusa, decidí implicarme en el robo. La paciencia del hombre tiene un límite, yo lo había superado con creces. Tanta rabia puse en el lanzamiento, que la inercia me llevó al suelo arrastrando en mi caída una silla. El estrépito hizo que aparecieran en la puerta de la cocina mis corderitos con ojos admirados y con sus lápices de colores en las manos. Desde el suelo, y en una posición cómica, aunque deshonrosa para un padre, les dije:

—Éste es el huevo de Juanelo. El hambre es el límite.

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Fecha de publicaciónOctubre 1997
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